miércoles. 03.07.2024

Llego al Hotel Princesa Sofía, hoy reformado, Sofía a secas, cada vez más cúbico y rectilíneo. La necesidad de las rectas, que no existen en la naturaleza como bien sabía Gaudí, es una necedad de los arquitectos modernos. Coderch de Sentmenat diseñó unos edificios sinuosos y acristalados cerca de aquí que son sublimes. La vieja masía que habitó aquel mismo solar durante siglos desapareció bajo el asfalto y el metal, oh, pero Coderch respetó los ritmos de la vida y del ácido desoxirribonucleico. 

 

Mi padre hizo de todo en ese hotel de 1975, año de su inauguración y de la muerte de Franco. Y yo dibujé mucho: carteles, menús, colgantes “no molesten”, folletos. Nada queda ya del viejo Sofía ni del bar Mayfair donde mi padre confundió al padre de don Emilio Botín (RIP) con un pobre.

 

-No le di una limosna de milagro, hijo.

 

Mi padre se pedía dos dedos de White Horse, el whisky de moda, señalando con el pulgar y el meñique enhiestos un volumen de alcohol muy respetable. Encendía el Condal, su tabaco en aquel tiempo, y miraba a la rubia de turno.

 

-Si te sientas con ella, os invito, chaval.

 

La rubia sonreía, no a mí, claro, y mi padre la invitaba a una copa aunque yo permaneciese clavado en el butacón. Este recuerdo me ha devuelto un poco de alegría. Más allá del hotel, veo el Scotch Corner, de Jaime. Lo veo con los ojos de 1975 porque hoy está cerrado. Jaime era un tipo que se parecía a Tip y hablaba como Tip.

 

-¿Le hace al paladar un Manhattan, señor Segarra?

 

Debo admitir que me costó acostumbrarme a que el señor Segarra era yo.

El auténtico nos dejó en 1978, en el Hospital Clínico, de un infarto fulminante.

 

-¿Cómo está mi padre? -pregunté al llegar a Urgencias.

-¿Cómo quieres que esté? Muerto.

 

Nunca olvidaré aquella respuesta del viejo camarada de mi padre. El espíritu del camarada Juan E. rondaba todavía por el frente, muertos por doquier, y su respuesta sonó como un disparo. Actualmente, en el local de Jaime, hay un establecimiento de café ecológico y de este tipo de productos de la nueva religiosidad. No sirven alcohol. He pasado por delante de la Maternidad, donde nací. Un poco más abajo, al otro lado de la avenida, veo el cementerio. Allí, se dice, está enterrado el brigada Martorell, que podría ser mi abuelo, según las habladurías de los viejos de la Diagonal. Martorell tiene otra historia alucinante que no es de este mundo y que, si tengo tiempo y ganas, les contaré algún día. Sobrevivió a cuatro atentados, a tres guerras, a dos campos de concentración y a un sinnúmero de terroristas; y a la gripe española. En realidad, estoy obligado a contársela, no sé si toda o en parte, porque el editor Estampa me lo pidió. Me lo pidió con la fuerza argumental de un cheque al portador por una cantidad nada despreciable. El cementerio, los cementerios me gustan. Hay paz de verdad. La paz de los cementerios es una paz buena y auténtica. El silencio canta en gregoriano y los cipreses escuchan, temblorosos y serios. El ciprés simboliza la hospitalidad y está en los cementerios porque en ellos se acoge a todo el mundo sin hacer preguntas incómodas, ni distingos ni nada. No se hacen preguntas a los cementerios porque el cementerio es la respuesta. ¿Qué le hace a uno escapar de la nada? El silencio sepulcral es la respuesta más lúcida, diáfana. Viene de cualquier tumba y va a cualquiera que sepa escuchar. El vacío se llena entonces con la consciencia de la nada y la libertad rebosante que da mirar un nicho desocupado sin temblar. Añorar ese descanso es la más acabada felicidad que puede ofrecer este mundo.

 

-¿Cabré en ese nicho?

 

No soy ningún padre del desierto y no quiero tomar medidas tan extremas. Dormiré en la cama. Y borraré esas ideas. Deprisa. Me dirijo, pues, a la calle de Gandesa, nombre numantino y bélico. El bar Tossa ofrece un plato de huevos fritos con panceta muy apetitoso, huevos con puntillas y panceta del pueblo. El señor Vila iba comiéndose el huevo empezando por las puntillas, seguía con la clara y dejaba la yema para el final, un final voluptuoso, erótico.

 

-Esto es casi tan bueno como lo otro, ¿no es verdad?

 

Yo siempre le decía que sí, aunque era todavía demasiado joven para valorar los placeres de la mesa por encima de esos otros, tan tiernos y cálidos. El señor Vila, que no es comunista como el Cosme Vila de “Los cipreses creen en Dios”, saluda al recién llegado:

 

-¡Estampa! Usted por aquí un sábado. ¿Qué toma?


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 4 [Parte 1]