miércoles. 26.06.2024

Martorell miró por una de las ventanas otra vez. Miró como el preso desde la celda mira con envidia el espejismo de la libertad exterior. Vio todo aquel conjunto de rocas, abetos y cielos y sintió una extraña y apacible sensación de familiaridad. Las estribaciones del Maestrazgo le volvieron a la mente y volvió también la bruma amable de la infancia. Pero se dio cuenta de que en aquel territorio, a aquella hora próxima al mediodía, la claridad insoportable del paisaje contradecía su familiaridad, pues la mirada deduce el todo en base a un rasgo o una parte y aquí todo era igual de luminoso y todo atezado por igual de sombra, de la amenaza silente de las sombras, y entonces hombre, roca y árbol terminan por asumir parentescos insospechados. Pero no veía a los rusos y no supo si no los veía porque todo estaba cegado por el sol blanco o porque verdaderamente no estaban allí.

-Vamos, dijo.

 

Salieron como búhos que hubieran estado agazapados bajo las ramas negras de los abetos y observaron el mundo que se tostaba a su alrededor. En el horizonte serrado seguían las columnas lejanas de nubes blancas, columnas truncadas, pero seres vivos no había ninguno. Tan sólo rumores de luz. Siguieron el camino pedregoso que llevaba al puente de tablas, piedras grises y blancas como huesos secos, que eran el recuerdo profético de una batalla remota, huesos calcinados y rodeados de la hierba que procuraban pisar para no dejarse los zapatos en el camino. El brigada abría el paso y detrás de él Kolstov encañonado por Fran. Martorell y Kolstov cargaban unas latas grandes de gasolina que habían encontrado en el aserradero. Encenderían un fuego purificador y ya no habría retorno posible, porque quemar los puentes equivale a quemar las naves. Y luego volverían a la casa y esperarían el ataque de los lobos, esa especie que mata selectivamente, como sólo el ser humano sabe hacerlo. Mientras contemplaba la hoguera, Martorell pensó que el mundo nace y florece y muere pero en los asuntos de los hombres no hay mengua: su mediodía, el cúlmen de sus logros, es al mismo tiempo su declive; y la tarde y la noche que les acechan ya como la muerte. 

-Hasta aquí hemos llegado, dijo. 


El puente crujía como una antorcha y una densa humareda se elevaba al cielo llevándose todas sus oraciones. El brigada dio la vuelta y pretendía encaminarse hacia el aserradero. Entonces todo sucedió muy rápido. Ruidos de motor, gritos y figuras como espectros apenas intuidos a través de las llamas. Algún disparo. Kolstov que se tira al arroyo salvaje y aúlla en ruso y trata de vencer la corriente. Fran le tirotea sin darle. El ruso reconoce a Boris al otro lado y le grita y agita los brazos. Pero Boris sonríe y en vez de apuntar a Fran descarga una ráfaga espeluznante sobre la incredulidad hecha ser humano, sobre Igor Ivanovich Kolstov. Caído en el lecho guijarroso del torrente, arrastrándose ansioso, encadenando estertores, trata de ganar la orilla que nunca debió abandonar. Y no puede ver cómo un disparo del brigada que iba dirigido a él alcanza a Fran en el hombro. Gatea arrastrando su inmensa humanidad fuera del agua, gatea mecánicamente mientras las balas silban sobre su cabeza blanca. Alza la vista y ve al brigada disparando con una frialdad sobrecogedora, rodilla en tierra, protegiendo con su cuerpo el de Fran; dispara a la vez con la pistola y el revólver: dos silbidos altos. Ahora un zumbido múltiple que hace un ruido metálico obliga a Kolstov a hundir la cabeza en el fango de la orilla y repta con un ímpetu diabólico hasta el lugar donde el brigada se ha atrincherado. Kolstov y Martorell se miran una vez más, los ojos clavados en los ojos, las gargantas secas y el sol resecando las nucas: qué odioso este sol de mediodía, tan claro, tan luminoso. La indiferencia del sol convierte la tragedia en una cosa tonta y vulgar, sin sentido. Al brigada Martorell le hormiguea la sangre en las piernas y le palpita el corazón bajo la camisa con una angustia de asfixia. Cree ver un escarabajo sobre el pecho de su viejo enemigo, un escarabajo tembloroso que rueda hasta caer en el vientre de Fran cuando Igor Kolstov se agacha para asirlo por las piernas y trasladar al muchacho herido al aserradero. El guardia civil dispara sobre los rusos, enfunda las armas y agarra al chico por las axilas. En el gesto casi simultáneo, las cabezas de los dos viejos se han rozado. El paisaje, iluminado a ráfagas por el incendio del puente, pertenece a un planeta que no es el nuestro. La soledad grita al sol en mil destellos sin eco: «Tú irás por Occidente; yo, por Oriente, y al final nos encontraremos en un lugar de desventura». Las cabezas se separan y, sin un rumor de brisa, sin un pájaro, en el silencio que ahonda la mañana hasta la lividez, puede decirse que una lucha de cuarenta años ha tocado a su fin. No hay cornetines de epopeya con dejo triste. No hay melancolía.

