domingo. 29.09.2024

"Estas páginas constituyen un borrador del calvario de mi vida, mal escritas y peor redactadas. Son reflejo y realidad de los sufrimientos que un ser humano puede llegar a padecer, víctima del desamparo,  la miseria  y la ignorancia;  y de cómo  pueden soportarse, con resignación cristiana,  tantas  penalidades  juntas.  Mis afanes  y desvelos no fueron  otros que el bienestar de mi hijo, y todo lo doy  por bien empleado si, como creo, logré cumplir mis anhelos. No tengo fortuna que legarle y todo lo que tuve ya se lo he dado. Sólo quiero que me recuerde y que mi recuerdo permanezca en mis nietos. Esta  es mi última voluntad: que guarde estas memorias, que las lea y las medite y siga mi conducta con sus hijos. Los sacrificios que tuve que hacer para que mi hijo fuese un hombre de provecho para la sociedad se basaron en la honradez  y en el honor, divisa de mi triste vida. La disciplina y la fuerza de voluntad fueron los únicos medios de que dispuse para sobrevivir y ganarme la vida. Siempre sin bajezas ni adulaciones,  como podrá comprobarse en estos escritos tan pobres de cultura como ricos en honradez.

JBF. Fecha ilegible."

 

Mi madre ha salido a la terraza con un cenicero. No me ha dicho nada, pero le molesta que la ceniza vaya a parar al suelo o a las macetas. Se ha quedado un momento mirándome, de pie, desde una altura que me parecía la de las viejas cumbres que rodean el valle de Arán, donde nació. He intuido que la historia de las libretas no le hacía gracia, ninguna gracia. ¿Por qué poner por escrito las calamidades? ¿No basta con haberlas vivido? Poco derecho tenemos los pobres a la trascendencia, un orgullo de gente leída y rica. Y, además, ¿para qué? Todo quedará olvidado más pronto que tarde y no habrá ya memoria nuestra ni de nadie jamás. ¿Qué pájaros se le habían metido en la cabeza al viejo sargento? Un sargento, por el amor de Dios, con todos esos libros de filosofía rondando por casa: pero hombre, si no entiendes nada tú; véndelos o quémalos, que a lo menos nos darán calor. Ah, no, no; ah, eso tenías que haberlo hecho antes, home meu, en la posguerra, con aquellos inviernos tan fríos que teníamos, un buen fuego de libros, sí. 

 

No estoy seguro de que mi madre hubiese dicho todo eso, yo no hacía caso y ella se fue, moviendo la cabeza, salvando con un saltito el peldaño que separaba el comedor de la terraza y rebuscando en el bolsillo de la bata oscura el viejo pañuelo. Oí cómo se sonaba y volví al Siglo de Oro, donde estaba desde que ella habló de la trascendencia. Ese afán de mi padre por sobrevivir a su tiempo, por dejar una obra personal -no material, ojo- que perdurase, ese era, exactamente, en los tiempos de los Tercios de Flandes, de Velázquez y de Quevedo, ese era el concepto de fama. Fama y honor. Barrunté que mi padre había nacido tres siglos demasiado tarde. Encendí el último "Chester" de ese paquete, que aplasté a conciencia hasta convertirlo en una pelota blanca y arrugada y fui al pequeño recibidor donde tenía colgada la americana a por otro. Un café, mamá, bien cargado. No dormirás. No quiero dormir. Salí a la terraza y acerqué la butaquita de mimbre al farolillo blanco porque anochecía y casi no podía leer. La libreta adquirió un tono amarillento, de pergamino mágicamente luminoso.

 

"Escogí como una obligación el ejemplo. No recuerdo quién dijo que el hombre debía ser útil de alguna manera a la humanidad: bien estimulándose en el trabajo, bien distinguiéndose por su honradez o bien creando una familia. Yo creo haber cumplido con mi deber porque dejo algo a mi desaparición. Quisiera, sin embargo, que fuese mayor mi cultura para poder deshilvanar mi vida con método y gracia; no porque crea ser una personalidad, ni porque esta vida mía pueda interesar a nadie, no es ese el propósito que persigo. Pretendo únicamente que mi hijo tenga conocimiento del sinfín de calamidades por las que ha pasado su padre. Quiero, pues, con estas líneas, reflejar con la mayor claridad posible mis vicisitudes, las cuales, como es bien sabido, carecen de importancia si las padece un pobre, puesto que los pobres ya están habituados al sufrimiento. Y dicho todo ello, aquí comienza la historia:

 

Nací el 1º de abril de 1889 en Alcala de Chivert, Castellón  de la Plana. Hijo de Eduardo (ilegible) y de Rosa Ayoro, siendo Francisco Roca (¿)  y María Moreno los abuelos paternos, y Bautista Martorell Ayoro y Rosa Cucala los maternos. Mi madre falleció el 26 de febrero de 1895 y mi padre el 18 de abril de 1905. Mis dos hermanos, Bautista y Mariana, fallecieron en la infancia y están enterrados en el cementerio de Alcalá."

