lunes. 28.04.2025

A Juan Asensio le habían tratado bien. El secuestro fue incruento y muy fácil. No sabía qué podía esperar el brigada Martorell de un tipo como él jugando a los espías. Dejó la autopista, se metió en una carretera regional y, cuando lo vio mal de verdad, se bajó del taxi. Una buena señora, esposa de un granjero, que llevaba a un caballero de Figueras a Figueras, se ofreció para llevarle a él también. Pensó que no estaba mal su plan. Pero les cazaron, dejaron ir a la señora y al otro, y a él le metieron en un coche y le hicieron preguntas con mucha educación. Contestó a más preguntas de las que le formulaban, porque empezó a hablar y no paró. Un ruso apuntaba en una libreta y el que conducía, al mismo tiempo, hablaba por radio. Le sorprendió que los dos rusos hablasen español y francés perfectamente y también le sorprendió que no mostrasen ninguna emoción. Nada. Ni un rictus de indiferencia. Eso le dio miedo. Y el miedo le dio diarrea. Pararon en una estación de servicio pero no le dejaron bajar. Poco después sí que pudo evacuar porque habían pinchado, cosa rara, en la misma gasolinera. Naturalmente, se alivió con un ruso vigilándole. Peor para el ruso, porque el miedo huele muy mal. El miedo huele, además, a hospital, a medicinas, a la consulta del oncólogo y a la colonia de su difunta mujer. 

Juan Asensio había pasado todo el miedo y toda la angustia del mundo en los siete años que duró la agonía de Montse. Un miedo y una angustia que le hicieron descubrir que la existencia son momentos que deben exprimirse uno detrás de otro, sin precipitación y sin preocupación por el futuro: exprimirse, sí, extrayendo toda la vida que cabe en un espacio de tiempo limitado que jamás volverá. También descubrió los ansiolíticos, los psiquiatras y la depresión. 

Es decir, se descubrió como un caracol sin concha, como un langostino sin piel, expuesto a un sol abrasador, el cual, estaba convencido, era Dios. Dios que le despojaba de la armadura de gilipollas que había llevado durante treinta años; 

la armadura del directivo audaz, impulsivo, de éxito arrollador. Ahora ya no estaba tan convencido de lo de Dios -¿dónde estaba su mujer?, ¿eh?, ¿dónde está Montse?- y había desarrollado otra armadura, la indiferencia. Casi todo le daba igual. No le dio igual que el ruso le metiera prisas y que, prácticamente, no le dejara ni limpiarse. Y volvió a tener retortijones. 

Después cambió de coche y de acompañantes, le llevaron a Lyon y lo encerraron en una especie de castillo muy lujoso rodeado de jardines. 

Se dio cuenta de que uno de los tipos era alemán o sueco, porque era rubio y muy alto y tenía un apellido que no parecía ruso, Esmigol o Esmingot o algo semejante, y hablaba alemán o sueco. Le dieron algo de comer y se durmió. Estaba exhausto, pero tranquilo. Sin embargo, cuando le sacaron de uno de los comedores de aquella mansión, se le escapó un Padrenuestro. Hubiera deseado tener a mano un par de pastillas de Dapaz. Lo que sucedió a continuación fue algo muy confuso para Juan Asensio.

 

Era noche cerrada y no le habían vendado los ojos. De modo que se apercibió de que la mansión estaba situada a la orilla de un río. Estaba rodeada más que por un jardín, por un parque inmenso y tenía, incluso, embarcadero propio. 

De pronto, se oyó el ruido de un motor. Asensio observó que un helicóptero se disponía a aterrizar sobre una gran extensión de césped, cerca del embarcadero. Los rusos, cuatro o cinco, no lo podía precisar, tenían prisa. Prácticamente le llevaron en volandas hasta el helicóptero. Allí esperaban un par de tipos más. 

Reconoció al piloto: era Espringot, el alemán. Entonces ocurrió lo inesperado.

De los bosquecillos ajardinados que rodeaban la mansión surgieron otros cuatro o cinco individuos que se lanzaron sobre los soviéticos. Éstos no tuvieron tiempo siquiera de llevar sus manos a las sobaqueras, excepción hecha del ruso que le tenía sujeto por el brazo, que pudo desenfundar, pero un golpe violentísimo de porra, o de cualquier otro objeto contundente, hizo saltar la pistola por los aires y dio con el agente del KGB en el suelo. Segundos después se vio arrastrado por dos de aquellos recién llegados hacia el embarcadero, mientras los ruidos y los gritos de la pelea, a sus espaldas, se iban apagando. 

Le montaron en una lancha y arrancaron a toda velocidad río abajo.

 

-¿Qué tal amigo?

 

Aquí todo el mundo habla español, pensó Asensio. Porque esta especie de boxeador y los otros son americanos. 

 

-¿Qué tal, amigo?, repitió el boxeador exhalando una densa bocanada de un humo aromático y dulzón. Buen puro se está fumando este, se dijo Asensio. 

 

-¿Se encuentra bien, señor? 

Asensio reaccionó por fin. 

-Asensio. Juan Asensio. Y ya estoy cansado de jugar a James Bond. Ustedes parecen buena gente. ¿Me pueden explicar qué pasa aquí? 