 

Fran siente en la espalda la piel contraída, reseca y tirante y un dolor sordo arriba, hacia el hombro. Con una mano tantea y toca una gran costra de barro duro adherida al jersey y a la piel. En el hombro, por delante, la cazadora está empapada en sangre. Esa costra debe de ser también sangre y tierra mezcladas. Va a quitársela; pero instintivamente la deja por el miedo a agravar el daño, cuyas circunstancias ignora. Tose y siente la tráquea en carne viva, como si hubiera bebido un ácido. Pero no escupe sangre. Menos mal. La herida del hombro no le ha alcanzado los pulmones. 

 

Estaban llegando al aserradero cuando un perro blanquinoso, surgido de la nada, se ha detenido repentinamente a unos diez pasos y clavado en el suelo vuelve la cabeza con los ojos inyectados. Flaco, el pelo arremolinado y húmedo de sangre, la silueta se desdibuja en espeluznos. Fran lee en sus ojos una airada desesperación y recuerda las apariciones del diablo que le contaban de niño y su sorpresa se convierte en curiosidad. El perro avanza, no de frente, sino en diagonal y muy despacio. Suenan unos disparos y los tres se precipitan en el interior del aserradero en un barullo que hubiera sido cómico si no tuviesen los tres, como un alma única, la sensación de entrar en un pozo sombrío lleno de húmedas tinieblas.

-Boris quería matarme, dice Igor Kolstov, cerrando la puerta y apuntalándola con un último esfuerzo. 

 

Tumbado en tierra, Kolstov contempla frente a sí una proyección de sí mismo: el viejo guardia civil yace rendido, agotado, miserable, con la cara congestionada. Las dos armas sobre las rodillas aumentan su traza grotesca, en la que no queda el menor resquicio para la compasión; tal es, para el brigada Martorell, la falta de armonía de este dolor, de esta miseria. Se ve a sí mismo con sorpresa y desdén, fuera incluso de la conciencia física de su vida. Se ve a sí mismo, una y mil veces, apretando el gatillo tembloroso y ve a Fran caer, doblado sobre el estómago, la mano en el hombro agujereado. Se ve a sí mismo, al fin, tirado en tierra, mordiendo el polvo; no de la manera en que tantos, a lo largo de su vida, se lo habían gritado a la cara, no. Es la execrable constatación de su inutilidad. Es el final de un camino marcado a fuego por su incompetencia. Es la bienvenida al abismo.

-La tierra es el polvo de los que murieron y así vivimos sobre la paz de los muertos. Y morimos. 

-No diga eso, brigada. Siempre nos quedará un gesto. 

