sábado. 28.09.2024

En 1941 no existía en el seno del Movimiento Nacional ningún grupo monárquico organizado; mucho menos en la sociedad española del momento, sino más bien todo lo contrario, pues el pueblo español recordaba a la Monarquía como algo pasado y fracasado, causa en buena medida de la guerra recién terminada. La Monarquía había caído en 1931 en gran medida por la huida del propio rey, Alfonso XIII, sin esperar siquiera al recuento de los votos de las elecciones municipales de entonces y sin que «…ni siquiera un piquete de Alabarderos…» (José Antonio), saliera en su defensa. Tras la república y, sobre todo, la guerra, puede afirmarse que en España no había un sólo monárquico entre el pueblo, sino más bien todo lo contrario, pues fueran por rojos o por nacionales nadie veía en la monarquía el mínimo atractivo. Asimismo, ni el Alzamiento ni la Cruzada se habían hecho por la monarquía, por lo que los monárquicos mal podían pretender ser sus beneficiarios. Entre las tropas nacionales hubo unidades de requetés y de falangistas, pero ningun de monárquicos, siendo su tributo de sangre pagado sólo a título individual. No obstante, en el seno del Movimiento surgido de la contienda existían monárquicos que si bien no contaban con bases que les apoyaran, sí ocupaban cargos del máximo nivel entre la jerarquía militar y civil.

Los problemas entre Franco y los monárquicos «juanistas» surgirán por la diferencia de criterio sobre cuándo proceder al «relevo», es decir, sobre cuándo Franco debía entregar a Don Juanla Jefatura del Estado, nombrarle rey e instaurar la Monarquía. La opinión de Franco era que primero había que restañar heridas, reconstruir España y crear las bases sólidas para tan complejo y crucial paso; la de los monárquicos «juanistas», dominados por la impaciencia, la falta de realismo a la hora de juzgar sobre la verdadera situación de España –y sobre todo del sentir del pueblo–, sin descartar en algunos casos las ambiciones personales, consideraban que el paso a la monarquía debía ser inmediato. Así pues, la pugna entre el Caudillo y los monárquicos «juanistas», que durará hasta que en 1969 Franco designe como su sucesor a título de rey al Príncipe Don Juan Carlos, será fundamentalmente sobre tal disparidad de criterio. También, en parte, porque los «juanistas», ansiosos, querían ver a la monarquía como protagonista e impulsora de la obra de reconstrucción de España, sin tener en cuenta, craso error, no sólo a los potentes enemigos de ella en el exterior, los comunistas exiliados, sino tampoco a los del interior, es decir, a la Falange opuesta también a ella.

La invasión de la URSS por Hitler en Junio de 1941, el envío de la División Azul y el discurso de Franco del 17 de Julio de ese año más bien subido de tono, hicieron creer a los «juanistas» que, a pesar de todo lo demostrado, Franco pudiera en cualquier momento sumarse al Eje en la guerra, por lo que en previsión de tal hecho algunos de ellos decidieron tomar cartas en el asunto. Comenzaban así las intrigas y conspiraciones «juanistas» contra Franco y el Régimen.

En medio de las tensiones del momento y coincidente con una gran actividad de parte de la embajada británica en Madrid por crear un frente aliadófilo ligado a Don Juan que contrarrestase la efervescencia de la corriente germanófila falangista, Pedro Sainz Rodríguez –quien fuera en 1938 ministro de Educación del primer Gobierno de Franco, muy resentido con él tras su cese a los pocos meses– fue el primero en destaparse llevando a cabo una ronda de contactos con otros altos cargos con vistas a articular ese frente.

