domingo. 29.09.2024

El señor cedro es un optimista de jardín, lo cual es más sano y más noble. Porque los optimistas de salón, o también, según ellos, los revolucionarios, no ven el cielo ni pisan la tierra -los árboles está claro que tienen los pies en el suelo y el alma en los cielos-. Y como no pisan la tierra, la destrozan y la riegan con la sangre de aquellos que cuidan los jardines y cultivan los huertos y aman sus casas y sus pueblos y sus campos y sus costumbres. Bueno, pues como el señor cedro es un optimista me saluda, decía, y me presenta a doña paloma y a un ruidoso gorrión y algunos jilgueros, que no paran de cantar y de volar y de hacer cosquillas al bueno del señor cedro. Todo es como una fiesta para los pajarillos porque saben que los alimentan y no les falta de nada y alaban a Dios entre piar y piar, como les dijo el bueno de Asís, aquel pobre contento –porque no todos los pobres están contentos, y esto es muy importante-. Así los pájaros vuelan en el presente con mucha alegría y muy poca preocupación. Yo tampoco tenía aquella mañana otra preocupación que no fuera abarcar toda aquella belleza pequeña y cotidiana; el contraluz sobre los pinos, o por entre los pinos, y los geranios teñidos de un rojo imposible en este mundo, y las telarañas como hilos brillantes de seda, sí, de seda que podía ser de verdad aunque no lo fuera, como las sábanas; y los troncos de los pinos, que eran naranjas y violetas, colores complementarios como se sabe, y parecían pintados por Cézanne. Uno tiene que acostumbrarse a mirar bien. A mirar con limpieza y profundidad. Entonces descubrirá secretos escondidos a los egoístas y a los turbios y a los viciosos y a los avaros. Conocer a Cézanne puede ayudar, porque Cézanne descubrió alguna esencia de la naturaleza y sabía que mires a donde mires, si miras bien, verás una obra de arte tras otra: ritmos y tonos y texturas y estructuras y colores. Y donde aquí ves una curva, verás allá una contracurva, frío y cálido, recto y sinuoso, todo compensado por Aquel que nos ofrece continuamente obras de arte para cada mirada. Pero no hacemos caso. Yo quería hacer caso. Por eso, creo, el gorrión se quedó quieto en una rama del señor cedro, escuchando mis pensamientos y no se atrevió a cantar porque los gorriones saben que cuando surge la presencia de Aquel, solo el silencio es capaz de expresar algo. Pero me despisté otra vez y miré a las adelfas, rosas y blancas, un poco venenosas según decía mi abuela, y tan hermosas, dibujadas por los rayos del sol naciente, que ahora no son rectilíneos sino puntillistas: es que Seurat también vió alguna esencia oculta y nos trajo el puntillismo que es una gran verdad parcial y exagerada. Las adelfas salen de la hiedra que va por el suelo y sube, amorosa, por el tronco del señor cedro. La hiedra está bien, pero a veces tiene algo de serpiente y su abrazo puede ahogar a los árboles, aunque para eso tienen que pasar algunos años y, por lo general, los hortelanos y los que no son optimistas de salón saben que deben cortar la hiedra por su propio bien, el de la hiedra, y por el bien de los árboles venerables como el señor cedro. También me fijé en el olivo que me había visto crecer y que era ahora un tronco seco, retorcido y muerto. Se mantenía en pie porque un olivo nuevo había nacido del viejo, como una resurrección. Y así está bien, porque de los olivos de Getsemaní también nos vino una Resurrección. Yo subía al viejo olivo, que me parecía muy alto y no lo era: a los niños todo les parece muy alto y muy grande, y tienen toda la razón porque lo es. (Repito las ideas como repite la Iglesia su antigua liturgia). No todo, sin embargo, es tan grande como la montaña serrada, gris ahora, o azul, tal vez, con unas pinceladitas doradas en las cumbres, el sol que las acaricia para que despierten. La montaña es azul y a lo mejor hay brumas en el valle del río, y por eso el azul se difumina