domingo. 29.09.2024
  • En sus memorias, el presidente de la República explicó que había intercedido por el líder de Falange durante el conflicto para evitar que su muerte lo convirtiera en un mito

  • El misterio de Carmencita: ¿era hija de Francisco Franco o de su hermano y una tonadillera?

 

Se podría decir que ese aire de mesías que tanto molestaba a  Francisco Franco fue el que salvó a José Antonio Primo de Rivera de terminar sus días tirado en una cuneta luciendo un disparo de fusil en la sien allá por agosto de 1936. Y es que, un par de meses después de que estallara la Guerra Civil, el Partido Comunista ideó un plan para acabar con la vida del líder de la Falange durante una ‘saca’. La operación, sin embargo, no se llevó a cabo gracias a la intervención de un Manuel Azañaconvencido en parte de que acabar con el político sin juicio previo era similar a forjar un mito para el bando sublevado. 

Aunque los ojos de  Primo de Rivera se cerraron a golpe de pelotón de fusilamiento el 20 de noviembre de 1936, la realidad es que el procedimiento judicial que tuvo que afrontar en los últimos días de su vida ayudó a crear una pátina de legalidad que calmó los ánimos. Así lo explica a ABC Alberto de Frutos, coautor de varios ensayos sobre el conflicto fratricida como el superventas  ’30 paisajes de la Guerra Civil’. El periodista e investigador es partidario –como bien se demuestra en la entrevista que se incluye al final de este reportaje– de que haber terminado con el líder de la Falange en una ‘saca’ habría supuesto un empujón a los franquistas: «La República reconoció que fusilar a Primo de Rivera fue un error».

 

Buena vida

Más allá de pasar las horas muertas entre rejas, las vidas de José Antonio Primo de Rivera y de su hermano no fueron especialmente duras en la prisión de Alicante. Joan María Thomàs, su gran biógrafo, explica en  ‘José Antonio. Realidad y mito’ que el político no sufrió privación alguna y que conocía los movimientos de sus correligionarios gracias a una infinidad de filtraciones. «En principio conseguía recibir informaciones sobre el desarrollo de la guerra gracias a la permisividad carcelaria de la que disfrutaba», desvela el autor. El líder de la Falange jamás admitió que daba órdenes a sus subordinados desde la cárcel. Todo lo contrario: solía pedir que le dejasen en libertad para detener la participación de sus hombres en el conflicto.

Un ejemplo de la permisividad de los carceleros es que los dos hermanos disponían de una pistola que escondían en su celda. En principio, para utilizar solo si sus compañeros de la Falange acudían en su ayuda. «Los revólveres tenían que haberles servido para colaborar en su liberación fallida del 18 de julio, y los habían llevado al patio cada vez que salían de paseo tras producirse un enfrentamiento entre los presos comunes y dos falangistas, en medio de una escalada de tensión entre ambos bandos», añade el experto en su obra. Al parecer, la CNT avisó al director de la cárcel, Teodorico Serna Ortega, de que disponían de armas de fuego, pero este se limitó a obviar la información.

Pero, como todo lo bueno tiende a terminarse, los Primo de Rivera vieron en agosto como sus privilegios se esfumaban con el director de la cárcel. A principios de mes, y con la  Guerra Civil en auge, Serna fue sustituido por Adolfo M. Crespo Obrios y este, poco después de arribar, se desesperó al enterarse de la situación de los hermanos. Para empezar, denunció que ambos habían sido recluidos en celdas contiguas y que tenían de vecinos de pasillo a una treintena de falangistas. Un pequeño gueto en el que hacían y deshacían a su gusto. Además, les impidió las visitas cuando descubrió que poseían dos pistolas y una serie de mapas en los que se mostraba cómo avanzaba el frente.

 

Cortar por lo sano

Los hallazgos de Crespo hicieron saltar las alarmas en el seno de los sectores más extremistas de la  Segunda República. Entre ellos, los del Partido Comunista, cuyas ideas se encontraban en las antípodas de las que esgrimían políticos como Indalecio Prieto. «Las relaciones de Prieto con los comunistas son un poco tirantes, porque se mantiene, con razón, en no dejarse manejar por nadie. […] Dijo varias veces que no estaba dispuesto a seguir las inspiraciones del buró político comunista, ni de ningún otro», escribió Manuel Azaña en sus memorias tras la Guerra Civil. Bajo la premisa de que los sectores más centristas del Gobierno habían permitido a Primo de Rivera hacer cuanto quisiera, se dispusieron a tomarse la justicia por su mano. 

