sábado. 29.06.2024

La carretera nacional N86 discurre paralela al Ródano, bordeando la orilla izquierda, al otro lado de la autopista A7. Martorell pensaba cruzar el río un poco antes de llegar a Vienne. No tenía ninguna duda de que Kolstov, aunque interesadamente, les había dicho la verdad. Lyon y Vienne eran destinos peligrosos. Vienne: aquí fue donde desterraron a Pilatos después de sus diez años en Judea. El brigada recordó una densa biografía del gobernador romano, un tipo que le caía bien por ser militar y muy mal por ser político. La evocación repentina, y tal vez no tan inconsciente como le pudiera parecer, de este actor de un drama inmenso le produjo un brutal escalofrío. 

 

-Me da mala espina, el brigada hablaba solo ahora. Recordarlo en este preciso momento me da mala espina. Donde hay un Pilatos siempre hay uno que muere sin culpa. 

 

Una tristeza premonitoria invadió a Martorell. Y se quedó en blanco.

 

-¿Por dónde íbamos?

  

El blanco de su mente se confundió con el blanco de la señal de stop. Frenó y paró. Y paró también el flujo de recuerdos, de pensamientos, de tristezas. Conviene parar de vez en cuando, se dijo. Y siguió ordenando, con un cierto sosiego, su próximo recorrido: después de Vienne se meterían en el área metropolitana de Lyon, la zona de Villeurbanne, Bron, incluso Meyzieu, suficientemente densa y cuajada de autopistas, carreteras y vías de ferrocarril, como para poder despistar a sus perseguidores con mayores garantías de éxito. Les llevaban alguna ventaja y mientras no los localizasen con precisión podrían seguir jugando al ratón y al gato. De allí a Nantua, por Pérouges y Ambérieu-en Bugey, en plena montaña; luego Saint Julien y Ginebra. Daban un amplio rodeo y se metían en los Alpes por carreteras secundarias, pero con un poco de suerte llegarían a tiempo.

  

-Y si no, muchacho, ya improvisaremos algo.

 

La frase iba dirigida a Fran, pero éste dormía rendido por el cansancio. El brigada se había puesto al volante poco después de la confesión de Kolstov y sonrió al ver a su ayudante roncando a su lado. El día había amanecido gris. 

Tan gris que el gris del asfalto y el del cielo eran el mismo gris amenazante que precede a las tormentas; la luz del sol bostezaba y perdía su amarillo natural para convertirse en el reflejo blanquecino y frío de un fluorescente recién encendido. Martorell echó una ojeada al retrovisor con un ademán maquinal y rutinario. Quería repostar en la estación de servicio de Saint Rambert-d’Albon. Inició la maniobra para entrar en la gasolinera poniendo el intermitente de la derecha. Y lo mismo hizo un BMW gris que venía detrás.

 

-Coño, ya nos han localizado. Tenía razón Kolstov. Son eficaces estos muchachos suyos del Este. 

 

Martorell detuvo la ambulancia frente a la tienda de la estación de servicio, ordenó a Fran que montase el arma y se apeó flemático. Observó que, por detrás del breve jardincillo que dividía la zona de aparcamiento, dos individuos bajaban del BMW. Uno hablaba por radio. Acto seguido el brigada entró en la tienda. Es demasiado arriesgado para ellos hacer algo aquí, pensó. Espero que se limiten a seguirme. Acercarse a la ambulancia sería un suicidio: no saben cuántos hay dentro, pero pueden jurar que el recibimiento no iba a ser afectuoso. En efecto, tras comprobar que nadie más salía de la ambulancia, decidieron seguir al brigada. Se dirigieron a la zona de las máquinas de café y refrescos, encendieron un pitillo y recorrieron con la mirada todo el establecimiento. Nada, ni rastro de su hombre. Se acercaron al cuarto de baño.  

Y, sí, una pequeña puerta entreabierta que daba a la parte trasera de la tienda.  

Y un motor en marcha. Un acelerón. Y un chirriar de ruedas. Cuando alcanzaron su BMW, la ambulancia se perdía en una nube de humo y polvo y enfilaba la carretera. 

 

-¡Deprisa, Boris! Arranca ya, acelera. 

-¡Maldición, ese ruido! Nos han pinchado las ruedas esos hijos de puta. Acabemos con las bromas. 

-Llama a Víctor, Boris, y dile que hay que impedir que ese guardia cruce el río. Tendrá que hacerlo en Vienne. Que vigilen el puente, los embarques y las agencias de alquiler de coches. El muy listo es capaz de jugárnosla una vez más. Y pregúntale cómo está el pajarito español que tenemos enjaulado: por lo menos tiene que poder andar cuando llegue el canje. 

