domingo. 27.04.2025

Kolstov, atado de nuevo a la bombona de oxígeno como una acémila mugrienta a una estaca de la cuadra, le pidió alcohol a María.

-Es para beber, ¿o no? 

-Sí.

  

La enfermera llenó un taponcito. 

-Toma, le dijo. El alcohol endulza los fracasos. No hay conciencia que no se pueda limpiar con unos cuantos tragos. Pero la derrota es un pozo sin fondo que se bebe todo lo que le eches.

-Gracias, dijo Kolstov fijando su mirada en el ojo apagado y polifémico de Fran. La luz y la sombra, la victoria y la derrota están en tu cara, guardia.

 

Fran no contestó. El interior de la ambulancia olía a sudor, a alcohol, a tabaco, al husmo acre del ruso, a sangre y a garito. A esto huelen las vidas destruidas, pensó. Y sin razón alguna para ello, como no la hay para nada que provenga del instinto, le vino a la mente y le subió a la nariz y le bajó a los testículos el olor del sexo de aquella última fulanilla. Y deseó volver a ese regazo. Incluso deseó volver a nacer, en otro lugar, en otro tiempo. Quizás un lugar y un tiempo donde la derrota no pudiese existir, el “cielo del ateo”, sí, la nada. Pero sabía que ése era el sueño diabólico de todos los hombres desde el principio. ¿Qué iba a hacer un tuerto como él? La derrota de Kolstov, sin embargo, le pareció aún más patente, más cruel. Era un final. 

-¿Por qué no le disparaste al brigada, Kolstov? Era un duelo leal. 

-Demasiado leal. No quedan tipos como Martorell. ¿Por qué matar la esperanza? 

-¿De conseguir tu dinero por las acciones? No cambias, Kolstov. 

-Yo hablaba en serio, guardia. 

-Y yo también. 

 

La ambulancia volaba hacia Nantua. Los montes de Bugey y los Alpes, al fondo, aparecían majestuosos en el horizonte. Siempre hay alguna montaña que subir, musitó el brigada.

-¿Decía usted? 

-Nada, Carmelo, nada.

 

En el ánimo atribulado del brigada se dibujó, como un presagio, la cruz roja de la ambulancia. La cruz de la ambulancia o la cruz de la abadía de Nantua que se anunciaba como un reclamo turístico en un cartelón de la carretera. Del siglo VII, leyó. Y los abetos oscuros como monjes se inclinaban al viento y avanzaban en procesión cantando el Miserere y desaparecían, malditos, de la ventanilla sucia. No los veía por el retrovisor porque era un espejo roto para siempre, como su propio pasado. Volvían a aparecer por delante, generaciones y generaciones de monjes salmodiando, anónimos. Sólo se interrumpían cuando rocas silenciosas cortaban los cielos y los verdes. Entonces respiró aliviado por un instante fugaz como la eternidad. Pero cuando recordó la estación de tren, se dio cuenta de que podía ser, y seguramente fuera, la última estación de un 

vía crucis que ahora enfilaba el tenebroso camino de una montaña. 

La cruz de la ambulancia. La cruz de la ambulancia parpadeó sobre el monasterio, pero el brigada Martorell no quiso verla.

 

Esa misma noche llegarían a Ginebra. Mañana por la mañana, al banco; y se acabó. Todo saldría bien.

-¿Hasta cuándo tendremos despistados a los que nos siguen, brigada? 

-No sé, Carmelo. Intuyo que no por mucho tiempo. Ya veremos. 

-¿Qué veremos? 

-Me temo que a los yanquis. 

 

La carretera ascendía sin tregua: cada vez había más curvas. También había cada vez más abetos y más rocas. El ruido de un motor en el aire sorprendió al brigada. Asomó su cabeza blanca, sintió el frío alpino.

-¿El helicóptero? 

-Sí, por su izquierda, brigada; sobre nosotros. 