El sonido familiar de un motor acalló a Asensio. 

-Pasa que los rusos nos siguen con su helicóptero. ¡Agáchese! 

Empezaron a sonar disparos. Desde el helicóptero los tiroteaban con algo más que pistolas. El boxeador, al que todos llamaban Claude, con una agilidad sorprendente para la edad que aparentaba, se hizo cargo de un fusil ametrallador y, tumbado sobre el fondo de la lancha, sirvió una buena ración de plomo a los rusos. El helicóptero se elevó. Pero volvió a la carga muy pronto. El tal Claude ordenó a sus hombres que se dirigiesen a la orilla. Asensio pensó que debía de estar todo previsto porque un coche estaba esperándoles. Claude, otro que se llamaba Jim y él mismo montaron en el Buick.

 

-¡Nos vemos en la estación!, gritó Claude al resto de sus hombres. 

 

El helicóptero siguió al coche hasta que entraron en Lyon. Luego desapareció.

 

-Bien, amigo, bien. Bien, amigo Asensio. ¿Quería usted saber qué coño pasa aquí, no es cierto?, Claude Harris encendió otro puro, porque es muy difícil, incluso para un tipo como él, no partir un habano a mordiscos y dejarlo inservible cuando se está disparando en posición incómoda; dio una profunda calada y prosiguió. Pues pasa que a usted lo habían secuestrado los soviéticos y ahora lo hemos secuestrado nosotros. 

-¿Es un nuevo deporte olímpico esto de secuestrarse los secuestrados unos a otros? ¿Y si me dejan en paz, para variar? 

-No se preocupe. Nosotros somos los buenos de la película. En cuanto hayamos hecho una pequeña transacción comercial con un guardia civil, que usted conoce, le dejaremos en libertad. Espero que su guardia civil sea razonable. 

-No sé qué entiende usted por «transacción comercial» y por «razonable», pero me parece que a «mi» guardia civil no le va a gustar su modo de hablar. 

 

Claude Harris se pasó la mano por la calva. Y se la volvió a pasar. Luego miró a Asensio. Levantó la parte izquierda del labio superior lo suficiente como para dar cabida al puro. Volvió a mirar a Asensio. Y, sin quitarse el veguero de la boca, con mucha calma, le hizo a Asensio un pormenorizado retrato de la situación. 

 

-De modo que resumamos para finalizar: su brigada, que llega esta noche con esa pintoresca ambulancia en el último tren de Saint Etienne, no tiene absolutamente ninguna posibilidad de terminar el viaje en Ginebra. Incluso no tiene ninguna posibilidad de acabar vivo esta desgraciada aventura, si no pacta conmigo una rendición honorable, por usar términos militares. Naturalmente usted, amigo Asensio, es una pieza clave: el brigada le aprecia, o sea que no permitirá que le pase a usted nada malo, ¿no es cierto? 

-Es usted un perfecto hijo de puta. No repara en medios. 

Asensio se cortó. ¿Acaso él reparaba en medios cuando era un brillante directivo, un exitoso langostino acorazado? Pero no había vidas de por medio. ¿No? ¿No había empleados y familias de empleados, amigo Asensio? La voz de su conciencia sonó como la de Claude Harris.

 

-No le rompo las piernas porque tiene usted cara de hombre decente, Asensio. Sepa, caballero, que yo tengo una misión que cumplir. 

 

Claude Harris ya no hablaba con el puro en la boca. Y Juan Asensio, que había dejado de tener una misión en la vida cuando murió su mujer, que había fracasado en ésta que le había encomendado el brigada -no podía ser de otro modo-, que no sólo dudaba de Dios, sino sobre todo de sí mismo, comprendió a Claude Harris. Comprendió que el mal es oscuro como la niebla y la noche. Como esta misma noche. Comprendió que el mal nos invade y nos empapa, como esta maldita lluvia. Comprendió que el brigada ya hizo de buen samaritano una vez, cuando los acercó al hospital de Montpellier, y posiblemente, se dijo, agotó su cupo de debilidades. Y, otra vez, sintió miedo.

 

-¿Qué le pasa, Asensio? Está usted pálido. 

-El brigada no es un tipo razonable, señor Harris.

 

Claude Harris lo entendió perfectamente. Él tampoco era un tipo razonable. 

Jim Schiele aparcó el Buick en un callejón oscuro cerca de la estación. 

Un pequeño farol antiguo iluminaba el exiguo círculo visible de gotas amarillas, lágrimas en la lluvia, fosforescentes, intermitentes, cientos de luciérnagas encendidas, suspendidas en el vacío. Claude Harris se ajustó el sombrero y hundió el cuello, corto y grueso, en la gabardina. El agua le apagó el puro. Lo escupió. Y comprobó que otros sombreros y otras gabardinas se acercaban al edificio de la estación. Sacó la pistola de la sobaquera y se la llevó al bolsillo derecho, el que tenía el forro agujereado. Hizo asomar el cañón de la pistola por el agujero y se adentró, precavido, en la terminal. Sonaba la megafonía: «Por la vía 6, entra en la estación el último tren procedente de Saint Etienne». 

 

 

 

 



 

El río - Parte 3