miércoles. 03.07.2024

El editor e impresor Estampa es un caballero de aspecto decimonónico. 

Calvo, gasta perilla y bigote con guías a lo Dalí, pero menos. Fuma mucho, con parsimonia y elegancia, y trabaja porque tiene que mantener a su amplia familia. No trabajaría, según cuenta, si estuviera soltero: muy probablemente sería monje o proxeneta. El señor Estampa tiene ideas propias y originales sobre la condición humana.

Su apellido, con “E”, recuerda al Stampa italiano, que significa “imprenta”. Podría ser una mala licencia literaria pero no lo es. En el Valle de Arán, en el pueblo de Escunhau, está la fonda “Casa Estampa”, y pertenece la familia del editor. Hace siglos que los Estampa habitan aquellas montañas y aquellos valles. Algunos emigraron, hombres y mujeres. Se les ve en América desde el siglo XVIII, el virrey Portolà o el coronel de boinas verdes del ejército norteamericano, Claude Haribey Estampa, veterano de todas las guerras del siglo XX, mercenario y espía. Claude es primo del editor Estampa, como indican sus apellidos, y es calvo y se parece a Kurtz, Marlon Brando en la película del Vietnam de Coppola, que se basa en la famosa novela de Conrad, “Heart of darkness”, como todo el mundo sabe. Haribey Estampa estuvo en Vietnam, en Laos, en Camboya. Con la guerrila Hmong y en Europa con Donovan, en el Pirineo vasco francés, con los enlaces del PNV de Aguirre, menuda historia. Ha vivido para contarlo pero no quiere. Dicen que se esconde en Tampa, Florida, con su mujer vietnamita y una pandilla de hijos. Digo “dicen” porque estuve con él a principios de los 80 y no he vuelto a saber nada más, por lo menos directamente. Su familia no sabe, no contesta y su madre, Filomena, tendrá 110 años. Tal vez hayan muerto todos. Claude Haribey Estampa fumaba puros y bebía cerveza continuamente. Lo hacía para paliar algunos síntomas de la enfermedad tropical que padecía. Frecuentaba un bar de alterne muy famoso, en la carretera, y conocía a la madame, Valerie. Claude Haribey Estampa iba por las mañanas, cuando el local olía a detergente y a café recién hecho, y estaba cerrado al público crápula de la noche. Le gustaban las ojeras de Valerie y su voz de cazalla, la de Valerie, traía a Claude recuerdos de otros locales, en el Oriente, donde conoció a su mujer, pequeñita y dulce. Valerie lo comprendió muy bien y no protestó. 

 

Mientras tanto, yo esperaba que Estampa no preguntase por el libro del anticipo nada despreciable, pero el editor no lo pudo evitar.

 

-¿Cómo va su libro? Mi libro.

-Estoy recopilando información. Hay mucha, contradictoria a veces, siempre interesante y jamás ordenada.

-Usted sabe que me interesa el brigada Martorell.

-Sí.

 

El señor Vila encendió un cigarrillo. Conocía, sin duda, el encargo de Estampa y procuró echarme un cable. Un cable a tiempo puede salvar la vida de un hombre. Y la de un libro. 

 

-Ustedes, los escritores, suelen complicarlo todo. En muchos casos es pura pereza, desidia, no querer acudir a las fuentes primeras. Le pasé algunas direcciones, ¿recuerda? Ahora puedo darle otra: hable con Durà. Entró en Barcelona en enero del 39, a caballo, en su vieja casa “La Tamarita”, la del Paseo de la Bonanova, paseo evangélico donde los haya. Su irrupción produjo efectos salutíferos en propios y extraños, y alguna que otra diarrea entre el personal republicano; la salud se recupera con las alegrías del regreso del héroe, y las diarreas son hijas del miedo y del aceite de ricino, incluyamos, claro es, algunas enfermedades como la colitis, pero no se sabe si fue primero el huevo del estiércol humano o la gallina de las bacterias, por expresarlo gráficamente, usted me entiende, joven. Durà no estuvo en Codo, aquel cementerio de requetés, sino en el Ebro, eso otro cementerio de requetés, milicianos, soldaditos y mercenarios de todo pelaje; “murió en el Ebro” se decía del desaparecido, le llaman el desaparecido, por no nombrar a la parca nunca, porque en España se despreciaba a la muerte y nunca se la llamaba por su nombre. Usted también me entiende ahora. Durà estuvo en uno de esos dos cementerios y regresó vivo, más o menos; le quedó el mal carácter y la afición al coñac, qué le vamos a hacer. Morirá de viejo porque sigue vivo. 

¿No cree, Estampa? 

 

-Puede ser. Quién sabe. El muerto, vivo, dice Peret.

 

Decidí hablar con el señor Durà si es que seguía en este valle de lágrimas y no había cruzado el umbral del tercer cementerio a causa de los disgustos de la paz o de la hepatitis. Y lo hice. Pero el héroe estaba mal. 

 

-Luchamos por la causa de la Santa Tradición. Por Dios y por el rey. Tómese ese vino rancio, hágame el favor. ¡Llamad a Santapau!