 

-Muy bien, Fran, chico; buen trabajo, te propondré para un ascenso, dijo el brigada muy serio. 

-Prefiero un aumento de sueldo. Pero, mire: otra gasolinera. Habrá que parar porque vamos al límite. 

-Sí, no hay más remedio. Aunque les damos tiempo a esos dos. 

-Tienen trabajo los tovariches. Les he pinchado tres ruedas. 

 

El brigada aprovechó para visitar a sus compañeros de la parte trasera, mientras Fran ponía gasolina.

 

-¿Qué tal por ahí? 

-Bien, respondió María, Carmelo está calladito y el tal Kolstov también. 

-Buen muchacho, Kolstov, dijo el brigada dirigiéndose al ruso. 

-Mejor que usted, Martorell. No le ha dicho a Carmelo cuánto valen las acciones que ustedes llevan aquí. Millones de dólares americanos, Carmelo. -Mucho dinero. Dinero para todos, ¿verdad, mi brigada? 

-No sigas por ese camino, Kolstov. 

-¿Por qué no, brigada? ¿Qué derecho tiene usted a impedir que todos seamos ricos? Fíjese, a la mierda la Unión Soviética, a la mierda su España, su Gobierno, o su Guardia Civil, sea quien sea quién le pague su mierda de salario, brigada. Seamos socios. Ya se lo he explicado: estoy cansado, viejo y desengañado. A la mierda todo. Usted no podrá solo contra todos, brigada. No son molinos de viento, son gigantes de verdad. 

 

Martorell hubiera sacado la pistola y le hubiera pegado un tiro a Kolstov allí mismo, otra vez. Pero comprendió que, en el fondo de su alma, él no era tan distinto del cínico despreciable que habría querido ver en Igor Kolstov. Un cínico despreciable en estado puro. En blanco y negro. El mundo en blanco y negro, así le gustaba a él, al impoluto y siempre honrado brigada Martorell. Pero el mundo y el hombre no son así. El trigo y la cizaña crecen juntos en el mundo. Y sobre todo en el corazón del hombre. ¿Quién puede separarlos? ¿Quién puede juzgar? El mal es oscuro como la noche. Nos invade como una telaraña viscosa y siempre saca lo peor de nosotros. Está en todos. ¿A quién podemos culpar? No le pegó un tiro a Igor Kolstov. Se excusó. O se definió.

 

-Es muy posible que tengas razón, Kolstov, pero a estas alturas de mi vida no puedo traicionarme a mí mismo de ningún modo. 

 

A esas alturas de su vida ya no le quedaba intacta prácticamente ninguna convicción. Mis ideales sí que tienen arrugas. Se acordó de Teresa de Lisieux que en su lecho de muerte repetía que ya no le quedaba ni fe, ni esperanza, ni caridad. Amor tan sólo, un hilo de amor. Él no podía llegar a tanto misticismo, casi no lo entendía. Pero sí entendía, lo había entendido toda su vida, que la diferencia entre un santo y un hijo de puta era fina como un hilo. Un hilo de honor, de fidelidad, de dignidad. No sabía de qué. Un mísero hilo al fin y al cabo. Y buscaba la madeja en libros espirituales. Porque no le temía a la muerte. Pero, ¿y Dios? 

 

-No me diga ahora, brigada, que su vida entera depende de que llegue esta maldita ambulancia, dijo Kolstov irónico. 

-La vida muchas veces depende de una ambulancia. Y si llega tarde, la gente se muere. Sí, Kolstov, mi vida entera depende de esto. Intuyo que toda una vida honrada y decente puede irse al carajo por una abyección final. Somos libres, -Kolstov. Nos han parido libres. 

-Yo nunca he sido libre, Martorell. Ni usted, nadie. Nadie en esta ambulancia: están todos enfermos aquí dentro, guardia. 

-Tú, como todos, siempre has sido libre. 

-¡Cállese! Usted no tiene ni puta idea de lo que es aquello; ni siquiera de lo que hace aquí metido. Usted es un esclavo, brigada. El dinero me dará la libertad. El sistema, el Partido… No, usted no sabe. 

-Pues ya me lo contarás en otro momento, porque empiezo a pensar que quieres hacerme perder tiempo, Kolstov. ¡Vámonos! 

-Es usted un imbécil, brigada.

 

Martorell cerró la puerta trasera de la ambulancia y también la puerta de entrada de su mente. A la tentación no se la combate, se dijo. Uno huye de ella a toda leche. “Fran, a toda leche. ¡En marcha!” 