y el monasterio se ve poco. La montaña siempre está presente y no es la misma: cambia con el tiempo, con las horas y con las luces y las sombras y las nubes y las nieblas del río y los vapores del infierno. Yo creo, antes lo he dicho, que hay batallas cósmicas en la montaña porque están los monjes buenos, que rezan y cantan las horas junto a los ángeles y la música inunda las tierras próximas y lejanas, desde la comarca y hasta el otro lado de los océanos. No vayan a creer que exagero: es la comunión de los santos. Entonces se produce la envidia de los espíritus malignos y de los demonios que acuden en tropel a la montaña y la cubren de tinieblas. Esto ha sido así especialmente desde que apareció la Vírgen Morena, y así se repite y se repetirá hasta el fin del mundo. Y los demonios pierden casi siempre, antes o después, aunque pasen siglos de aparente victoria, porque los monjes no dejan de rezar y de cantar y la música enerva al diablo, que produce unas estridencias horrísonas que se transforman en huracanes que agitan su ira contra los árboles buenos y los buenos campos de labranza y los ganados y los hombres. La paz es con la montaña y con todo aquel que contempla la montaña con el espíritu limpio. La paz está en los pinos próximos, sutiles triángulos de agujas verdes y con los tejados ocres y naranjas y con los setos y con algún chopo perdido lejos del río. Y esto lo veo desde la terraza que da al jardín de abajo, donde el señor cedro del Líbano. Y allí queda el viejo pozo, que dicen que tiene agua, en lo hondo, porque es tierra de aguas subterráneas y de corrientes que bajan al valle y de rieras que no deberían estar edificadas, porque cualquier día los vientos del infierno pueden desencadenar las aguas, que bajarán impetuosas como un diluvio y todo lo arrasarán. No, no deberían haber construido en la riera, pero el hombre tiende al optimismo de salón y olvida a la naturaleza, o, aún peor, la quiere manipular. Y ahí tenemos al demonio riendo mucho y esperando su venganza. Dejo estos pensamientos un poco sombríos, ¿quién puede ordenarlos? ¿Quién lo hace? Decidme… No, no me digáis nada árboles, pájaros, ríos y montañas, porque no lo sabéis: el viento sopla donde quiere. Y yo me he ido ahora, despacio, a la pequeña avenida de los cipreses, hacia el sol naciente, hacia los siete cipreses ancianos y resecos, no muertos aún, aunque llevan muriendo hace muchos años, tantos que es posible que nacieran medio muertos. En sesenta años, los cipreses nunca se han caído, ni se han doblegado a los vientos o a las tempestades -¡estaba tan fuerte el hermano del señor cedro!-. Son cipreses esqueléticos y débiles, centinelas férreos, quijotes oscuros plantados como caballeros de guardia bajo todas las estrellas y todos los soles. No, no se irán los cipreses, tan enjutos y tan sobrios que parecen un pedazo vertical del alma de Castilla. Las almas pueden ser verticales u horizontales y ya sabe todo el mundo a qué me refiero.

O sea, que respiro en la avenida de los cipreses y bajo las escaleritas hacia la terraza del otro lado del jardín: desde allí se ve mejor la montaña y la casa entera y el buen señor cedro y los magnolios y los olivos y la higuera y los setos y el pozo y el álamo y el gran sauce y el riachuelo y el laguito. Oigo a lo lejos el canto de un gallo y el ladrido de un perro y el silencio que es más silencio después de los sonidos. Y respiro hondo, apoyado en la verja de hierro, mientras una rana ha saltado al riachuelo. Es quizás que ha visto a la vieja perra labrador, que tampoco muere nunca, y viene hacia mí tambaleándose. Dieciséis años son muchos para una perra, pero ella no lo sabe, o no lo quiere saber y mueve la cola como si me viese, pero no me ve porque está medio ciega y no me oye porque está medio sorda. Es la edad y, a lo peor, también los vientos de la montaña.



 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 38 [Parte 1]