 

El brigada ordenó a Carmelo que tomase el primer desvío.

-Nos meteremos en plena montaña.

-Mejor, más curvas, más árboles. Se lo pondremos más difícil a ese abejorro.

 

Carmelo era, a pesar de todo, un buen conductor. Llevaba años en la carretera, de un sitio a otro, visitando a los clientes. Aquel viaje no era igual. Se había convertido en un lío monstruoso que empezaba a preocuparle más que la herida del hombro. ¿Qué carajo pinto yo aquí? Sintió que todo aquello era una película que no iba con él. No puede ser, no estoy viviendo en esta pesadilla. Quiso encender un pitillo para cerciorarse de que estaba allí, en Francia, en aquel preciso momento, las 11 de la mañana del 1 de octubre de 1976, y de que estaba vivo, pero advirtió que ya no le quedaban cigarrillos. Sí, chaval, da lo mismo trabajar que hacer faena: el destino te lleva de todos modos a donde él quiere y a joderse. Quién me mandaba a mí… Recordó que no había tenido otra opción. “Bueno, pues p’adelante, ¡rediós!” 

 

El primer desvío llegó pronto. Una carreterita sin asfaltar muy secundaria que ascendía entre espesos bosques de abetos. Hacía un buen rato que no se veía el helicóptero. 

-Estamos quedándonos sin gasolina. Tendremos que detenernos en el primer surtidor que encontremos, comentó Carmelo alarmado. 

-Pues vamos bien. No hay señal de pueblo alguno por estos andurriales, dijo el brigada.

 

Detrás, María estaba a punto de marearse. 

-Podría conducir un poco más despacio, este Carmelo. Nos van a cazar en cualquier caso. 

-Desgraciadamente así puede ser, María, dijo Kolstov. Esto se acaba. 

 

Siguieron adelante, sí, como quería Carmelo. Iban en aquel vehículo lúgubre como hombres investidos de un propósito cuyo origen les precedía, una misión que ya no podían cumplir, o tal vez sí con la ayuda de todos los milagros, pero era una misión que les había sobrepasado, porque surgía de algo ancestral, imperativo y remoto como el espíritu de supervivencia y el espectro de la inmolación: el alma del brigada Martorell había llenado la ambulancia. 

Y aunque todos eran distintos entre sí, formaban un alma comunitaria y diferente que no existía antes y que estaba hecha de los jirones de todos sus quebrantos; un alma enferma y llena de vacíos que sólo esperaban ser colmados por una misericordia infinita que debería existir en alguna parte. Y así, mientras avanzaban hacia regiones apenas conjeturables, hacia un futuro en blanco como en los mapas antiguos las tierras ígnotas, vieron aparecer un lago, el de Nantua, acaso un aviso de bendición. Y siguiendo la carretera, por fin, un surtidor de gasolina y una casa y un hombre que sale y les atiende. Y Carmelo que reclama tabaco. 

-Y sí, monsieur. ¿Gitanes? Lo que sea, garçon.  

-Llénelo, si’l vous plait, dijo Martorell preocupado por la desaparición del helicóptero. 

 

Comieron algo, se lavaron, evacuaron, fumaron. Un poco más allá del jardincito de la casa, al borde del lago, el brigada vio una barca. Los reunió a todos, incluso a Kolstov, al que habían separado de su bombona. Le preguntó a Fran si podía conducir. Y el chico le dijo que sí, que con un ojo veía bien y que, de todas formas, si se estrellaban a él qué más le daba. El brigada le contestó que tenía un plan para ponerles las cosas jodidas a los rusos, no para facilitarles el trabajo. Entonces cargaron las acciones en una bolsa blanca enorme, una especie de mochila que trasladaron a la barca. Explicó a María y a Carmelo que remasen por el lago, hacia el este; que encontrarían un afluente del Ródano; y que una vez allí, llegando al Ródano, estarían prácticamente en la frontera suiza, muy cerca del lago Leman, a un paso de Ginebra.