 

Nadie dijo nada. En realidad, es posible que nadie hubiera dicho nada y que esas frases sólo fuesen el producto febril de sus mentes. O a lo mejor era el perro de los ojos inyectados, flaco como un anacoreta, que les miraba desde detrás de un madero.  

                                                * * * * * * *

En un bosque cercano, al pie de la ladera rocosa que encerraba por el sur, a modo de muralla, la vaguada verde donde se alzaba el aserradero, Claude Harris disponía a sus hombres.

-Hemos llegado casi al mismo tiempo que los rusos. Sprinkoth ha hecho un buen trabajo, ¿dónde está ahora? 

-Habrá ido a aparcar el helicóptero, Claude, contestó Jim. 

-Lo hace muy bien este muchacho, muy bien. 

-Pero, mira, Claude, ahí están los rusos otra vez.

-Parece que se les ha acabado la paciencia. 

-Sí. A mí también. Prepárate. 

 

Y Claude Harris extrajo un puro del bolsillo de la sahariana y empezó a masticarlo con estudiada lentitud. Aquel sol le recordaba al de Vietnam. 

-No es una casualidad, dijo.

-¿Qué?

-Nada, Jim. Hue. Nada, Da Nang. Juegos de palabras.

                                                 * * * * * * * 

Un disparo. Otra ventana destrozada. Fue como una señal porque el brigada Martorell, de la Guardia Civil, se puso en pie y sacudió el polvo de los pantalones y de la americana. Luego se ajustó la corbata y sacó el pañuelo sucio y ensangrentado. Lo abrió meticulosamente, secó el sudor de su frente y, ensalivándolo un poco, limpió la sangre reseca de las heridas de la cara.  

 

Es posible que hubiesen pasado ya tres de los cinco minutos que Raduyev les dio, entre insultos, para que salieran con los brazos en alto. Martorell se acercó a Fran y le miró. Le temblaban los labios y frunció el ceño. Puso su manaza sucia sobre la frente del chico. Tenía fiebre. El chico le miró a los ojos y así estuvieron durante un minuto infinito. Cuando se rompió el hechizo, el brigada montó la Star del chaval y se la puso en la mano. Se dio la vuelta porque ya no podía más y unas lágrimas amargas asomaron a sus ojos. Montó su propia automática y se acercó a una ventana. Un disparo acogió su presencia. Acercó su perfil a la pared de tablas, escupió en la palma de la mano izquierda y se peinó. Echó una fugaz ojeada al exterior y miró a Kolstov, cabizbajo en un rincón oscuro. 

-¡Voy a salir! ¡Con Kolstov! ¿Me habéis entendido?


Un sí seco y el silencio de las armas acompañaron al eco de sus palabras.

-Vamos, Kolstov. 

 

Igor Kolstov resopló realmente como una ballena, alzó su cabeza albina, achinó los ojos y se levantó pesadamente. Se acercó a Martorell. Levantó un brazo. Martorell le apuntó. 

-Usted está loco, ¿qué pretende? 


Kolstov se llevó la mano del brazo alzado a la sien. Martorell bajó el arma. Volvió a mirar por la ventana y, señalando el cielo azul y el sol radiante, dijo con la boca pastosa: 

-Salir de aquí.

 

Kolstov bajó la mirada. El entarimado sucio, los cristales rotos, el perro de los ojos inyectados, el perro anacoreta, detrás del madero. 

-No podrá hacerlo usted solo, dijo alzando la vista. Deme un arma. Lleva usted dos, deme su revólver.

 

Martorell le miró, pero no le vio. Vio la sombra del profeta Ezequiel que cubría el aserradero y reconoció la voz atronadora del cura de su pueblo, aquella voz que le daba tanto miedo, aquella voz que lanzaba sobre los fieles y sobre las monjas las palabras del oráculo del Señor: «Si el justo se desvía de su justicia y comete injusticia, por ella morirá. Y si el injusto se convierte de su injusticia y practica la justicia y el derecho, por ello vivirá… Yo os juzgaré a cada uno según su conducta, oh casa de Israel». Le pareció oír los cánticos antiguos pero los demonios no callaron de rabia: aullaron.