-Murió en el Ebro, padre.

-Mierda. ¿Y los Giol?

-También, padre.

 

El viejo Durà tembló mirando al cielo con mirada trémula, era todo él un espasmo y un grito ahogado, y unos lagrimones, y el dedo índice acusando al aire, y a las molduras del techo.

 

-Siempre es igual.

-Comprendo.

 

No comprendía nada porque nada había que comprender. El vacío del amigo muerto ni se entiende ni se llena, como la verdad ni teme ni ofende, y las acusaciones al cielo son vanas y torpes, aunque tiernas; son poéticas, como versos sin letra o letras en el aire. Dejé al antiguo soldado con sus lágrimas 

y su hija y me fui a casa. 

Al día siguiente, una intuición hizo que llamase a la señorita Durà.

 

-No sé si me reconoce por la voz, estuve ayer con ustedes.

-Sí, dígame.

-Escuche, señorita: me fijé en la biblioteca de su padre. Me fijé en los libros de Martín de Riquer.

-Fueron compañeros en la guerra.

-Eso pensé. Pero su padre no estuvo en Codo.

-No, señor. En el Ebro, sí. 

-Con Riquer.

-Sí, señor. 

-Pero su padre no recuerda nada.

-Ahora no, es cierto. Yo creo que puedo, tal vez, intentar contarle lo que me explicaba, que no era mucho porque prefería olvidar todo aquello.

-Y perdonar.

-Eso no lo sé. Es difícil.

-¿Le importaría, pues, contarme lo que usted sabe, señorita? 

 

Esa misma tarde, nos reunimos en el Bar Víctor del Paseo de la Bonanova, a suficiente distancia de “La Tamarita”. La señorita parecía menos preocupada y menos triste. Le dije que su familia, de antigua tradición burguesa -si me permiten ustedes el oxímoron-, se hallaba en el centro de las grandes sagas de Barcelona y que, seguramente, no sería extraño que su padre conociese a los Bach de Fontcuberta.

 

-Bach de Portolà, querrá usted decir -puntualizó la señorita-. Claro, somos primos lejanos. Un Bach desapareció en el Ebro. 

-¿En el Ebro o en Codo?

-En el Ebro, aunque no podría asegurarlo. Mi padre hablaba del grande de Bach, en broma, porque era un chico muy alto, fuerte y aristócrata. 

-¿Por qué no podría asegurarlo?

-Pues por la mala memoria de papá y por la mía. El “gran Bach” estuvo en el frente del Ebro pero con otro nombre. De eso estoy segura. Mi padre repetía: “Bach se hace llamar Plasencia; siempre ha sido un loco”. 

-¿Plasencia? ¿Por qué? ¿Había hecho algo malo? En la Legión se alistaban con nombres falsos aquellos que tenían un pasado que ocultar, lo cual forma parte de la mitología legionaria, ya lo sabe usted, señorita. 

-No lo sé, no lo sé. El chico este, Bach, era alto, fuerte, valiente hasta la temeridad; mi padre repetía que estaba loco y que se hacía llamar Plasencia. 

No puedo contarle nada más, de verdad. No puedo porque todo es confusión en mi cabeza, a veces temo que acabaré como papá, pobre, pobre papá. ¡Usted no sabe cómo se sufre viendo a tu padre así, todos los días! -y arrastró las sílabas hasta la desesperación-. A todas horas. Solo es papá cuando duerme. Mejor que duerma siempre, ¿comprende? Siempre.

La señorita Durà rompió a llorar. Yo apunté nombres en una libreta. El alférez Bach o su espectro me acompañan desde hace meses. No es una tortura sino una presencia imponente que se pierde entre bayonetas y explosiones de locura.

No quiero anticiparles nada. Sepan solo que el señor Vila acusa a los escritores con mucha ligereza. Acudir a las fuentes primeras es siempre doloroso, y a veces muy doloroso. Aquella tarde acompañé las lágrimas de la señorita con media docena de copas de coñac. Quise regresar a casa dando un rodeo para airear el alcohol y disipar las nubes de melancolía que asomaban por el difuso horizonte de mi alma. No conseguí ni lo uno ni lo otro.

 

-No me encuentro bien -dije a mi mujer. Y me acosté. 

Quería ser yo mismo durmiendo.

 

Había paseado más de la cuenta. Estaba cansado. Mañana nos iremos a la casa de la montaña y escribiré. Estampa merece que trabaje más; mi conciencia merece un reposo.”

 

Los paseos, veredas de la parca en la España de las fosas, verano de 1936 y siguientes, dieron en mí un fruto literario, uvas o agrazones, ¿higos? Lo sabe la Brisa. Y disculpen ahora, tengo que trabajar, poner orden en todas las carpetas. Son muchas carpetas con documentación y notas para el libro de Estampa. Por lo menos, para empezar, estableceré un orden cronológico. Tal vez sea bueno escribir en la montaña, paz y tranquilidad, inspiración, lejos del ajetreo de la ciudad. 


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 5 [Parte 1]