-Es una locura, brigada, dijo Kolstov.

 

-Es una posibilidad. No hay otra. Martorell ni siquiera miró al ruso. 

Y dirigiéndose a María le dijo: 

-Cuídame a este buen mozo. Si os véis en peligro, acciones al agua y a correr. Nosotros despistaremos a la banda de Kolstov.

 

El brigada se alejó hacia la ambulancia porque no se quería delatar, resopló y les dijo que abreviasen con las despedidas. Pero María no le hizo caso y le dio un beso a Fran y le miró con tanta dulzura que el ojo del chico se humedeció y el propio chico no pudo decir nada y se fue con el brigada después de abrazar a Carmelo. Luego María le dio la mano a Kolstov y le dijo que no se traicionase más y que sólo la muerte no tiene remedio porque es el peor fracaso de la vida. Es posible que el ruso contestase que si Dios no quería condenar a nadie, la muerte era el camino de la salvación. Pero María no lo oyó bien porque ya se alejaban remando. Sí que oyó a Carmelo a su lado, poniéndose en pie en la barca y poniéndola en peligro de naufragio y gritándole al brigada:

-¡Brigada, deles por ahí bien daos! 

 

Y entonces Carmelo se cayó a causa de un vaivén de la barca y María le dijo por enésima vez que estuviese quieto y que remase, que llegaban tarde. 

-¿A dónde? 

-Al infierno, Carmelo.

 

Martorell amarró a Kolstov a la bombona. Y éste le dijo que no pensaba escaparse, que tenía que haberse ido en la barca.

 

-Tú y el dinero Kolstov. Olvídalo. Eres un rehén. Además, eres demasiado astuto. Los que nos siguen, ¿son tus enemigos o todavía no lo son? 

-Delira, Martorell. ¿Cree usted sinceramente que vamos a llegar a alguna parte? 

-A Ginebra. 

-Delira, sentenció Kolstov cuando el brigada cerró el portón trasero.

 

Martorell decidió que iban a regresar a la N84 y de allí a la autopista. Era un plan suicida pero se llevaba a los rusos en dirección opuesta a la que seguían Carmelo y María. Es lo último que estos desgraciados pueden imaginar, que demos la vuelta y les entremos de cara en vez de huir. 

-Es un plan imposible, brigada, dijo Fran. Pero no tenemos nada que perder. -Claro, chico, nada que perder. 

                                                  * * * * * * 

Los rusos ya los han localizado, Claude. En la montaña, aquí, aclaró Jim, mostrando a Claude Harris un mapa de la zona. Sprinkoth va hacia allí por este otro lado.

-Ok. En marcha con todo el equipo, Jim. Despierta al señor Asensio, ordenó Harris. No puedo creer que termine todo esto haciendo yo el indio por las montañas de este país tan asquerosamente limpio.

                                                  * * * * * * 

La ambulancia descendía por la carretera rápidamente. Parecía como si Martorell tuviese prisa por encontrarse con sus perseguidores. La tensión estaba llegando a límites poco soportables y necesitaba entrar en acción. El brigada pensaba que sus enemigos se escondían como ratas y les conminaba a salir entre improperios, pero la escena sucedía sólo en su mente, febril y atormentada, y lo que le rodeaba era el silencio apenas violado por el ruido del motor. Peñascos, abetos, cielo azul; hacia el oeste pequeños bancos de nubes descansaban indolentes sobre las montañas. Adelantaron a un viejo 2CV, una tartana metálica llena de melenudos llenos de collares y de signos de la paz, un sarcasmo inconsciente. Otra tribu, pensó el brigada. Y siguieron como un ave migratoria, perdida del resto de la bandada, hacia el lugar donde el sol se pone, hacia el ocaso. Fue entonces cuando, a la salida de una curva, vieron a lo lejos un BMW gris, y un Mercedes negro que le seguía como una sombra. Y vieron cómo los dos coches paraban y quedaban cruzados en la carretera y sus ocupantes se protegían detrás de ellos y sacaban las armas. 

