domingo. 29.09.2024

Las dársenas del puerto de Cádiz se hallan abarrotadas de gentes y enseres. Apenas hace un año se ha descubierto el continente americano, y apremia a los Reyes Católicos hacer efectiva la posesión sobre la nueva tierra, trasladando los ingredientes humanos y materiales que hagan del Nuevo Mundouna prolongación de la propia España. 

El Almirante de la Mar Océana, flamante descubridor de América, supervisa en persona el alarde del bagaje colonizador, porque todo ha de ser escogido: personas con oficios conocidos, sin sombra de delincuencia, y enseres, semillas y ganados seleccionados para arraigar con éxito en el Nuevo Mundo.

Entre lo exhibido en la revista ante la mirada escrutadora de Colón, diez caballos y diez yeguas de soberbia planta de origen hispano-árabe, a los que  el Almirante concede su aprobación inmediata, porque están destinados a iniciar la cabaña caballar de América.

Y así quedan las cosas, hasta que unos días después se produce el embarque efectivo de todo el matalotaje colonizador. 

Pero ocurre un suceso, en apariencia trivial, pero que va a revestir una importancia crucial en la historia rural de las Américas. Colón enferma el día del embarque de los caballos, y los pícaros tratantes lo aprovechan para sustituir la mercancía: retiran a los lucidos corceles del alarde y embarcan en su lugar ejemplares de ruin planta, incluso toscos, y cuando Colón comprueba la estafa es tarde: ya las naves navegan con rumbo a las Américas y no hay retorno posible. La historia consignará que partieron hacia el Nuevo Mundo unos «matalones», esto es, unos pencos de ínfima calidad.

Los caballos de la marisma se multiplicaron, y fueron los que se extendieron por las extensas llanuras americanas.

Pero no era cierto. Sí lo era el hecho del cambiazo, no que los caballos embarcados fueran matalones. Los tratantes los habían conseguido a un precio mucho más ajustado en las cercanas marismas del Guadalquivir, y eran ejemplares de la raza de Retuerta, que vagaban libres y salvajes por las marismas béticas.

Y resultó que estos caballos resultaron los más apropiados para las tierras americanas. Eran de escasa presencia, modestos, y estaban curtidos en los ciclos de aguas y secas de la marisma, en sus fríos y calores, todo ello extremoso, y hallaron en América unas tierras muy semejantes a las de origen: los llanos del Orinoco, las pampas del sur, las estepas del piedemonte andino, los páramos patagónicos o las planicies del Oeste americano, eran tierras abiertas, descomedidas, muy familiares para los pequeños caballos de Retuerta, duros, sufridos, insuperables en el trabajo, y no tuvieron dificultad alguna en adaptarse a los nuevos paisajes.

Los caballos de la marisma se multiplicaron, y fueron los que se extendieron por las extensas llanuras americanas y sirvieron de montura a los gauchos argentinos, los llaneros venezolanos, los charros mejicanos, los huasos chilenos o los jinetes patagónicos, y también a los vaqueros y los indios del Oeste americano, que tanto prodigó el cine de Hollywood. Algunos de estos se escaparon y retornaron a su condición silvestre, convirtiéndose en mesteños, los famosos «Mustang».

Por todo ello fue providencial aquel cambiazo, porque los airosos caballos del alarde inicial no hubieran soportado el paisaje ni el clima americano, apto solo para los roblizos caballos marismeños que poblaron las Américas. 

Borja Cardelús es autor de 'América Hispánica'.

Vía ABC Historia

Un cambiazo providencial