Enterado Franco del asunto, y por estar plenamente seguro de la falta de potencial de dicha idea, que implicaba además ponerse al servicio de potencias extranjeras –algo radicalmente contrario al patriotismo reinante–, no tuvo reparo alguno en hacerle llegar el mensaje de que no había inconveniente en que expusiera sus ideas a los más significados Generales del momento, lo que hizo Sainz cosechando un rotundo fracaso encontrando sólo cierta receptividad en algunos, pero sólo y exclusivamente en cuanto a intentar convencer a Franco de que fuera preparando la vuelta de la monarquía. Tales Generales fueron Orgáz, Alto Comisario de España en Marruecos; García-Escámez, Capitán General de Canarias; Aranda, director de la Escuela Superior del Ejército, y Kindelán, Capitán General de Cataluña. Sainz llegó a analizar con ellos la posibilidad de que caso de que los alemanes invadieran la Península, las Canarias se declarasen independientes y en ellas se crease un Gobierno que proclamase la monarquía colocando a su frente a Don Juan.

Al tiempo, los mandos militares «juanistas» –algunos descontentos en lo personal con Franco al verse en parte relegados tras la guerra–, optaron por exponer al Caudillodirecta y lealmente sus pensamientos aprovechando para ello la recepción que concedió en el Pardo, el 17 de Diciembre de 1941, al Consejo Superior del Ejército, máximo órgano de representación de las Fuerzas Armadas.

En tal acto, el Gral. Varela, en su calidad de ministro del Ejército, pidió a Franco permiso para que quien así lo deseara pudiera hablarle con entera libertad, lo que el Caudillo concedió de inmediato y de buena gana. Pero de todos los presentes sólo Kindelán tomó la palabra manifestando que, a su juicio, existía un  «ambiente de queja, descontento y desanimo que en todas partes impera»; tras recordar las causas de la Cruzada y de la guerra mundial en curso, cargó contra lo que según él era ineptitud, incompetencia y burocracia del Gobierno y de parte de los dirigentes falangistas; después arremetió directamente contra Franco al considerar que había «pérdida de prestigio y desgaste de la figura del Jefe del Estado, de su persona, mi General. Y menos avanzada, la del Ejército», echando gran parte de la culpa a la mala labor al Gral. Francisco Martín Moreno –uno de los colaboradores principales de Franco hasta su fallecimiento hacía muy poco–, así como por haberse encomendado a la justicia militar la labor de liquidación de las causas abiertas como consecuencia de la guerra, por emplear a militares en servicios civiles y la aparición de algunos casos de corrupción que, de todos formas, se conocían precisamente por haberse corregido de manera contundente y expedita. Tras reconocer Kindelán que los españoles estaban muy agradecidos a Franco por evitar la entrada de España en la guerra a pesar de las presiones de muchos «de sus colaboradores» –en directa, aunque injusta alusión a Serrano Suñer, quien a pesar de sus opiniones defendía la neutralidad ante los alemanes soportando sus presiones–, volvió a arremeter contra el Caudillo solicitándole profundos cambios en cuanto a los métodos y las personas a su servicio y, en concreto, la separación de las funciones de Jefe del Estado y de presidente del Gobierno que venía ejerciendo conjuntamente, terminando con un duro «era necesario que usted llegue a convencerse de que se ha seguido una ruta equivocada».

Franco, sereno y cortés, como siempre, había dejado a Kindelán hablar sin interrumpirle, escuchándole con atención, asintiendo en algunos momentos con la cabeza en señal de darse por enterado, pero mostrando en otros leves gestos de contrariedad; al tiempo, durante el alegato de Kindelán, muchos de los presentes expresaron su desacuerdo con lo que decía con efusivos gestos de negación con la cabeza, de forma que cuando terminó era evidente que Kindelán se había quedado solo.

En su respuesta, el Caudillo justificó su posible desgaste, caso de existir, lo que no creía, por la dureza de las circunstancias internas y externas de los dos últimos años de los que dijo no podían ser peores. Justificó la necesidad de emplear a militares en algunos servicios civiles por la «crisis de hombres (que padecía España tras la guerra y la desaparición en gran medida de grandes valores civiles) por lo que sólo el Ejército es cantera de la que se pueden obtener colaboradores de confianza». Tras otras razones, siempre asentidas con gestos por los demás, el acto terminó con la expresión de los presentes de su total respaldo a la labor de gobierno de Franco, concluyéndose con un muy cordial intercambio de opiniones, saludos y felicitaciones de unos con otros, incluidos Franco y Kindelán. En contra de lo que hubiera hecho cualquier dictador al uso, Franco no sólo había soportado las críticas contra él vertidas en plena cara, sino que tras ellas no tomó represalia alguna contra quien las había proferido.