-Ahí están, brigada… ¿Qué hace? 

 

Martorell precipitó la ambulancia por una ladera verde. El vehículo corcoveaba como un caballo entre las rocas, algunas las saltaba y otras rompían la chapa y arrancaban pedazos de carrocería como los cuchillos y las bayonetas arrancan la piel y la carne. Y al llegar abajo volcaron definitivamente y una roca enorme los detuvo y les impidió caer en una torrentera furiosa y cristalina.

 

Los soviéticos habían dejado sus parapetos y corrían para ver qué había sido de aquellos obstinados. Rodearon los restos de la ambulancia con mucha precaución pero no hallaron nada, ni dentro ni fuera de aquel féretro blanco con sus cruces rojas rendidas, tan llenas de cicatrices oxidadas y de polvo. 

Y siguieron husmeando en vano hasta que un par de disparos les obligaron a cubrirse. El brigada y Fran habían salido ilesos del choque. Kolstov también aunque cojeaba ostensiblemente y tenía los tobillos ensangrentados porque la bombona se desprendió y dio vueltas y giros y golpes como un toro salvaje en un toril y destrozó la camilla; y de un último tirón se rompieron todas las ligaduras del ruso, incluso aquellas del espíritu de Mammon, y la bombona rodó por el suelo y dio contra el portón y salió despedida a modo de torpedo inerme. Los tres se lanzaron montaña arriba, por un senderillo plagado de grises roquedos. Fran iba en cabeza, apuntando a Kolstov, a su lado. Martorell, rezagado a propósito, cubría la retirada y era el que había disparado sobre los soviéticos. El cielo seguía azul pero las nubes del oeste habían crecido como columnas de templos graves de otros tiempos, ahora en ruinas por la barbarie de los pueblos venidos de la estepa. 

-Ahí llegan, dijo Martorell y disparó de nuevo. 

 

Los rusos se protegieron tras las rocas y Martorell alcanzó a sus dos compañeros. Desde el sendero se veía el riachuelo, abajo, encajonado entre peñascos. Más allá, un bosque de abetos y un aserradero antiguo. Descolgándose por las rocas alcanzaron el impetuoso torrente.

-No podemos cruzar, brigada. 

-Sigamos, sigamos, no te pares. Habrá algún paso. 

 

Y, echando un vistazo al lugar de donde venían, comentó con cierto alivio: 

-De momento, los rusos no nos siguen.

 

El brigada tenía razón. No mucho más allá, un pequeño puente de tablas les permitió cruzar la rápida corriente. Una vereda apenas esbozada entre las rocas les llevó al viejo aserradero. Se acercaron a él con grandes precauciones. Troncos apilados por doquier les daban la bienvenida, los porticones de las ventanas estaban abiertos; las puertas, también. No había nadie. Entraron y Martorell ató a Kolstov a una columna de madera.

-Usted no pierde las buenas costumbres, ¿eh?

 

Martorell no dijo nada. Se acercó a una ventana y miró hacia los riscos del horizonte lejano, hacia el arroyo salvaje, hacia el puente. Todas estas cosas temblaban en el aire cada vez más cálido a medida que se acercaba el mediodía, y dejaban en la retina una extraña mácula a modo de imagen continua y perturbaban ese mismo aire caliente y eléctrico. Le extrañó que sus perseguidores no apareciesen; estarán tratando de encontrar las acciones, se dijo. Volvió junto a Kolstov y buscó con sus ojos los ojos del ruso. Los encontró. Pero no se dijeron nada. Fran se acercó, se apoyó en la pared y miró al suelo. Sólo podían escuchar su propia respiración. 

 


 

La montaña - Parte 1