 

Siguieron la carretera bordeando el río. Había empezado a llover suavemente y una sensación de paz, extraña para el momento que vivían, invadió al brigada. Se fijó una vez más en el paisaje: una suma de verdes distintos, apenas acentuados por el tenue azul del río. Árboles que parecían centenarios enmarcaban la carretera que serpenteaba hacia Vienne plácidamente, con una languidez que Martorell consideraba fruto de la lluvia. Nunca le había molestado que lloviese. De hecho, el sol le parecía demasiado estridente, 

el mundo quedaba abruptamente delimitado por las luces y las sombras. No sabía si le molestaba la intensidad de la luz o la intensidad de los contrastes, 

o las dos cosas, y no se atrevía a reconocer que su paisaje interior podía ser duro hasta la frialdad; pero no se le podía culpar por eso porque nadie lo reconoce y, si lo hace al ver en los demás sus propios defectos, se rebela, calumnia y huye. Así que la misma suavidad de la lluvia que caía sobre la tierra cayó sobre su mundo moral y la evidencia de su severidad y de su rigidez le llevó a mirar hacia el cielo, como si pidiese comprensión a las nubes. 

 

La lluvia siempre le había gustado. Llovía sobre buenos y malos. Era buena para el campo y a los hombres de campo como él eso les tranquilizaba. Uniformaba los paisajes y apastelaba los colores. Pacificaba el espíritu. El mundo se sumía en un armónico concierto de grises que, ahora lo veía claro, era el vestido que mejor sentaba a la propia naturaleza del mundo y de los hombres. No. Nada de blancos y negros. Grises. A lo mejor Kolstov tenía razón: esos terribles acentos de luz, esos rayos tan intensos como fugaces que son el idealismo o la santidad o lo heroico no son de este mundo. Y el mundo los aniquila y los consume porque es mejor que, suavemente, lo gris vuelva y nos tranquilice.

 

Un BMW gris los adelantó a toda velocidad. El brigada pensó que iba demasiado rápido y que… “¡Dios mío! ¿Qué hace ése?” El BMW gris les cerraba el paso y frenaba. Fran, instintivamente, frenó también, a fondo, y giró el volante a la derecha.

 

-¡Mierda!¡Patinamos!, gritó. 

-¡Maldita lluvia!, exclamó el brigada, olvidando las revelaciones y las promesas y su brevísima alianza de paz con el mundo; el hombre olvida; ser hombre es olvidar, ser olvidado.

 

La ambulancia salió de la carretera y cayó al río. Saltaron sobre los asientos como si estuvieran encima de un potro encabritado y se dieron golpes en la cabeza y en los hombros, hombro contra hombro, y el mundo que veían a través del parabrisas se desdibujó y se llenó de agua, de modo que veían tan sólo las sombras diluidas de un orbe desquiciado. Un montículo de barro y matojos amortiguó el descenso del vehículo e impidió que se hundiese del todo. La parte trasera de la ambulancia quedó parcialmente sumergida. El morro apuntaba a un cielo tan gris como el BMW. Algunos coches habían parado y sus ocupantes se agolpaban en la orilla. 

 

-Allí sale uno. Menos mal. 

-Sí. Y un joven también sale ahora.

 

Fran y el brigada se enfangaron en el montículo. 

-¡Brigada, los de atrás! No pueden salir. El portón queda hundido. 

-Que se hundan. Martorell pensaba en Kolstov. 

-¿Cómo dice, brigada?

 

Martorell, mientras Fran le miraba atónito, despertó del sueño de la venganza. 

 

-No, nada, hijo. Vamos a sacarlos. 

 

Volvieron a entrar y, a golpe de pistola, rompieron la mampara que separaba la cabina de la parte trasera. ¿Qué tal ahí?, preguntó el brigada, asomándose. 

Bien, respondió María, bien, si le dice usted a este animal de Carmelo que no es momento de intentar follarse a una enfermera. ¡Quítese de encima de mí! 

-Caray, uno intentaba protegerte de los golpes, replicó Carmelo. 

-¡Qué golpes ni qué niño muerto! Me he dado en la cabeza. El culo está bien. 

-Pues sí, oye. 

-Bueno, basta de tonterías Carmelo. ¿Y Kolstov? 

-Bien, brigada. Preferiría tener encima a María, en vez de la botella de oxígeno. 

 

Una vez el grupo alcanzó la carretera, Martorell se acercó a la gente.

 

-Yo lo vi todo, comentaba un conductor. ¡Bandidos! Si les hubieran querido matar ex profeso, les aseguro que no lo hubieran hecho de otro modo. 

-Pues sí, caballero. Pero quisiera pedirles un favor, dijo Martorell. ¿Alguno de ustedes conduce un vehículo todo terreno, un tractor, un camión? Podría remolcarnos y sacarnos del río y de este barrizal. 

 


 

El río - Parte 1