A Claude Harris le extrañaban dos cosas: no saber nada de Igor Kolstov y no ver ninguna ambulancia en el tren de Saint Etienne. Lo primero tenía alguna explicación. Posiblemente Kolstov dirigía la operación desde París. Era lógico, ya no tenían edad para estar sobre el terreno. A él le gustaba y le pagaban muy bien por ello, no los exiguos sueldos de los funcionarios.
-No problem, ya veré a Igor cuando acabe esta engorrosa historia.
Engorrosa porque, y aquí estaba su segunda preocupación, no podía creer que el guardia civil se la hubiese jugado otra vez. A él y a los soviéticos. Sus hombres habían visto a los rusos merodeando alrededor del convoy, incluso habían cruzado con ellos miradas de una creciente e incómoda incredulidad, lo que resultaba cómico si no hubiera supuesto una lamentable pérdida de tiempo y de esfuerzos. ¿Dónde estaba esa ambulancia?
-Está usted loco, brigada. Hemos podido matarnos todos. ¿Cómo se le ocurre circular por una vía de tren y encima, ahora, meternos en un túnel?
Kolstov no salía de su asombro. Martorell, fiándose de la primera confesión de Kolstov, había decidido no llegar a Lyon. Hizo que Carmelo pasase del vagón de transporte de los automóviles al primero de pasajeros. Una vez allí, Carmelo accionó la alarma y cuando volvía a toda prisa se topó con dos individuos que le señalaban con algo tan poco simpático como el cañón de una pistola. Se dio la vuelta. Tropezó con un revisor. Pasó al vagón siguiente: era el restaurante. El camarero, bandeja en alto, esquivó el encontronazo con expresión de fastidio. Carmelo alcanzó al vuelo la bandeja y fintó a los dos perseguidores; cambiándose la bandeja de mano sirvió copas con flemática eficiencia. Poco después, se metió en el departamento de una parejita amartelada.
-Sigan, sigan, ustedes a lo suyo, por mí no paren, les dijo.
Salió por la ventana, se tiró al suelo y corrió hacia la ambulancia. María, mientras, había despejado los topes de las ruedas y el brigada, al volante, hizo descender el vehículo. Carmelo llegó corriendo perseguido por los dos rusos: eran los mismos que les habían seguido hasta Givors, y que habían decidido subirse también al tren. El primer disparo destrozó definitivamente el retrovisor de la ambulancia y el segundo un intermitente trasero. El tercero ya no se oyó. La ambulancia avanzaba entre los raíles dando tumbos y adentrándose en el oscuro túnel que preocupaba a Igor Kolstov.
-¿Es la luz al final del túnel o un tren que viene de frente?, comentó Carmelo inquieto.