Pero Franco, como será su costumbre en casos parecidos, sí optará por enfrentar a sus críticos con la verdad como mejor forma de demostrarles que estaban equivocados; en este caso en concreto a Kindelán.

Dos fueron las medidas que, como colofón a este primer «manifiesto» verbal de los monárquicos, llevó a cabo: una, de carácter interno, realizando un viaje oficial a Cataluña, es decir, a la región de la que Kindelán era Capitán General y una de las menos germanófilas; otra, de carácter internacional, consistirá en un encuentro personal con el presidente portugués, Oliveira Salazar, es decir, con el país más aliadófilo de los neutrales. Ambos a comienzos del año siguiente, 1942.

El viaje por Cataluña fue apoteósico. La cuna del secesionismo más radical, donde el Alzamiento fracasó estrepitosamente y una de las últimas zonas de España en poder de los rojos, se volcó con Franco demostrándole un afecto y respaldo sólo comparable al que se había producido cuando los nacionales liberaron Barcelona tres años antes. El Caudillo comenzó su viaje el 25 de Enero de 1942 en la emblemática abadía de Montserrat, donde fue recibido por su abad, fray Antonio Mª Marcet Poal, y seis obispos, arropados por una auténtica muchedumbre de ciudadanos tanto al paso del Caudillo como durante los actos oficiales. En todo momento Franco se mostró llano, directo y cercano, además de respetuoso, buen conocedor de la idiosincrasia de aquellos españoles a los que visitaba.

Después de pernoctar en Montserrat, Franco se trasladó a Barcelona donde presidió un gran desfile conmemorativo del tercer aniversario de la liberación de la ciudad condal, tras el cual se dirigió a las masas allí concentradas –que no cesaban de aplaudir y dar gritos de «Viva Franco» y «Viva España»–, haciéndolo sin ocultar la realidad por todos conocida, demostrando que estaba al tanto de que no podían «ser momentos de grandes alegrías, cuando los estómagos están medio vacíos y vivimos días de sufrimiento». Después se mostró como quien siempre era, el hombre confiado y esperanzado en un mejor porvenir fundamentado en el trabajo «tengo fe en vosotros… El espíritu de trabajo que siempre ha caracterizado a los catalanes permitirá a la nación salir adelante… Cataluña es el eje de España. Catalanes son los gayos rojos y gualda de nuestra bandera» y no se cortó en repetir su más íntima creencia «La solución de los problemas que nos aquejan no está en el retorno al parlamentarismo que convirtió a los pobres hidalgos españoles en proletarios todavía más pobres». Por último, un gesto de sincero reconocimiento del africanista que siempre fue «Yo os aseguro que cuando fundamos la Legión, cuando cambiamos el aspecto del soldado español en tierras africanas, más de la mitad de los que nos seguían, más de la mitad de nuestros voluntarios, eran voluntarios catalanes».

El día 28, con motivo de la inauguración de la Escuela de Altos Estudios Mercantiles –con el tiempo Facultad de Económicas–, Franco explicaba con nitidez la esencia del régimen que construía «Al fundar un sistema, al crear un régimen que haga la revolución de España, no hemos pretendido sentar un régimen dictatorial o autoritario que no se base en la misma entraña del pueblo y que si en pugna con la democracia, en el sentido en que hasta hoy se ha conocido, busca la democracia en la colaboración estrecha de todos los elementos nacionales»; es decir, ni dictadura ni autoritarismo despiadado, sino una forma nueva de democracia a la española enraizada en la idiosincrasia del pueblo español cuyas particularidades no admiten copias extranjeras. Después, una importantísima pista sobre el momento político en que se hallaba España «Por eso, en esta primera etapa de cirugía de urgencia, en la que tenemos que desarraigar los errores, allanar los odios y aquilatar las responsabilidades… necesitamos del arbitrio ministerial, basado en la competencia de los colaboradores administrativos y elementos técnicos, para sacar a la nación del trance en que se había sumido».

