domingo. 29.09.2024

Escuché unas pisadas lejanas. Unas pisadas secas en la noche húmeda. Se alejaban más todavía. Pero no había jadeos. Lancé la colilla en dirección al camino, a las pisadas lejanas. Y volví grupas. Ya está, pensé. Mañana será otro día. Con un poco de suerte solo va herido.

Silencio.

 

Encendí otro cigarrillo y contemplé la noche oscura desde la verja. No es bueno disparar. Pero se lo había advertido. A quién se le ocurre. Tenía que haberse mostrado. ¿Y si lo has matado? No. No había nadie en los matorrales y aquello que pisé no era sangre, serían orines de perro, o excrementos de perro, vaya usted a saber. Al primer disparo tenía que haberse mostrado el hijo de puta, ¿no? A lo peor estaba demasiado borracho. Pero, si no se tenía en pie ¿esas pisadas a lo lejos? Alguien huía por el camino, de eso estoy seguro. 

Y así estaba cuando el jadeo resonó en el aire oscuro, bajo las estrellas de la noche sin luna, sobre los pinos sombríos e inmóviles. El jadeo de una bestia del infierno y de todos los infiernos.

 

-¡No puede ser!

 

Y ya no tenía más balas allí.

Corrí hacia la casa. 

 

-¿Qué pasa? ¿Por qué haces tanto ruido? -era mi abuela.

-Alguien está en el bosque. Respira muy fuerte.

-A ver.

 

Y la abuela se acercó a la verja y se tambaleó un poco. Y se oyó el jadeo. Y la abuela estalló en una carcajada más sonora que aquella respiración tenebrosa.

 

-¡Es una lechuza, tonto!

 

Y me dio un capón.

 

-¡Hala, a dormir! Y no hagas tanto ruido, hombre de Dios. A dormir, a dormir.

 

Y siguió riendo.

 

-Una lechuza, ay, estos jóvenes, ay, que no saben nada. Una lechuza, ¿qué iba a ser? ¡Ay, estos jóvenes!

 

Mi abuela falleció a los 101 años, recordando la cueva de Líster, en Valjunquera, y la sangre que derramó el gallego contra los anarquistas. Otra historia que no les contaré. Mientras, sigo con el niño, y el cochecito del niño. El niño se ha despertado. 

Pido que me releven, el sol está alto, duelo al sol, sí: tengo que escribir lo que sucedió al día siguiente, mejor dicho, la noche siguiente.

 

Estaba acostado, leyendo en la cama. El editor Estampa había decidido empezar por el principio la historia provisional de la vida del brigada. Supuso que el “loco de Gandesa” podía ser Martorell. Y también supuso que quien escribió aquellos textos disimuló el nombre real y el protagonismo del brigada. No es la primera vez que se falsean datos en una biografía comprometedora. Y la de Martorell lo es, o podría llegar a serlo. “Contaremos su vida desde que sale del pueblo y entra en la Guardia Civil”, me dijo. “Esto dará para una primera aproximación a un asunto muy turbio en la Barcelona de 1910.” 

 

De repente, escuché aquellas pisadas que tanto asustaban a Maribel y a su marido. Mi mujer advirtió:

 

-Es Joel que vuelve -se refería a nuestro yerno.

 

Sin embargo, no se detuvo ante la puerta de la casa. Continuó a lo largo de la terraza. Pisadas sordas, fuertes, firmes. Extraje la pistola de la mesilla y abrí la puerta. La terraza estaba desierta. Un murmullo del viento en la noche me estremeció y apunté en aquella dirección.

 

-Buenas noches, hijo.

 

Aquella voz venía de la parte del cedro del Líbano. Era mi padre, muerto en 1978. Se mostraba con una especie de transparencia luminosa y no intimidaba, al contrario: una paz libre de toda tristeza se apoderó de mi alma. Dejé la pistola sobre la mesa de bambú. Mentiría si dijese que me moví, no podía caminar; o, más bien, no quería hacerlo. Me ví como desde arriba, desde el tejado que cubre la terraza.

 

-¿Papá?

-Hijo mío.

-¿Estás bien?

-Mejor que en la tierra, hijo. Pero reza por mí. 

-Llevó 43 años rezando, papá.

-Y ofrece Misas por mí y por tu abuela. Por favor, hijo.

-Sí, papá.

 

Estuvimos un buen rato en silencio. Supe que mi padre sentía un orgullo sincero y fresco, joven, por mis hijos, sus nietos. Estoy seguro de que esa era su paz.

Su hijo había formado una familia. ¿Qué más podía pedir? Oraciones. Misas.

 

-Me voy, hijo. Dile a mi hermano que no te moleste. Dios te bendiga, hijo mío.

-¿Tu hermano? 

-Estampa, tu editor. Adiós.


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 42 [Parte 1]