domingo. 29.09.2024

-Lo que oye. Mire: 

 

“Era hijo de Juan Manuel Bofill-Gasset y Martorell, dedicado a los negocios familiares, y de su prima hermana Mercedes Amell Bofill. Los tres hijos del matrimonio realizaron sus estudios en el domicilio familiar en Barcelona. Al comenzar la Guerra Civil, Jaime se alistó en el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, que se había organizado en el mes de septiembre de 1936 con voluntarios catalanes, mientras su padre se unió al ejército "nacional" en el Valle de Arán y el resto de la familia se trasladó a Italia primero y a Fuenterrabía posteriormente. Iniciada la ofensiva republicana en su avance hacia Zaragoza, los 182 componentes del Tercio de Requetés recibieron la orden de defender a toda costa las posiciones que rodeaban el pueblo de Codo, que en la madrugada del 24 de agosto de 1937 fueron atacadas por fuerzas enemigas compuestas por unos ocho a diez mil hombres, dos baterías de artillería y gran número de morteros y ametralladoras. Resultando muy difícil la resistencia por falta de medios, se acordó entonces mandar un enlace al jefe del sector para comunicarle la situación crítica en la que se encontraban, así como la escasez de municiones y personal, presentándose voluntario para tan difícil y arriesgada misión el requeté Bofill, que no dudó en salir sin armamento, al objeto de evitar que cayese éste en poder del enemigo al tratar de atravesar sus líneas. Se proveyó después de armas conquistadas en lucha cuerpo a cuerpo con el enemigo, desviándose de su camino e internándose en unos olivares, a través de los cuales consiguió llegar a Belchite, tras numerosos incidentes. Ya en este último pueblo, se unió a sus fuerzas defensoras, tomando parte muy activa y destacada en las luchas mantenidas con los sitiadores del mismo, resultando herido tres veces y no consintiendo su evacuación. Caído, al fin, prisionero, fue condenado a muerte, pero, conmutada la pena, al liberarse Cataluña pasó a un campo de concentración en Francia, de donde se fugó y regresó a España, haciendo su presentación en la unidad a la que pertenecía. La mayoría de las posiciones de Codo consiguieron resistir hasta las doce de la mañana del día 25, iniciándose entonces el repliegue a través de las casas del pueblo, hasta que la falta de municiones les obligó a tratar de romper las líneas enemigas para llegar a Belchite. El Tercio sufrió un total de 136 muertos. Sometida a juicio contradictorio, la actuación del requeté Bofill, por orden de 16 de julio de 1943 fue recompensado con la Cruz Laureada de San Fernando, mientras el Tercio recibió la Laureada Colectiva por orden de 12 de noviembre del mismo año.

Con motivo de la celebración del V aniversario de la liberación de Barcelona, el 26 de enero de 1944, tuvo lugar en el cruce de la Diagonal con el Paseo de Gracia la ceremonia de imposición de la Cruz Laureada, siendo el general Moscardó el encargado de prender tal condecoración en la camisa del héroe. En el mismo acto se impuso la Corbata de San Fernando a la bandera del Tercio de Montserrat. Se reintegró a la vida civil y fue piloto de Iberia durante unos años. De espíritu aventurero, le gustaba cazar, navegar y volar. En 1953 contrajo matrimonio con María Victoria Lizarraga (Madrid, 1925–Barcelona, 1989), de familia navarra que había emigrado a Filipinas, donde su abuelo creó varias empresas relacionadas con el azúcar. Huérfana a temprana edad, fue enviada a estudiar al Reino Unido, donde le sorprendió la Segunda Guerra Mundial, regresando a Filipinas en busca de seguridad, pero durante la invasión japonesa de Manila fue muerto su padre y una hermana, y ella perdió una pierna al recibir una ráfaga de ametralladora, cuando solamente tenía dieciocho años. Del matrimonio nació una hija llamada Nadine. En 1971 Jaime Bofill fue nombrado consejero nacional del Movimiento y procurador en Cortes, uno de los cuarenta de Ayete nombrados por designación directa. Con la muerte del general Franco terminó su vida política.”