Tras ello, Franco, conocedor de los movimientos de los «juanistas» –y de los británicos–, se explayó sobre el asunto del momento, es decir, sobre su insistencia en la vuelta de la monarquía de inmediato «El día de la unificación dijimos a todos los españoles a dónde iba y por qué el Movimiento, y dijimos también que no cerrábamos la puerta a quienes, como coronación de una obra en momentos de progreso y grandeza de la nación, realizasen el resurgimiento e instauración de los poderes tradicionales que nos llevaron al Imperio (o sea de la monarquía). Pero otros no lo comprenden. Nosotros no dijimos nunca que fuéramos a restaurar la España que trajo la República (la monarquía extinta de Alfonso XIII), ni la España que perdió los pedazos más grandes de nuestra Patria (la monarquía de Fernando VII)«.

Después, Franco trazó una acertadísima radiografía de la causa principal de la caída de Alfonso XIII «Más tarde todo eso se desvirtuó y aquella gran institución que dio tanta gloria, que era popular porque se apoyaba en el corazón del pueblo, contra los desmanes de los grandes, todo aquello cayó y se derrumbó, pero no se derrumbó porque viniera la república, no se derrumbó por la Masonería, se derrumbó porque había quedado hueca, le faltaba la base, le faltaba el pueblo», por lo que aplicando aquella experiencia al momento actual, avisaba a los impacientes «juanistas» de cuáles eran los ánimos y sentimientos del pueblo español de la posguerra «Nadie sea tan loco o desalmado que intente edificar sobre arena. Primero tenemos que hacer los cimientos, la base, sobre nuestro pueblo, y cuando haga falta, coronaremos esta obra». No podía ser Franco más claro, prudente, realista y sincero.

Por la noche acudió al Liceo barcelonés a presenciar la puesta en escena de la opera «Madame Buttterfly» recibiendo un continuado y atronador aplauso de cinco minutos de duración. Tras visitar Gerona, Tarragona y Lérida, el día 30 estaba de regreso en Madrid.

No fue hasta finales de 1942 y principios de 1943, cuando Franco se hartó de los constantes devaneos demasiado públicos de algunos de sus Generales, pues no estaba dispuesto a consentir que la política se contagiara a las Fuerzas Armadas. Con la intención de dar un escarmiento, cesó a los dos altos mandos militares «juanistas» más destacados de ese instante: los Gral,s Kindelán y Aranda.

En el primer caso se trataba, como vimos, de quien hacía justo un año se encaraba con él delante del resto de altos mandos militares, lo que entonces toleró sin tomarse el asunto por lo personal, manteniendo al citado jefe al frente de la Capitanía General de Cataluña, limitándose únicamente a demostrarle. Ahora, un año después, y a la vista de los informes que poseía sobre el empecinado activismo de Kindelán, no dudó en apartarle de tal jefatura trasladándole a la Escuela Superior del Ejército de la que le hizo director; cargo de gran relevancia en el ámbito militar, pero sin mando de tropas como con cierta ironía hizo notar el propio Kindelán al decir que «nadie puede organizar un pronunciamiento con el personal de la Escuela».

El segundo cesado fue el del Gral. Aranda, laureado defensor de Oviedo y jefe de un Cuerpo de Ejército durante la guerra, que se mostraba especialmente activo contemplando en sus intenciones incluso organizar ese pronunciamiento del que hablaba Kindelán; existían informes según los cuales Aranda había llegado a hilvanar un descabellado plan, que no pasaría de su fase más embrionaria, según el cual Kindelán debería recuperar mediante un golpe su capitanía de Cataluña momento en el que facilitaría un desembarco aliado en la bahía de Rosas con cuyo apoyo se proclamaría la monarquía. Aranda fue cesado de la dirección que ostentaba de la Escuela Superior del Ejército a la que se destinaba a Kindelán, con la diferencia, respecto a éste, de que se le postergaría ya para siempre, no volviendo a dársele cargo alguno.

