domingo. 29.09.2024

Y vuelvo, vuelvo al salmo. Y este Dios que mi padre no sabía si existía o si no existía me perdonara los despistes, porque sabe de qué pasta estoy hecho y le pongo buena voluntad al salmo, pero cada uno puede lo que puede y, en general, menos de lo que puede. De hecho, uno no puede nada, que esto también lo dijo el señor Jesucristo y se ofreció para ayudarnos en esta debilidad. Y si no quiero hablar de política, tampoco lo haré de teología, que viene a ser lo mismo. Una cuestión de fe. En fin, se acabó el salmo. Y me santiguo. Y ya se oyen ruidos en la casa. Y yo me alegro. Los ruidos me recuerdan a los que dicen que se oyeron ayer a medianoche. Ruido de pisadas lentas y pesadas.

-Se escuchan casi todas las noches, a las doce, señor. Y mi marido y yo, cuando mi marido vivía aquí, teníamos miedo, pero al poco nos acostumbramos y dejamos de temer las pisadas. Pero son pisadas de alguien, yo se lo juro.

 

Es Maribel, que vive en la casa hace años y nos ayuda en verano. No se puede decir que sea miedosa porque en invierno vive aquí sola, entre los fríos y las nieves y las nieblas de la montaña, y los pocos vecinos que se aventuran a salir a la calle y que se ven porque los ilumina la vieja farola y cuando salen de aquel haz de luz desaparecen, no se sabe si para siempre o solo mientras dura el invierno. Esto de las pisadas lo han oído mis hijos y les ha entrado el temor. Les digo que no pasa nada, que lo más probable es que sean imaginaciones de Maribel y de su marido y que una casa grande medio deshabitada esconde, a veces, secretos oscuros. Pero son oscuridades que huyen de las personas y de la luz, y que por eso no debemos temerlas. Y, además, chicos, ahí está el viejo Remington y el bastón del abuelo: los fusiles y los bastones no gustan ni a los vivos ni a los muertos, es algo bien sabido. Y, claro, como es lógico y natural, según expresión extraña de mi tio -porque lo natural y lo lógico sólo coinciden a veces, pocas-, como es lógico, pues, digo, los niños se arremolinan alrededor de la mesa y reclaman el Colacao y los bizcochos del horno del pueblo, que los llaman “melindros”, cien años de tradición panadera, y los mojan en la leche marrón y salpican en la mesa y gritan y todo eso que hacen los niños. Y mi mujer ya no se enfada, sino que trae más bizcochos y friega un poco la mesa y reconviene a los niños con ternura. Y no hacen caso. Me tomó otro té. Le hago carantoñas a mi nieto, que está sentado en el cochecito. Yo quiero que le de una calada al pitillo pero mi hija no me deja y dice que soy un animal. También dice que tiene que ir a comprar y que si puedo pasear al niño alrededor de la terraza, que a ver si se duerme, que han pasado mala noche, ella y el niño, se entiende.

Uno no tiene mucha elección, no tiene apenas ninguna, claro, y dice que sí. Y se levanta y sale a la terraza que circunda la casa y que está cubierta solo en la fachada sur, por donde pasa el sol, perezoso, durante todo el día. El sol se demora en verano, como si no tuviera prisa. Ahora empieza a sobresalir un poco, por encima de los pinos del bosquecillo, y es bonito porque sus pinceladas de luz alcanzan de lleno a las cumbres de la montaña mágica y la esculpen de nuevo, como cada día, y brotan de la piedra las viejas formas, nuevas, ya digo, pulidas de oro y gris, pero cada vez menos gris y más azul porque el amarillo y el azul son complementarios y el Artista sabe componer y exagera los contrastes, qué preciosidad. Doy vueltas a la casa, lento como si fuese en procesión, y en verdad que voy en Procesión, porque llevo a un niño, y son todos los niños el Niño. Camino despacio por la fachada norte, donde están las hortensias en todo su esplendor rosáceo y violeta y verde, muy verde. Haces de sol, de luz amarilla, se escapan de los pinos, por encima del suelo naranja de agujas secas –ese olor a pino- y acarician a las hortensias y a mí también y al niño, y tengo que ajustar un poco la capota del cochecito para que el pequeño no se deslumbre y se despierte. Entonces camino aún más despacio y me doy cuenta de que mis pasos no son como los que ha descrito Maribel. Esos eran pasos pesados y sonoros, cansinos, pasos secos en la noche húmeda. Pasos misteriosos que quizá procedan también de la montaña serrada y mágica, y de las nieblas del río, aunque espero que no tengan relación con los vientos endemoniados. Y ahora un ruido. Cristales rotos. ¿Qué ha sido eso?


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 40 [Parte 1]