 

Es curioso que mi padre, como hace cualquier buen periodista con una crónica larga, colocase "ladillos", esos títulos que rompen la monotonía del texto y facilitan la lectura. No sé si quedarán muy bien en un hipotético libro, pero la verdad es que el viejo tiene madera de escritor. Éste que viene a continuación es contundente, sin lugar a dudas.

 

EMPIEZA MI CALVARIO

 

"Muerta mi madre, de la que apenas recuerdo nada, quedé solo con mi padre. Iba con él a todas partes, es decir, al campo y a la taberna, aunque en otras ocasiones me encontraba abandonado en la calle a merced de alguna persona caritativa o de la hermana de mi padre, Francisca. Pero, claro, tenía ella que ganarse la vida y no podía estar todo el día vigilándome. Mi padre hacía las labores de la casa más imprescindibles, con bastante desorden como es de suponer. Nosotros, los dos, hacíamos la vida generalmente en "La Torreta", en Alcocebre, salvo las temporadas de la prensa del vino y del aceite, en que nos trasladábamos a una almazara de nuestra propiedad, llamada "El Pla", en la Plaza de Don Justo Zaragoza, número 3. Mi padre era práctico especializado en todo lo referente al prensado y molido de las aceitunas. Teníamos una buena parroquia, y llevábamos un tumo equitativo. El día en que se molía se consideraba festivo con relación a la comida, y se celebraba ésta de forma extraordinaria. Empezábase por la mañana con cazalla para matar el gusanillo, como decían los viejos, y alguna pasta o higos secos. La jornada continuaba al mediodía con una gran cazuela de callos picantes, acompañada de pan y vino en abundancia. Cuando se terminaba, bien entrada la noche, estaban todos bastante alegres, como es natural. Y así, sucesivamente, todos los días. Yo comía con mi padre en la almazara y dormía con él, en la vivienda que estaba situada en la parte anterior del molino, porque tenía miedo de hacerlo solo. Teníamos también prensas de vino. Esta temporada era anterior a la del aceite y duraba unos veinticinco días. Mi padre cobraba 10 pesetas y la comida durante el período del vino; y en el del aceite, 5 pesetas por jornal y un cuarterón de aceite. Al acabar la temporada, volvíamos a "La Torreta" de Alcocebre, edificio árabe muy antiguo, del que se contaban muchas historias oscuras y tenebrosas. Tengo para mí que la de mayor fundamento era la que explicaba que sirvió de refugio a los cristianos que trabajaban por aquellas inmediaciones, y tal parece que esta aplicación debían darle. Al toque de oración, todos los labradores de aquellos alrededores pernoctaban allí con sus caballerías. Tenía el edificio en la planta baja una cuadra con diez pesebres, diez anillas para atar a las bestias y un gran pajar. En el primer piso, la cocina y el comedor sin ningún otro departamento; una ventana que daba al naciente y una escalera conducía al terrado, que estaba rodeado por una pared de metro y medio de altura, toda ella aspillerada; orientada al mar había una ventana y, a sus lados, sendos agujeros que denotaban la presencia, en su tiempo, de una campana que sería la que tañía al anochecer como señal de llamada al refugio. Por fuera, parecía una verdadera fortaleza; tenían las paredes un metro de anchura; la puerta, un palmo de grosor de buena madera y un marco de tres piezas de piedra, con una llave que pesaba medio kilo y un cerrojo de esos viejos, como los de los castillos antiguos. Una vez cerrada la puerta, escondíamos la llave donde solía estar. "La Torreta" estaba situada a quince minutos del pueblo, en el término de Alcocebre, y a diez minutos del mar, en la zona de "Les Fonts", en la falda de la montaña de Sant Benet, donde no tenía más compañía que los algarrobos que la rodeaban. No hay por aquellas planicies otra clase de árboles ni más edificios."


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 34 [Parte 1]