La organización tomó la decisión unilateral de ejecutar a los hermanos Primo de Rivera durante una ‘saca’. Una práctica tan triste como habitual que consistía en fusilar a los reos sin juicio previo. Así lo explica el periodista e investigador José María Zavala en su obra ‘Los horrores de la Guerra Civil: testimonios y vivencias de los dos bandos’: «Desde el inicio de la contienda, los ‘paseos’ se industrializaron convirtiéndose en aterradoras ‘sacas’. Asesinatos en masa de presos una vez ‘sacados’, de ahí su nombre, de las cárceles». Tal y como desvela el autor español en la mencionada obra, este método se vio fomentado por la sustitución de los funcionarios por milicianos armados

Según explican autores como Paul Preston o como el mismo Thomàs, la responsabilidad de poner en marcha el plan la asumió el Comité de Orden Público de Alicante a propuesta del Partido Comunista. En principio, este organismo estableció que la ejecución se llevaría a cabo durante un traslado hacia la cárcel de Cartagena. Uno más falso que una peseta de madera, vaya. El verdugo sería un tal Vicente Alcalde, miembro del PCE, acompañado de un pequeño grupo de acólitos. La operación, como cabía esperar, fue aprobada durante una votación clandestina. «El acuerdo había tenido el voto en contra de los representantes de Unión Republicana y de Izquierda Republicana», añade el hispanista en su texto.

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Todo estaba en marcha. Hasta un punto tal, que los hermanos fueron avisados en agosto de su traslado hacia la cárcel de Cartagena. Sin embargo, algunos republicanos que se enteraron de la votación movieron ficha y avisaron a los líderes más centristas. Entre aquellos que recibieron la noticia se hallaron José Giral Pereira –presidente del Consejo de Ministros– o el mismo  Indalecio Prieto. Ambos, contrarios a las políticas extremistas del Partido Comunista. Los dos intentaron que se detuviera aquella locura y que se cancelara la ‘saca’. 

Sin embargo, el único que logró detener el plan fue Manuel Azaña, como bien explicó en sus memorias: 

«Los recuerdos se enredan como cerezas. Haré punto con el siguiente. Cuando Ossorio supo, porque yo se lo conté, mi intervención personal para librar a Primo de Rivera del asesinato que iban a perpetrar algunos fanáticos de Alicante, se quedó callado. ‘¡Cómo! ¿Le parece que he hecho mal? ¿Me he excedido?’. ‘No sé, no sé…’. ‘¿Resultará que ha sido una pifia?’. ‘¿Por qué no…?’».

Azaña se basaba, por un lado, en que Primo de Rivera sería utilizado como un mártir por el bando sublevado si caía en un fusilamiento sin juicio previo. Y no le faltaba razón. Con todo, en sus escritos tras la Guerra Civil esgrimió también que era contrario a las ‘sacas’: «No quiero fusilar a nadie. Alguien ha de empezar aquí a no fusilar a troche y moche. Empezaré yo». Salta a la vista que José Antonio esquivó aquella bala. Pocos meses después, no obstante, se enfrentó a un juicio que algunos historiadores consideran resuelto antes siquiera de haber comenzado y a una  sentencia de muerte que se ejecutó el 20 de noviembre de 1936.

Cinco preguntas a Alberto de Frutos, autor de '30 paisajes de la Guerra Civil'

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-¿Consideraban algunos líderes de la República peligrosa la muerte de José Antonio Primo de Rivera? Por aquello de convertirle en un héroe...

Así es. Aunque el gobierno de Largo Caballero diera luz verde a la ejecución, varios políticos del espectro republicano la consideraron peligrosa y, sobre todo, bárbara. Quienes más se significaron fueron el propio Azaña, que intercedió para liberarlo, e Indalecio Prieto, que, igualmente, hizo lo posible por salvarle de la pena capital. Pero, como dijo este en cierta ocasión, nada se podía hacer contra el 'animal' de Largo Caballero, que desestimó incluso la idea de canjear a su hijo, preso en Sevilla, por Primo. A la hora de la verdad, la mayoría reconoció que el fusilamiento había sido un error (Negrín, sin ir más lejos), pero su sentencia se había dictado, de facto, el mismo día de la sublevación. Fue la crónica de una muerte anunciada.

-¿Cómo era la relación entre Azaña y Primo de Rivera?

Fue una relación más o menos distante, porque, ideológicamente, estaban en las antípodas, pero a la vez cordial. José Antonio admiraba a Azaña por su inteligencia y este a José Antonio por su valor. No se tenían una honda simpatía, pero podían mirarse a los ojos. Curiosamente, Primo saludó con esperanza y hasta un punto de entusiasmo la victoria del Frente Popular en 1936. Le parecía que Azaña podía articular un gobierno de base amplia, que eludiera las cesiones al separatismo y el marxismo. A su juicio, si había un político capaz de salir triunfante de la necesaria revolución nacional, ese era el alcalaíno (con Primo al acecho para completar su obra, en caso de que aquel fracasara). Ese último 'idilio' duró muy poco. Las actividades subversivas de Falange fueron en aumento –el atentado contra Jiménez de Asúa, en marzo de 1936, fue la gota que colmó el vaso– y el gobierno actuó con la mayor firmeza para sacar a Falange de circulación.