Por contra, el 7 de Febrero de ese mismo año de 1943, Franco no tenía ningún inconveniente, sino todo lo contrario, en elegir a la práctica totalidad de Procuradores a Cortes de libre designación –sólo un cinco por ciento del total de los que componían dichas Cortes–, entre aquellos cuyo sentimiento «juanista» era evidente y bien conocido, entre ellos, al duque de Alba, al cesado Gral. Valentín Galarza, al recalcitrante cardenal Segura –que no lo aceptaría– o a los intelectuales Miguel Asín Palacios –insigne arabista–, Wenceslao González Oliveros –filósofo y gobernador civil de Barcelona– y Luis Ortíz Muñoz –Subsecretario de Educación Popular del Ministerio de Educación Nacional, insigne sevillano–, no designando por contra a ningún falangista. Franco daba una muestra más de ser persona que no se dejaba guiar a la hora de elegir a otros ni por filias ni mucho menos por fobias, sino únicamente por considerar que su valía personal era la más idónea para el puesto para el que lo elegía.

Debido en gran medida a que durante Mayo y primeros de Junio de 1943 aumentaron los rumores que apuntaban a la posibilidad de que los aliados, tras su desembarco en África, se decidieran a utilizar la península ibérica como puente de paso hacia Europa en su siguiente acción contra las potencias del Eje, en Junio un grupo de «juanistas» hacía llegar al Caudillo lo que se conocerá como el «Manifiesto de los Veintisiete», texto mediante el que sus firmantes le solicitaban la vuelta a la neutralidad expresa de España en la guerra –España era ahora «no beligerante»–, el inequívoco y público alejamiento del Eje y la inmediata definición del Estado como una monarquía.

El citado manifiesto estaba firmado por diecisiete de los recién designados Procuradores en Cortes por el propio Franco, junto con otras diez personalidades de relieve: Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, duque de Alba y embajador en Londres; Juan Ventosa Calvell, varias veces ministro con Alfonso XIII, fundador de la Lliga Regionalista Catalana y colaborador de Francisco Cambó, procurador designado por Franco; Valentín Galarza Morante, General del Ejército, Consejero Nacional del Movimiento y ex-ministro de la Gobernación; Pablo de Garnica y Echeverría, procurador por Santander; José Yanguas Messía, Consejero Nacional del Movimiento, ex-embajador ante la Santa Sede; Pedro Gamero del Castillo, procurador en Cortes y Consejero Nacional del Movimiento; Alfonso García Valdecasas, falangista de la Vieja Guardia, Consejero Nacional del Movimiento; Manuel Halcón Villalón-Daoiz, procurador en Cortes, Consejero Nacional del Movimiento y Canciller del Consejo de la Hispanidad; Antonio Goicoechea Cosculluela, procurador en Cortes y gobernador del Banco de España; Nicanor Armero Iranzo, alcalde de Requena; Joaquín Fernández de Córdoba y Osuna, Duque de Arión, procurador en Cortes; Luis Alarcón de la Lastra, procurador en Cortes por designación de Franco; Manuel Moreu Figueroa, Almirante, Comandante General de la Flota y procurador en Cortes por designación de Franco; Juan Manuel Fanjul, Vicesecretario General del Movimiento; José María Ibarra y Lasso de la Vega, cuarto conde de Ibarra; Jaime de Foxá Torroba, procurador en Cortes; Antonio Gallego Burín, alcalde de Granada; Eduardo Martínez Sabater, decano del Colegio de Abogados de Valencia; A. González de Vinuesa, procurador en Cortes; Antonio Sala Amat, conde de Egara, procurador en Cortes y Consejero Nacional del Movimiento; Jesús Merchante Sánchez, alcalde de Cuenca; Ignacio Muñoz Rojas, procurador en Cortes y Consejero Nacional del Movimiento; Isidoro Delclaux Aróstegui, jefe del Sindicato Nacional del Vidrio y Cerámica; Alfonso de Zayas de Bobadilla, marqués de Zayas, procurador en Cortes, jefe del Sindicato Nacional de Transportes y Comunicaciones; Miguel Ponte y Manso de Zúñiga, Marqués de Bóveda de Limia, Teniente General, Capitán General de Andalucía; Rafael Lataillade Aldecoa, alcalde de San Sebastián y Aurelio Joaquinet Extremo, procurador en Cortes y Consejero Nacional del Movimiento.

