sábado. 29.06.2024

-Parece que este cacharro no se ha estropeado con el agua, ¿no? 

-No, brigada. Es duro este coche… Bonitos campos de cebada, ¿no le parece? 

-Sí, chico. Y bonita tormenta se nos viene encima.  

-Llueve sobre mojado. 

-Sí.

 

Un viento terrible empujaba las nubes negras, inmensas, hacia el oeste. Se iba haciendo de noche desde que el tipo del tractor Massey Ferguson los sacó del río a trancas y barrancas. Se iba haciendo de noche esa mañana y se iba haciendo de noche en su espíritu. Martorell sentía el dolor del campo de cebada agitado por el viento, un mar seco y amarillo que rodeaba la carretera y los arrinconaba contra el Ródano. 

 

-Hay relámpagos, brigada. 

-¿Te dan miedo, hijo?

 

Y de pronto el rumor del infierno. En el negro del cielo, los fantasmas ya no ven cómo se desliza el otoño, sino el intenso rojo del fuego, el humo, la desolación. Y ese viento sin piedad que azota y atiza, que convierte el incendio en bandera que extiende el trapo de la muerte por un Herault maltratado. Y choca ahora contra las espigas como piedras de fuego. Arde la pradera. 

 

-¡Dios, el campo está ardiendo! 

-¿Un rayo? 

-O los rusos, chico. Acelera.

 

Envuelta en un humo espeso, la ambulancia se lanza por la carretera a una velocidad de vértigo. El fuego avanza imparable por su izquierda y el río les impide, por la derecha, cualquier huida.

  

-Es diabólico, brigada. Hay fuego allí delante. Eso no lo hace el viento. 

-Me temo que nos quieren abrasar vivos.

 

El aire se hace irrespirable y ya no se ve nada. Fran y Martorell se llevan sendos pañuelos a la boca. El espacio entre las llamas y el río es cada vez más estrecho. Los vehículos que circulan por la zona se han detenido y sus ocupantes bajan el leve barranco hacia el río y lo cruzan a nado. Doscientos metros por delante de la ambulancia un camión cisterna estalla. La explosión hace añicos el parabrisas y el vidrio, convertido en metralla, cubre de sangre al guardia civil y a su ayudante.

 

-¡No veo, brigada!

 

Un trozo de cristal rojo ocupa el vacío que ha dejado el ojo izquierdo de Fran, desintegrado por la explosión. El brigada agarra el volante y dirige la ambulancia hacia un desprendimiento que anega el río.

 

-El puente se ha ido a tomar viento con el bombazo. ¡Vamos! No hay otro paso.

  

Entre restos de asfalto y de piedra, acelerando agónicamente, Martorell

consigue que la ambulancia cruce el río, pero no puede impedir el bloqueo de las ruedas por el barro al ascender por la otra orilla. Al limpiarse el sudor con el pañuelo sanguinoso, inservible, se clava aún más un cristal en el pómulo. Sangra como un cerdo. Fran se ha desmayado. Las llamas llegan al río. Y gritos inútiles llegan a sus oídos.

 

-Me las pagaréis, hijos de puta, gime el brigada impotente.

 

Martorell se apea. Abre el portón trasero y ordena a Carmelo, a María y a Kolstov que empujen. Carmelo coloca unos restos de troncos bajo las ruedas. La ambulancia sale del fangal. 

 

-Cura al chico, María. ¿Te queda alcohol? 

-Sí.

 

El brigada toma la botella de alcohol de 96º y bebe. Se sienta sobre el barro y empieza a quitarse trozos de vidrio como quien se despioja. Escupe restos de alcohol, de mucosidad, de barro, de saliva. Se pone en pie, se ajusta el revólver a la cintura y avisa a Carmelo de que le toca conducir aquellos restos heridos del vehículo sanitario. La ambulancia, ahora sí, semeja una diligencia atacada por los indios de las lejanas praderas. 

 

-No tiene ojo, dice María mirando al infinito. 

-Tápale el agujero. ¿Se ha despertado? 

 

Kolstov no entendía el cambio de planes de su gente. Habían provocado el incendio. Pero si seguían así iban a provocar también un incidente diplomático. Habrá sido cosa de Boris. Por otro parte, no era la mejor forma de ayudarme. Tal vez sospechen algo. Tal vez no quieran ayudarme. Tal vez Víctor… El ojo lleno de gasas de Fran le sacó de su laberinto. Gasas rojas sobre un fondo rojo de carne y blanco nacarado. La hemorragia no remitía. 

