domingo. 29.09.2024

Siento hambre. Es bueno sentir hambre y tener qué comer. Doy gracias por sentir hambre y por tener algo que llevarme a la boca. Es un milagro del buen Dios que nadie merece. También doy gracias porque puedo caminar y oler el romero y el tomillo y ver al gato del vecino salir corriendo: ¿qué estaría haciendo? Y llego a la casa y entro en silencio, como en una iglesia –todo hogar es como un templo-, y voy a la cocina. Y cojo la barra de pan seco y la parto a rebanadas y la unto con tomate, que para eso, digo yo, se inventó el pan con tomate o las sopas de pan y ajo, y echo un buen chorro de aceite dorado. Y caliento el té. El té es bonito: es de un color cobrizo y transparente y huele al Oriente, que es por donde sale el sol. Es bonito disfrutar de los colores de la comida y de la bebida, y de los aromas, y, en fin, de los sabores. El pan ya no está duro y sabe a pan, porque es de la panadería del pueblo, cien años de tradición panadera. Es del horno, que dicen en mi tierra, y tampoco sé si está bien dicho, pero me gusta. El pan se hace en el horno. Y el horno es como todo, ni bueno ni malo en sí. Porque es bueno si se hace pan y es malo si se quema a la gente. El horno produce el cielo y el infierno. Y la elección solo depende de nosotros. Estoy sentado a la mesa del comedor. Una mesa recia, de estilo castellano, fíjate, de parador nacional de turismo, mesa “estilo Fraga” –los más viejos lo recuerdan-, un estilo que más o menos pervive todavía en la Moncloa, en según qué dependencias, claro es, y según me explicó, y yo lo ví, mi amigó Peyró. Las sillas son también de tal estilo, la austeridad de Castilla hecha silla, España y yo somos así, señora, qué le vamos a hacer. En la pared, una escopeta del abuelo y un rifle, Remington, de 1911. Y la cabeza disecada de una cabra hispánica y un Santo Rosario muy grande, muy grande, y un cuadro de Goya, una copia, de una plaza de toros llena de chulos y busconas y malandrines: España y yo somos así, qué cojones. Todo es antiguo y manso, aunque los libros son de la guerra civil y los hay de los dos bandos y leo “No fue posible la paz”, que es uno de ellos, y yo me pregunto si alguna vez será posible. Y creo que no, y me parece un título ingenuo y pedante, como de excusa sin valor ni convicción, pero concluyo que Gil Robles no era ingenuo y no sé si pedante, porque no lo conocí, y no soy de prejuzgar. Claro que no fue posible la paz. Pero no quiero hablar de política porque en España hablar de política es desenterrar muertos y eso está muy feo y es muy peligroso, porque los muertos no acaban de morirse nunca, como los cipreses escuálidos de la avenida. Y son muertos que pueden acabar matándonos, lo cual, digo, también todo el mundo entiende. No insisto. Enciendo el primer cigarrillo, que tiene algo de incienso, el humo que ahuyenta a los demonios –creo que por eso lo han prohibido; me refiero al tabaco, no al incienso-. La casa sigue en silencio porque todos duermen. Aprovecho para rezar con los salmos, que son una fuente de paz y de sabiduría. Y me siento unido a los monjes de la montaña serrada y mágica. Los salmos son alabanza y agradecimiento, y queja y lamento, y petición y canto y súplica. Y la mente se me va al monasterio de Poblet y me acuerdo del monje Altisent, que ya murió, y que era un salmo él mismo, cuando vivía, porque daba paz y alegría, aunque a él le costaba tenerlas. Como las daba no las tenía, es evidente. Vuelvo al salmo. Y vuelvo a perderme por el jardín que se ve tras el ventanal: el tilo, el seto, el olivo viejo, de nuevo. Y mi padre dando vueltas a la casa, con su cigarrillo eterno, pensando sueños imposibles y soñando pensamientos de justicia y de revolución verdadera bajo las estrellas, por los campos de España. “Y cuando mires al cielo, las estrellas te devolverán mi imagen”, me había dicho. Y “ya no sé si hay Dios, pero vive como si lo hubiera, aunque solo sea por hacer caso al señor Jesucristo, que nadie paga con la vida una mentira tan enorme. Y te digo, chaval, que el señor Jesucristo no era un mentiroso, aunque solo sea porque echó del templo a los capitalistas y convirtió el agua en vino y se dejó acariciar por las putas y no se fue con ellas, sino para salvarlas de los capitalistas y de sí mismas y de todos los demonios, que tampoco sé si existen, chaval, pero sí sé que todos llevamos uno o varios dentro y es mejor tenerlos encadenados y conocerlos bien aunque sean horribles y nos de mucha vergüenza”.


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 39 [Parte 1]