-¿Fue Primo de Rivera el instigador de la violencia previa a la Segunda República?

Lo de la dialéctica de los puños y las pistolas… Sí, Primo de Rivera pudo instigar la violencia, aunque, como él mismo reconoció, no había nacido para 'esto'. Pero no cabe responsabilizar a Falange de todos los males que tensionaron a la República. España era un Far West de las ideologías, y los encontronazos entre 'azules' y 'rojos' eran muy frecuentes y solían acabar mal. Paseando por la calle Alcalá, un joven estudiante, Francisco de Paula Sampol, que llevaba bajo el brazo un ejemplar del semanario de Falange Española, fue agredido por un grupo de obreros de la Juventud Socialista, uno de los cuales lo hirió de muerte de un disparo. Esto sucedió el 11 de enero de 1934, dos meses después de que el Teatro de la Comedia asistiera al parto de Falange. Y, a su vez, los falangistas constituyeron una suerte de avanzadilla para desestabilizar las calles y avivar la reacción.

Que no iniciaran la violencia no quiere decir que luego no echaran más leña al fuego. A sus primeros 'reclutas' se les preguntaba si tenían 'bicicleta' que, en el lenguaje clandestino, significaba pistola. Tras el entrenamiento de sus milicias estaba el militar africanista Ricardo Rada, y un reconocido monárquico, Juan Antonio Ansaldo, se sumó a sus filas como Jefe de Objetivos, que consistía en planificar las venganzas por los atentados que sufrían los falangistas. En los meses previos a la sublevación, el pistolerismo de unos y otros era primo hermano del terrorismo.

-¿Era Primo de Rivera cercano a los sublevados, o los veía como el mal menor?

El 20 de julio de 1936, José Antonio subrayó en la prisión de Alicante que sus camaradas no podían 'tomar parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado nacionalsindicalista'. Parecía consciente de la manipulación de las siglas de Falange por parte de los golpistas y, como Jefe Nacional, dio la orden de no intervenir (aunque la mayoría lo hiciera y se contaran con los dedos de una mano los falangistas que no se sumaron a la corriente: Marcelo Durruti, el hermano de Buenaventura, por ejemplo). Sin embargo, poco después se mostró más conciliador con los sublevados, tal vez como resultado de las negociaciones secretas con sus cabecillas. Que Falange se sumara al golpe no debería sorprender en una formación con esos genes antiparlamentarios, pero nada tenían que ver las intenciones de Primo para un posible alzamiento cívico-militar con lo que acabó siendo el golpe de julio.

Sea como fuere, y aunque pusiera en duda la dirección del alzamiento y no le tuviera ninguna simpatía a Franco –sentimiento que era mutuo–, debió de considerar que la victoria de ese 'grupo de generales de honrada intención, pero de desoladora mediocridad política' sería mejor que la del gobierno legítimo. Por cierto que, desde la cárcel, el reo diseñó un gobierno presidido por Martínez Barrio, con figuras como Prieto Portela Valladares. Los militares, en esa tesitura, no serían más que un accidente a superar.

-¿Cómo era visto Primo de Rivera por los republicanos más extremistas?

Primo de Rivera se mostró entre rejas muy crítico con Casares Quiroga por su 'política de provocación', a causa de las detenciones que ordenó contra sus afiliados y del cierre de sus órganos de expresión; pero también con Gil Robles, de quien dijo que no había hecho nada y por eso tenía la culpa de todo. ¿Y qué decir de Largo Caballero? En sus memorias, el jefe del gobierno se autoexculpaba: decía que el fusilamiento de Primo de Rivera había sido un 'motivo de profundo disgusto para mí, y creo que para todos los miembros del gobierno', pero, por los testimonios de otros miembros de su gabinete, no parece muy sincero. Más que un 'problema' político (consiguió un solo escaño en 1933 y ninguno en 1936), Falange fue un problema de orden público, y acaso los republicanos más extremistas recelaran de su líder por su carisma, no porque fuera un rival a batir. Hasta Santiago Carrillo evocaba su figura con respeto: 'Cuando un hombre muere con dignidad por sus ideas, por muy opuestas que éstas sean –y para mí las deJosé Antonio Primo de Rivera lo eran mucho– merece un punto de respeto'.

Vía ABC Historia

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