 

-Cuatro o cinco horas más, tranquilo Fran, decía María, de esto no se muere nadie. El chico sólo gemía. 

-Se puede gangrenar eso, dijo Kolstov. 

-Ya lo sé, respondió la enfermera. Lo desinfectaré. En cuanto lleguemos a Ginebra le darán unos puntos de sutura. Y se acabó. 

-Un ojo cerrado para siempre. 

-Sí, señor Kolstov. A mí, alguna vez, me hubiera gustado arrancármelos para no ver tanta oscuridad.  

-No es un consuelo para el joven guardia. ¿Por qué es usted tan fría? 

-¿Por qué es usted tan cínico? 

-Ese ruido. Ese ruido, escuche. 

-¿Qué es?, preguntó María sorprendida. 

 

Un vibrante triquitraque rompe la monotonía plomiza de las nubes y el torbellino metálico anticipa la tempestad que aún no ha llegado. Se agitan las ramas y las hojas vuelan y bailan a ráfagas rítmicas una danza de muerte. 

Un helicóptero les pasa por encima volando a baja altura.

  

-¿Qué es eso, brigada? 

-Un helicóptero, Carmelo. ¿Es el primero que ves? 

-No. Pero, parece que va a aterrizar allí delante. 

El helicóptero se posó en la carretera. Dos individuos armados estaban echando pie a tierra cuando Carmelo frenó bruscamente.

  

-¡Los rusos!, gritó Martorell. 

Empezaron a sonar disparos. 

-¡Carmelo a la derecha, acelera, por Dios! ¡Y agáchate que te van a dar!

 

La ambulancia subió por el arcén, embistió una señal de tráfico, una cerca de troncos y alambre de espino y, mientras el brigada disparaba sobre los soviéticos apoyado en la espalda de Carmelo, este pudo conducir el maltrecho vehículo -sorteando el helicóptero- hacia la carretera de nuevo. Estaban a salvo, una vez más. Los soviéticos hicieron algunos disparos sin fe, una agónica traca final, mientras observaban impotentes cómo la ambulancia se alejaba renqueante. Habían superado otro obstáculo, pero el flanco izquierdo de la ambulancia y el portón trasero parecían un colador. Carmelo tenía un balazo en el hombro.

 

-¿Duele? 

-No mucho, brigada. Ya pararemos más adelante. No me gustaría que nos volviesen a coger esos fulanos. 

-¿Miedo? 

-Hombre, ¿usted qué cree?  

 

Avanzaron por aquella carretera sin más incidentes. Luego pararon y trataron de camuflarse bajo unos pinos. María atendió a Carmelo. Le extrajo la bala del hombro rollizo y peludo y cauterizó la herida. Carmelo se puso pálido pero no se quejó. Fran, en la camilla, perdía menos sangre y al brigada le pareció que miraba a su alrededor con desesperación, como para cerciorarse de que veía. 

Y era cierto que veía con un ojo, milagrosamente intacto. El chaval suspiraba. Llamó a su jefe con un ay.

 

-No, chico. No creo que puedas seguir en el servicio activo. Pero el coronel… 

 

Fran miró al veterano brigada con un ojo huérfano lleno de lágrimas. Una ternura indescriptible se apoderó del viejo. Frunció el ceño, tosió y supo que se llevaría a la tumba aquella mirada, cosida en el lado luminoso del alma. En el único posible, porque las miradas nunca salen en las sombras.  

 

Tres horas después, cuando entraron en Givors, llovía de nuevo. No había nadie por la calle. Carmelo aparcó la ambulancia y el brigada se apeó cerca de un bar para preguntar. Carmelo le acompañó.

 

-¿Cómo va ese hombro? 

-Bien, bien. Esta chica es arisca pero buena.

 

El del bar era un tipo amable que no se sorprendió por el aspecto perdulario de los dos extranjeros.

 

-Este fulano se parece al Antiguo, brigada. ¿Serán primos? 

-¿Quién es El Antiguo ése? 

-Uno que hace cócteles en Barcelona. ¿Nos pedimos algo? 

-Estamos de servicio, Carmelo. Martorell se dirigió al francés, que estaba secando vasos. 

