domingo. 29.09.2024

NOCHES DE TERROR

 

"Muchas noches, cuando me quedaba dormido, mi padre cogía los perros y marchaba a cazar dejándome solo. Sus disparos me despertaban, y al saberme solo me entraba un temblor de miedo que combatía encogiéndome como una pelota, tapándome la cabeza y conteniendo la respiración. No se oía otra cosa que el canto de los mochuelos  y el trajín de los ratones a mi alrededor, y con la única compañía de estos sonidos pasaban unas horas que para mí eran siglos.   Cuando al fin llegaba mi  padre, siempre traía alguna pieza, según la época del año, lo cual era un verdadero consuelo.

 

Yo estrenaba muy poca ropa. Un par de alpargatas debían durar un mes. Si las rompía antes de terminarlo, no me quedaba otro remedio que ir descalzo, así que procuraba conservarlas tanto tiempo como me fuera humanamente posible. Durante el invierno la vida era mucho más difícil, se carecía de frutos, a los que yo sacaba el máximo rendimiento, y de ropa de abrigo, y había que soportar prácticamente a cuerpo todas las inclemencias del tiempo. En verano, la abundancia de fruta suplía la ausencia de pan. A pesar de mi corta edad, conocía todas las higueras y los demás árboles frutales de los alrededores de "la Torreta", y los visitaba con frecuencia desde que empezaban a dar fruto. Tenía también mucha afición a coger pájaros con trampas. De mi vida infantil sólo recuerdo que me tocó trabajar desde muy pequeño. Y así he seguido. No puedo agradecer nada a nadie. ¡Si yo pudiera reflejar con mi pluma la realidad de cuánto he sufrido en esta vida!"

 

No recordaba estos terrores de la infancia de mi buen padre. Todos los tenemos cuando somos niños. Yo, por ejemplo, dormía al lado de una ventana. Bien, pues  no sólo tenía que estar la persiana bajada del todo, sin una rendija de luz que pudiera filtrarse, porque me parecían esos agujeros rasgados y luminosos los ojos de cualquier fantasma, debía estar la cortina bien cerrada. De modo que dormía sujetando el visillo con una mano, tensándolo, para que el monstruo de la ventana no me atacase en la cama. Sí, ahora sonrío y me las doy de tipo duro envuelto en la bocanada de humo azul del pitillo, pero entonces me moría de miedo. Como mi  padre, que sí era un tipo duro de verdad, pero duro de cojones -no hay otra manera más precisa de definirlo-, y que, cuesta imaginarlo, era un niño tan sensible y desvalido ante la soledad y la noche como todos los niños del mundo. Como todos los ancianos del mundo. 

 

Le he oído gritar otra vez y he entrado en el piso. Mi madre estaba ya al pie de la cama. El abuelo echa espuma por la boca. Los alaridos espeluznan y se le han escapado las heces una vez más. Un ecce homo. Lo hemos limpiado y mi madre ha traído unas hierbas en infusión. No sé qué son. Mis padres han sido muy aficionados a la herboristería y a la medicina natural: todo lo arreglaban con infusiones, vahos, emplastos y calditos de muy variada especie y condición. Así que no sé qué narices le ha traído mi madre. Se lo ha dejado en la mesilla de noche. Mi padre, más tranquilo, se queja del estómago, en la parte baja del pecho, y del hombro izquierdo, pero no se queja mucho. Pren-te aixó, Fransisco, que t' anirá bé, fes-me cas, home de Deu. Pero no hay manera, la taza sigue en la mesita y él, con una mano sobre el estómago, emite unos lamentos rítmicos, apenas audibles, y gira el cuello como para mirar al Cristo de siempre, cabizbajo ahí arriba en permanente agonía.

 

Refresca afuera en la terraza, en esta noche de finales de Agosto, y decido instalarme en el comedor, con el paquete de "Chester", la carpeta azul de las libretas y la taza de café vacía. Creo que aceptaré la invitación de mi madre para cenar algo. Pero, mientras, vuelvo a la libreta amarilla, apergaminada.

 

"Una mañana se presentó una pareja de la Guardia Civil en "la Torreta" y se llevó a mi padre. Yo cerré la puerta. Estuve vagando todo aquel día por el campo y por la playa de Alcocebre; y al atardecer fui a ver a mi tío Roda, con el fin de dormir aquella noche en su casa, pero no estaban y determiné dormir al lado de la casa, sobre un montón de arena. Y me encomendé a Dios, pues creí que me helaba. Cuando se hizo de día tomé el camino, me fui a Alcalá y me presenté en casa de mi tía Francisca, hermana de mi padre, que fue quien se encargó de mi educación mientras mi padre se encontrara detenido. Pero, ¡qué educación!

 

La Guardia Civil había practicado un registro en el molino y hallaron una máquina de fabricar moneda falsa. Esta máquina se la dejó a mi padre, para que la guardase, un tal "Franche". Como quiera que mi padre no sabía leer, ignoraba de lo que se trataba y por lo tanto mal podía comprobar aquel objeto y la responsabilidad que comportaba tener aquello en su poder. A pesar de mi corta edad, recuerdo perfectamente que durante mucho tiempo hubo unos hierros dentro de un saco, al lado del camastro, contra la chimenea, donde todo el mundo podía verlo e incluso servía de asiento.

 

"El Franche" le dijo a mi padre que aquello era de un señor de Castellón y que en unos días vendría a buscarlo. Fue detenido por la Guardia Civil, pero se fugó. Como mi padre no pudo acreditar su procedencia, cargó con la responsabilidad. Fue condenado a un año como encubridor y cómplice. Durante este tiempo, como digo, estuve con mi tía Francisca. Contaba entonces con siete años escasos. Mi escuela fue ir cada día al campo con mi tío Antonio y con la tripa no muy llena. En verano llevábamos un pan, que entonces costaba 20 céntimos, para los dos, y dos arenques. En invierno, un puñado de higos secos, cuando los había. Mi tío y mi tía estaban siempre en disputa sobre quién tenía más y mejores fincas (como dice el refrán, "donde no hay harina, todo es mohína"). Cuando esto sucedía, yo marchaba a dormir a mi cuarto, que era la pajera. No precisaba sábanas; un saco debajo y alguna vez incluso sin él. Así, de esta manera, fueron transcurriendo los días de mi infancia, un camino de espinas. Sin una caricia, ni una palabra de consuelo, ni el beso de una madre, tal como si fuera hijo de padres desconocidos. Quizás en un hospicio hubiese tenido algo de calor familiar. Hay que decir, sin embargo, que en aquel entonces para mí el cariño y el halago no tenían ningún valor, por la sencilla razón de que no los conocía.”


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 36 [Parte 1]