-Si no sale ahora, nos van a abrasar, brigada.  

-¿Eso es lo que dicen? 

-Eso es lo que dicen con una dedicatoria especial para mí. 

 

Martorell volvió a mirar a Kolstov. No se creía al profeta. No tenía tanta fe. Nunca la había tenido.

-¿No se fía de mí? Vamos, no pierde nada. Apenas un minuto: o lo mato yo aquí mismo o lo harán ellos. Deme su revólver, Martorell. 

 

El brigada, sin dejar de mirar al ruso a los ojos, sudando copiosamente, se llevó la mano a la cintura, asió el Smith&Wesson por el cañón y, muy despacio, se lo entregó a Kolstov. Éste le apuntó con una rapidez endiablada. 

-¿Asustado, brigada? 

-No. Tengo sed. 

-Confíe en mí de una vez, brigada. Los Judas, esta vez, están fuera. 

-¿Por qué debo confiar en ti, Kolstov? 

-Porque para usted y para mí, ya no queda otra puerta abierta. ¿O prefiere una abyección final? Son sus palabras, Francisco. 

 

Francisco. Su nombre en labios del ruso sonó a cornetín de epopeya y a melancolía, ahora sí. Otra vez la infancia, las viejas y las monjas y los ecos de los últimos carlistas pudriéndose en cárceles de castillos, amparados por el fantasma de Cabrera, el general. Su padre, tan bravo como borracho, volvía para llamarle por su nombre. Un nombre que le sonó a nuevo. ¿Cuánto tiempo hacía que no era Francisco para nadie, ni siquiera para su mujer? Trató de sonreír. Cuando era joven le habían llamado Francisco muchas veces; una forma inocua de recordarle su ingenuidad de principiante.

 

Francisco Martorell, con los zapatos sucios de polvo; sudoroso, con la barba de tres días; el traje oscuro manchado, arrugado a pesar de sus esfuerzos por alisarlo para dejar un cadáver elegante, tan gastado como su corazón; Francisco, el ingenuo, se llevó la pistola a la cabeza. Entonces, se rascó con el cañón. Se colocó bien algunas canas rebeldes detrás de la oreja. Apuntó hacia la puerta. Y se sintió, por primera vez en su vida, libre.

-Vamos, chico, le dijo a Kolstov. 

 

Claude Harris vio salir del aserradero a dos individuos altos, viejos como él. Permanecieron parados en el umbral de la puerta. Se miraron. Y avanzaron despacio hacia los rusos. Era mediodía y no había sombras en ningún sitio. 

De súbito, Claude Harris reconoció el andar chulesco de uno de ellos.

-¡Es Kolstov, maldita sea! ¿Qué diablos hace ahí? ¡Kolstov, detente, estás loco! ¡Kolstov, Kolstov! ¿Qué haces?

 

Kolstov y el brigada habían empezado a disparar mientras caminaban, lentamente, en dirección a los rusos. Un disparo. Otro. Un paso. Otro. En los ojos de ambos no se veía nada, sólo brillaban las gotas de sudor alrededor de sus frentes, como una corona. Un disparo. Otro. Un paso. Otro.

 

Y de repente, el brigada empezó a cojear. Kolstov se arrodilló a su lado. Seguían disparando. Kolstov se retorcía en el suelo. El brigada seguía andando. Le dieron otra vez. Se detuvo. Apuntó. ¡Clic! Se acabaron las balas. Empezó a caminar de nuevo. Muy lentamente. Apuntó. ¡Clic, clic! Volvieron a darle. Siguió andando. ¡Clic, clic, clic! Giró sobre sí mismo. Elevó la cara al sol y una luz abrasadora derritió una última armadura. No vio nada. Y cayó al suelo. 


 

A mediodía