-¿La estación del ferrocarril? Queda al otro extremo de la ciudad, pero es fácil llegar, tan sólo han de seguir esta misma calle hasta el final. Les obligarán a torcer a la derecha y allí verán indicaciones. ¿Puente para cruzar el río? Sólo hay uno y lo han dejado atrás. 

 

Volvían a la ambulancia cuando, de una bocacalle próxima, surgió un automóvil como una exhalación. 

 

-¡Cuidado!, gritó Carmelo, empujando al brigada violentamente sobre la acera. 

-¿Qué?, exclamó Martorell desde el suelo.

 

Un BMW gris casi los atropella. El brigada sacó la pistola.

 

-No dispare. Ya están lejos y atraeríamos a toda la gendarmería, creo yo, modestamente, al menos. 

-Tienes razón, Carmelo. De todos modos, no ha servido de nada no entrar en Vienne. Nos han seguido hasta aquí. Hemos perdido un tiempo precioso.   

-¿Qué hacemos ahora, brigada? Si éstos nos tienen localizados, sus compinches,  a estas alturas, estarán cerca. Imposible despistarlos a todos, por mucha carretera o camino de carro que cojamos. Y por la autopista, es imposible. 

-Pues iremos en tren. 

-¿Cómo en tren? 

El último tren de Saint Étienne 

 

-Me está empezando a gustar este guardia civil, Jim, comentó Claude Harris. -Así que ha montado su ambulancia en un tren en Givors, de la línea Saint Étienne-Ginebra, y ¿ha despistado a los soviéticos? 

-Efectivamente, Claude. Pero no sé si los habrá despistado por mucho tiempo. Acaban de informar nuestros chicos que los rusos están preparando una emboscada en la estación de Lyon. Han reunido a toda su gente en el consulado soviético. Creo que su plan no es liquidarlos, sino secuestrarlos y robar las acciones. Además, tienen un rehén. 

-¿Un rehén? 

-Sí. Un pobre tipo que pasaba por allí. 

-¿Que pasaba por allí? 

-Bueno, parece ser que cerca de Montpellier la ambulancia se topó con unos accidentados. Los llevaron al hospital y el guardia civil aprovechó a los que estaban sanos para liar a los rusos. Ganó unas horas. Pero no le salió bien. Secuestraron a uno. Imagino que éste, si llegaba a Barcelona, hubiera intentado ganar tiempo yendo a ver al presidente de Motorico. 

-¿El tipo que no nos quiere vender la maldita compañía? 

-Ése. Él y su Gobierno prefieren a los japoneses. 

-Como en el Pacífico, ¡ja, ja, ja! Franco también ayudó a los “japs”, bramó Harris, expulsando una bocanada de aire hacia el tablier del coche. 

-Más o menos, Claude.  

-No quisiera estar en la piel de ese individuo, Jim. Sin embargo, ¿para qué quiere Kolstov un rehén? Es extraño. En cualquier caso, si ese rehén aún sigue en buen estado nos será útil. Imagino que lo habrán llevado al consulado en Lyon. ¿Por qué no quieren cargarse a los de la ambulancia? ¿No será por problemas de conciencia?, preguntó Harris volviéndose hacia la ventanilla. 

-Supongo que si tienen dificultades acabarán cargándoselos. Ya lo sabes, si tropiezan con un accidente casual y limpio lo harán. Naturalmente, nunca en su consulado.  

-¿Dónde está ese consulado? 

-A las afueras. Es un chateau rodeado de un parque bastante grande. 

-Bien, Jim. Que los muchachos se concentren en el hotel que hay detrás de nuestro consulado y que nos esperen. Esta noche habrá baile: vamos a quedarnos nosotros con el rehén, vamos a impedir que los rusos tiendan su emboscada en la estación. Estos españoles de la ambulancia deben llegar a Ginebra. Una vez allí, depositarán las acciones en nuestro banco, no en el suyo. Y asunto arreglado. Me gustará ver de nuevo a Kolstov. ¿Falta mucho para llegar, Jim?  

-Una hora escasa, Claude. 

Claude Harris masticaba un habano desde que salieron de París. No podía fumar porque a Jim le molestaba y porque no podía bajar la ventanilla para que saliese el humo. Si hubiese podido bajar la ventanilla, se hubiese fumado el puro tranquilamente y Jim se hubiese tenido que joder. Hay que endurecer a estos chicos, se dijo. Pero con la lluvia que caía lo de bajar las ventanillas era una idiotez. ¡Maldita lluvia! 


 

El río - Parte 2