domingo. 29.09.2024

Se ha caído el cuadro de la familia. El cuadro que está al pie de la escalera que sube al segundo piso. Estaba bien colgado, ¿no? Sí, estaba bien colgado. ¿Por qué se ha caído? No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber? La familia por el suelo, trozos innumerables de cristal o de vidrio. Y el gancho del que pendía el cuadro sigue firme allá arriba. No lo entiendo: el clavo ese sigue ahí. ¿Cómo ha caído? No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber? Menos mal que el niño sigue durmiendo. Mi mujer barre los restos y me mira. No lo sé. Un accidente. Estas cosas pasan. No hay que darles mucha importancia. Y no se la doy y vuelvo con el niño. Y retomo el paseo alrededor de la casa. Run, run, run, run. Hola, señor olivo. Este es un olivo joven, de mediana edad, que no me hace mucho caso, está en sus asuntos con el romero y el amarillo de la genista, qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo. Y al lado del olivo está el macetero de piedra esculpido con escenas de la Anunciación y de la Navidad. Y me gusta, aunque sea verano, porque voy con un niño que es El Niño, también, ya lo he dicho. Y luego porque la Navidad no tiene estación, ni es fría en todo el mundo, y hay quien la celebra a pleno sol en otros hemisferios. Y yo la celebro así, aquí, ahora. El Niño de piedra me bendice con dos deditos. Amén, amén. Los niños han salido como cohetes de feria y han bajado al jardín y molestan a la perra y agarran una pelota y se ponen a jugar dando gritos, que es lo que hacen los niños cuando juegan, porque los niños no saben jugar en silencio, como quieren los mayores. Si jugaran en silencio, no serían niños, y esto lo sabe cualquiera que tenga niños, y aunque no los tenga también lo sabe, porque los sufre en forma de sobrinos o de amiguitos de los sobrinos o en cualquier otra de las muchas formas en que se manifiesta la infancia. O sea, que los niños corren dando voces detrás de la pelota. Y las mariposas también corren por el aire, nerviosas, las mariposas parece que están siempre nerviosas, y la libélula da vueltas alrededor de la piscina, giros metódicos y mecánicos, como de helicóptero, que es como llaman los niños a las libélulas. Están las moscas y los moscones y los tábanos, y antes por aquí, debajo de las piedras, había escorpiones y serpientes, pero creo que ya no, porque hace mucho que no veo escorpiones ni serpientes. La última serpiente que ví, hace algún tiempo, estaba partida en dos del hachazo que le propinó mi abuela. Mi abuela solo iba con el hacha en la mano para podar árboles y matar serpientes. Mi abuelo, e.p.d., también iba con el hacha y cortaba las ramas bajas de los frutales y las vendaba con mantas. Es que las ramas bajas de los frutales le daban en la calva y el abuelo gritaba como un poseso y le daba hachazos al peral y al cerezo y al limonero y a todo frutal agresivo que tuviese a la vista. Era un jardín de árboles tullidos y vendados. Un jardín doliente y estrafalario. Pero esto son cosas del pasado. Lo de la serpiente es más reciente, me gustan los ripios; tan reciente, sí, como aquello de la lechuza, que daba mucho miedo. Como las pisadas en la noche.

Se lo voy a contar porque el niño está muy dormido y yo me he cansado de dar vueltas con el cochecito.

 

Pues era una vez que llegamos tarde de la cena y aparqué el coche abajo, junto a la verja del jardín y del bosque. Y cuando bajamos del coche se oyó un jadeo profundo, como la respiración de un ser monstruoso. O de un borracho. Un jadeo rítmico y tétrico, un estertor, una agonía. Y cuando subimos deprisa las escaleras se hizo más rápida y más presente aquella respiración, pero no vimos ser humano alguno por los alrededores. No había luna. Y dejé en la casa a mi mujer y salí con el viejo Remington y me acerqué a la verja y me asomé al bosque. Y grité un grito de amenaza. Y se hizo el silencio.

Y ya volvía hacia la casa cuando empezó de nuevo el jadeo, más fuerte y más amenazador si cabe. Regresé.

 

-¿Quién anda ahí?

 

Silencio.

Me separé de la verja. El Remington terciado sobre el pecho. Silencio. Volví sobre mis pasos. Otra vez el jadeo.

 

-¿Quién anda ahí? ¡Salga o disparo! ¡Vamos!

 

Silencio.

 

-¡Vamos!

 

Silencio.

Me acerqué a la esquina de la verja, caminando despacio, y llegué al final del jardín. Encendí un cigarrillo, protegiendo la lumbre con el hueco de la mano. Me reconocí en la mili, hace años, claro, a la entrada del cuartel, de madrugada, en la misma postura, bajo las estrellas, vigilando al guripa de la garita de la entrada que, o bien se dormía, el muy cabrón, o se masturbaba, el muy guarro, qué le vamos a hacer, la soledad es muy dura y las guardias por la noche, más. Así que allí estaba yo con el viejo Remington y el pitillo oculto y todos lo silencios de todas las noches hasta aquel momento. Volvió el jadeo con la fuerza terrible del soplido de un dragón y monté el arma. Y me acerqué mucho a la verja y apunté hacia los matorrales, bajo los pinos, y disparé varias veces.

Silencio.

 

-Fuera quien fuese, está frito. 

 

Bajé las escaleras, rodeé por fuera la verja y subí al bosque.

Una respiración entrecortada, animal y terrible, me recibió como el vaho de un horno infernal. Encaré el Remington y disparé otra vez.

Silencio.

 

Trepé por la ladera del monte, más bajo que el horizonte, quería tener buena vista. Y pisé los matorrales. Y no encontré señal alguna de seres vivos o muertos. Silencio.


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 41 [Parte 1]