domingo. 29.09.2024

Mamá, ¿has cerrado la puerta con llave? ¿Está escondida? Bien, bien. Mi padre, a veces, abría la puerta y se fugaba. Salía a la calle, tal y como fuera vestido o desvestido, la mayoría de las veces con un camisón blanco, largo y raído, y asustaba al personal con sus alaridos y sus gestos. Me avisaba entonces, Antonio, el del colmado, o los del bar de la esquina. En algunas ocasiones, cuando me veía, recuperaba la lucidez por un momento -o tal vez no, y eran figuraciones mías- y sollozaba al reconocerse en aquel trance. Me cogía de la mano y, con él tras de mí un poco rezagado, entrábamos en el portal. Era frecuente cruzarse con alguna señora que iba o venía del mercado, con esos cestos y esos carritos como de cuento de Caperucita, y era frecuente que las miradas se cruzasen también en un punto indefinido entre la curiosidad y la 

malicia, entre el ascensor y el primer rellano, entre el silencio cómplice y las preguntas de compromiso. ¿Otra vez, señor Francisco? Otra vez, doña Tal  o doña Cual, otra  vez, así son  las cosas, qué le vamos a hacer, quién le ha visto y quién le ve. A la mierda, señora. No, naturalmente, eso no lo decía, pero lo pensaba;  porque, a lo peor, la farisea  tenía al abuelo en  un asilo, para que no molestase  y no hubiese que limpiarle  la mierda del culo al abuelo, o darle la comida en la boca abierta y babeante, o aguantarle los pedos y los insultos y las meadas. Es muy cómodo tener al padre en una residencia  y retribuir  así, con el egoísmo más ruín, los desvelos de sacamos adelante de jovencitos. Pobre abuelo, no, no iremos este Domingo  porque los  niños quieren  ir a la playa; sí, abuelo, el próximo, sí, abuelo. Y ahí te quedas, abuelo, rumiando suicidios, fiambre en vida, atado  a tu sillita, abuelo, hasta que a  la hija de puta del ¿otra  vez, señor Francisco?  y al cabrón de su marido les vaya bien concederte  algún  minuto, a ti, que les diste los años enteros del hambre cuando eran jóvenes, para que comiesen, estudiasen  y este puñetero país saliese del pozo. A tomar por el culo, señora. No, todo eso se piensa, muchacho,  pero no se dice, porque incluso pensarlo es pecado. Pobre señora Tal, ¿qué sabes tú de ella? ¡Ah, este empeño tuyo en juzgar y prejuzgar! No dejarías títere con cabeza. Confío en que Dios sea realmente misericordioso. Mi padre, en cambio, nunca habló mal de nadie. Tener la lengua bien sujeta es tarea heroica donde las haya. No hace falta irse a pegar tiros a Corea, como querías tú hacer en los años del estraperlo y de la desesperación. Eso es otra historia. Es bonito el humo azul del "Chester". Ahora la historia que toca es la de tu padre, chaval, que, ya se ve, está redactada como si fuese un atestado, qué lujo de detalles. El humo se diluyó en la noche azul ultramar oscuro, blanco de plata en las estrellas y amarillo de cadmio claro en el haz de luz eléctrica que me permitía seguir leyendo.

 

MI PADRE, CAZADOR EMPEDERNIDO

 

"Siempre tenía uno o dos perros y un hurón, y redes y los demás enseres necesarios para la caza. Él conocía todos los agujeros donde se escondían los conejos y, con gran habilidad, ponía lazos por donde ellos pasaban y paraba trampas para cogerlos. Terminado el trabajo en la almazara, comenzaban las cacerías. Se juntaba con mi padre una cuadrilla compuesta, entre otros, por "El Rayos", "Torlita" y "El Cojo de Villar". Con estos y varios más, habituados a la caza tanto como a la bebida, embruteció mi padre, dejando abandonadas sus propiedades y a mí. Con las piezas que iban cazando se celebraban en el molino, muy a menudo, grandes comilonas con las consiguientes borracheras. Yo me quedaba en casa de una vecina para que me cuidase. Y así transcurrían mis días, unas veces comiendo mal y otras sin comer. "La Torreta" era lugar de juergas, siempre a base de piezas cobradas, mientras yo seguía en el mayor de los abandonos. La muerte de mi madre fue la causa del desbarajuste de la casa, a lo que hay que añadir mi corta edad y el poco sentido de la caridad de los familiares que viendo mi estado no se preocupaban ni poco ni mucho de mí."

 

LOS SOLITARIOS Y TRISTES DOMINGOS DE MI INFANCIA

 

"Durante nuestra permanencia en Alcocebre, los domingos iba con mi padre al pueblo, a casa de Rosa o a la de Benito, ambas, naturalmente, tabernas. Mi padre se ponía a jugar a la brisca con sus amigos, que eran los habituales y yo, que no tenía amigos con quienes jugar, me quedaba horas y horas en el dintel de la puerta. Partida tras partida y trago tras trago de tinto, transcurría la tarde hasta que a las once o las doce de la noche, cerraban la taberna. Entonces se levantaba la sesión y emprendíamos el camino a casa a través de una vereda que apenas se distinguía en la oscuridad de la noche. Entre el vino que hacía sus efectos y el poco espacio transitable, andábamos a tropezones casi todo el camino. Yo guiaba a mi padre por el atajo cogiéndole de la mano y procuraba hacerlo lo mejor posible, pero me era muy difícil porque me faltaban fuerzas. Para un recorrido que en condiciones normales no duraba más de veinte minutos, nosotros empleábamos una hora larga. Cuando llegábamos a "La Torreta", nos esperaban los perros hambrientos, "Marquesa" y "Estrella", que así se llamaban. Y en los dos sacos de paja que teníamos por cama, descansábamos. A los perros hambrientos y a mí, que aún lo estaba más, nos tocaba ayunar. No había donde echar mano para consolar nuestros estómagos. Sólo podíamos esperar que, al día siguiente, mi padre nos preparase una cazuela de sémola con unos ajos y unas gotas de aceite."


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 35 [Parte 1]