El manifiesto no contenía una declaración contra Franco, sino una petición en la que, entre otras cosa, Entre otras cosas, los firmantes decían no ser posible «realizar la labor encomendada a las Cortes sin resolver el problema especial de la definición y ordenamiento de las instituciones fundamentales del Estado… Los acontecimientos bélicos últimamente ocurridos en África del Norte determinan para España, potencia mediterránea y atlántica, consecuencias políticas inmediatas que sería insensato desconocer… Al terminar la guerra convendrá que exista en España un régimen que reúna la condiciones más adecuadas para realizar en el interior la unidad moral entre los españoles y para inspirar en el exterior confianza… aparece con claridad meridiana la conveniencia para España de mantener una política de estricta neutralidad, que la Monarquía puede encarnar de manera auténtica, eficaz e indiscutida… la obra iniciada por V.E., Generalísimo de los Ejército y artífice de la Victoria ha de tener su natural remate en la restauración de la Monarquía…». Los firmantes afirmaban que el régimen era «personal sin definición institucional precisa» –en coincidencia con aquel «provisional y aleatorio» empleado por Don Juan en su carta a Franco de Marzo de ese mismo año– y que no podría sobrevivir a la victoria de los aliados, por lo que para evitar la tentación de éstos de devolver a España a la situación existente el 18 de Julio de 1936, es decir, la república, consideraban urgente la proclamación de la monarquía. Para que la misma se sustentara, a la vista de los enemigos que de inmediato la acosarían –los rojos exiliados entre los cuales los comunistas eran los más activos contando con el respaldo de la URSS, uno de los aliados–, confiaban en un hipotético y utópico amparo de parte de los ingleses y tal vez también de los norteamericanos.

Franco entendió que el manifiesto era parte del pulso que Don Juan y sus partidarios le echaban al hilo de las tensiones internacionales conforme se dibujaba en el horizonte la victoria de los aliados. Pero Franco, realizando un análisis exacto de lo que ocurría, valoró más la significación de los no firmantes que la de los firmantes, por muy relevantes que fueran muchos de ellos. Efectivamente, firmaban tan sólo diecisiete de los 550 procuradores en Cortes existentes; de ellos sólo dos eran militares en activo; sólo lo hacían dos de los cuatro duques-procuradores existentes; uno sólo de los grandes banqueros y ningún obispo. Además, sólo firmaban unos pocos de los varios centenares de títulos nobiliarios existentes en España. Es decir, que los firmantes eran una ínfima minoría, confirmando lo que Franco le dijera a Don Juan en varias ocasiones en el sentido de que el sentimiento monárquico no existía; y si eso ocurría entre las clases altas y más proclives hacía la monarquía, aún menos lo había entre el pueblo llano. Por último, el hecho de que de los firmantes muchos habían sido designados por el propio Franco pone en evidencia lo tantas veces dicho: Franco no era un dictador, no escogía a las personas por sus filias o fobias personales y no tenía reparo alguno en elegirlos por su valía incluso entre aquellos que, como ahora se veía, sabía que no le eran especialmente proclives.

