domingo. 29.09.2024

Mi madre sólo me ha preguntado si quería café. Le he dicho que sí y he salido a la terraza a fumar un cigarrillo. En un ático los ruidos de la calle llegan amortiguados, como si viniesen de otro mundo. Mi padre también vino de otro mundo hace treinta años, cuando no le conocí al abrir la puerta del  piso de la carretera de Collblanc, ¡mamá, mamá, hay un  pobre que me da miedo!  Y el pobre entró arrastrando los pies, con los ojos alucinados, mal afeitado y sucio, y se abrazó a mi madre mucho rato y los dos lloraron. El pobre venía de un campo de concentración en León. Mi madre lo había estado buscando durante más de un año en los depósitos de cadáveres, en todas las morgues improvisadas durante la guerra y por las cunetas de las carreteras, por los caminos y por los campos donde le habían dicho que habían asesinado a fascistas. Mi madre había visto el rostro de la muerte miles de veces, pero Dios no había querido que viese entonces, pálido, frío y maloliente, el de aquel pobre barbudo que había asustado a su hijo. Mi madre había visto a su marido revivir, o resucitar, tantas veces que, estoy seguro, ahora pensaba que se recuperaría de la tercera trombosis. Yo también quería creerlo. No he conocido a muchos héroes en mi vida, de hecho, no he conocido a ninguno, salvo mi padre. Mi padre es un héroe. Real, de carne y hueso. No sé qué diferencia hay entre un héroe y un santo, cuando la propia Iglesia dice que los santos han vivido las virtudes de forma heroica. Supongo que los santos no han tenido que matar,  ni se han  ido de putas, ni se han emborrachado, ni han hecho todo eso que dicen que hacen  aquellos  que son los amigos preferidos de Don Jesucristo, otro cachondo él -dicho sea esto con todo el respeto-, otro héroe. Quizás el Héroe por excelencia.  Le dieron  más palos que a una estera, por Dios. Y todo por no desdecirse ni renunciar a su misión. Mi padre siempre ha sentido una profunda admiración por Don  Jesucristo. Por los curas, bueno,  dejémoslo aquí, por no faltar. Sí, la vida de mi padre ha sido heroica hasta límites extremos. Ha conocido todos los padecimientos, morales y físicos, y, ahora, en su vejez, no se le escatima ni una miserable gota del amargo cáliz que ha bebido durante 78 años. Puteado hasta el final, jodido hasta el final y, quizás al final, de la manera más humillante: perdido el control sobre sí mismo, apabullado, triturado por una carga que no le corresponde y que, Dios lo quiera, a alguien o a muchos aliviará, ahora o en el futuro. Hace ocho, tal vez diez años, no recuerdo bien, mi padre comenzó a escribir en unas libretas de tipo escolar, espiral metálica y hojas cuadriculadas, una suerte de memorias. Me pidió que las leyese y las corrigiese. Mi padre tiene una letra endiablada, parece gótica, y escribía como los griegos, sin puntuación, así que la transcripción resultó una tarea ardua. Le dije que se las pasaría a máquina y se puso tan contento que me llamó "fillet meu" -hijito mío-, un exceso de emotividad que, acostumbrado a su adustez, me conmovió.

 

He tenido que entrar en su habitación y calmarlo un poco. Le he secado el sudor de la frente, unas gotitas brillantes a la luz mortecina de la bombilla de 40 w., una aureola de santo pobre, de santo desgraciado. La pesadilla debía perseguirle implacable porque movía los labios y tenía los ojos entreabiertos y extraviados. Un reguerito blanco de saliva le pintaba un rictus triste de payaso triste. Por fin ha recobrado la tranquilidad, le he tapado un poco y he vuelto a la terraza con la vieja carpeta azul de gomas gastadas que contiene esas memorias. Cuando abro una carpeta de gomas me parece que tenso un arco y que el contenido va a salir disparado como una flecha hacia el infinito. Y, pensándolo bien, es muy posible que así suceda siempre que se abre algo, especialmente la boca. Ahí están nuestras palabras para que nos juzguen, según nos dijo en su momento el bueno de Don Jesucristo.

 

Ha caído un poco de ceniza sobre la primera hoja, como si fuera una premonición o una bendición, quién lo sabe. La limpio tirándola al suelo rojizo de la terraza, miro al cielo rojizo también de la tarde y, mientras me llegan los ecos del Consultorio de la señora Francis desde el piso vecino, empiezo a leer.


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 33 [Parte 1]