Franco reaccionó al manifiesto con su acostumbrada mesura y prudencia, limitándose a mandar mensajes indirectos a los firmantes y a aquellos que pudieran respaldarles; incluso en los días siguientes el Caudillo no tuvo reparo alguno en acudir a diversos actos públicos junto a varios de tales firmantes.

Sólo hubo dos únicas medidas punitivas contra ellos: la primera, un mes después de su publicación, el Consejo Nacional del Movimiento cesaba a seis que eran miembros de dicho consejo –Fanjul, Gamero, Yanguas, Halcón, Valdecasas y Joaquinet–, pero no así a aquellos cuyos servicios a España eran necesarios y se venían demostrando eficaces, caso del duque de Alba, el gobernador del Banco de España y el Capitán General de Andalucía. La segunda, el cese y pase a la reserva del Gral. Valentín Galarza cuya insistencia en el activismo «juanista» había ya traspasado todos los límites, como ocurriera con el Gral. Aranda. Ni que decir tiene que todos los demás siguieron carreras políticas y militares del máximo nivel.

El manifiesto, que no llegaría a hacerse público, quedó, como otras iniciativas anteriores, en nada; Franco salía, por ello, reforzado. Pero sin duda fue conocido por las embajadas acreditadas en Madrid, por lo que lo ocurrido también sirvió a Franco para hacer llegar a los aliados un claro mensaje de firmeza y de reafirmación de que no estaba dispuesto a ceder ante pretensiones inspiradas en el exterior que no coincidieran con los intereses de España, como era el caso de los «juanistas».

Por último, el 19 de Marzo de 1945, Don Juan hizo público un manifiesto, emitido desde su residencia en Lausanne (Suiza), con el que rompía con Franco, contradiciéndose con su actitud hasta el momento, del cual entregó oficialmente una copia dirigida al gobierno español en el consulado español en Berna.

En coordinación con el manifiesto, el representante oficioso de Don Juan en España, su tío, el infante Don Alfonso de Orleans y Borbón –de 59 años de edad; militar de carrera, que acabada la guerra fue ascendido a General pasando a mandar la II Región Aérea en 1940–, renunciaba a su mando y dirigía una carta a los más destacados mandos militares y cargos civiles «juanistas» invitándoles a seguir su ejemplo dimitiendo de sus cargos, descubriendo así las verdaderas intenciones de Don Juan que no eran otras que intentar provocar, o al menos simular, un levantamiento militar contra el Caudillo o, en el menor de los casos, una crisis política que le obligara a dimitir.

El fracaso de la iniciativa fue total pues atendiendo a la petición del Infante de Orleans –que fue destituido y confinado en las Canarias durante un par de meses–, sólo dimitieron el Gral. Kindelán de su jefatura de la Escuela Superior del Ejército y el duque de Alba como embajador en Londres –bien que éste aún seguiría en su puesto durante varios meses–; ni uno más del resto de altos mandos o cargos civiles declaradamente «juanistas» siguió su ejemplo. Incluso el Gobernador del Banco de España, Antonio Goicoechea, uno de los más activos «juanistas» del momento, no sólo no se sumó a la petición de dimisión del Infante de Orleans, sino que calificó el manifiesto de «grave obstáculo para la restauración (de la monarquía)«, afirmando además que quien dimitiera incurría, en su opinión, en «delito de lesa patria». Así pues, sólo entonces y de motu proprio, el Gral. Kindelán, uno de los más destacados «manifestantes» monárquicos contra Franco, se autoinflingió la pena que ni siquiera el propio Caudillo iba a imponerle, y dimitió.

Como puede verse, durante el gobierno de Franco hubo manifiestos nada desdeñables en su contenido, firmados además por altísimas personalidades civiles y militares en activo, cuyas consecuencias, a parte de algunos ceses momentáneos –lo que no significaba que acabaran sus carreras ni militares ni políticas, salvo en algún caso puntual como hemos visto–, fueron más que leves. Y es que ni Franco fue un «dictador», ni su régimen la «dictadura» que hoy se pretende.

Vía El Español Digital

Los manifiestos monárquicos durante «la dictadura»