 

-Usted se ha limitado a reproducir nuestra larguísima conversación y no me ha hecho caso, joven -Estampa, definitivamente, no estaba de buen humor-. Temo que tanto paseo influya en su creatividad y en su capacidad de trabajo. Las investigaciones están a medias. ¿Dónde está al alférez Bach? ¿Dónde está Martorell? Y no le hago la pregunta más importante: ¿Quién es el brigada Martorell? No sabrá responderme. Es probable que yo lo sepa, querido escritor, pero no se lo voy a decir. En primer lugar, porque no tengo la certeza absoluta de conocer la identidad del brigada. Si la tuviera, podría suicidarme o celebrarlo con champán. Celebrarlo, sí. ¿Se sorprende? En cuanto a Bach, ¿qué cree? ¿Sobrevivió a lo de Codo? Durà, o uno de aquellos viejos veteranos medio locos, le dijo que no murió. ¿También se volvió loco el alférez Bach? ¿Bach de Fontcuberta o Bach de Portolà? ¿Plasencia o Gutiérrez? La foto en internet es la misma, ¿recuerda? Si es Bach de Portolà, ¿qué relación tiene con el Valle de Arán? Usted escribió sobre mi primo, el coronel de boinas verdes Haribey Estampa, nacido en Escunhau. Ate los cabos sueltos, haga el favor. Le voy a dar algo. Son los escritos sobre el “Loco de Gandesa”. Se refiere el autor anónimo a la calle de Gandesa, en Las Corts, Barcelona. Tal vez contengan alguna pista. Se decía que aquel loco estuvo en Codo y en el Ebro.

 

 

EL LOCO DE GANDESA

 

“Mi padre ha vuelto a salir a la terraza y, como un quijote alucinado, en pie sobre la balaustrada, siete pisos por encima de la calle, ha empezado a insultar a los transeúntes, amenazando a todo ser vivo con el juicio final y las llamas del infierno. Los alaridos se deshacían en el aire tibio de la mañana, y parecían empujados por los brazos huesudos y los gestos convulsos. Mi padre no se mató de milagro. Me acerqué despacio, le hablé y conseguí bajarlo de la estrecha barandilla. Me miró a los ojos mientras yo le sujetaba por los hombros, papá, papá, tranquilo, la guerra acabó hace años; me miró como si quisiera preguntarme algo pero ni siquiera movió los labios; entonces, apoyó la cabeza albina en mi pecho y se puso a llorar como un niño. Vamos, papá, vamos adentro. Se sentó en una silla del comedor. Volvió a mirarme con los ojos enrojecidos sobre las ojeras grises. Supe que quería que le secase las lágrimas. Luego intentó ponerse en pie, pero cayó de nuevo sobre la silla. Masculló un insulto. Me acerqué, le ayudé a levantarse y empezamos a caminar, pasillo arriba, pasillo abajo. Mi madre, en la cocina, preparaba la comida. Mi padre me miraba de rato en rato, mientras andaba como si desfilase, como si desfilase un muñeco metálico, un soldado de plomo articulado, mal articulado. Volvió a llorar. Pero siguió andando, pasillo arriba y abajo, como un preso en su celda.

La celda de mi padre era la parálisis lateral, la afasia, la pérdida parcial del habla, la incapacidad total para escribir, las secuelas tremendas de una trombosis cerebral. La tercera. Mi padre, el sargento de infantería jubilado, JBF, había sufrido dos trombosis y había aprendido, por dos veces, a hablar, a caminar y a escribir. El doctor Reig no se lo podía creer porque las zonas afectadas en el cerebro eran precisamente las que controlaban esas facultades. La única explicación, me había dicho, es que tu padre ha puesto en marcha áreas del cerebro que el resto de los mortales no utilizamos, porque cuando las neuronas mueren, mueren, no se regeneran. La única explicación que yo tenía era su fuerza de voluntad de hierro y un sentido de la disciplina sobrehumano. Aprender a pronunciar las vocales como un bebé; aprender a coger un lápiz y, palote tras palote, garabatear cientos de cuartillas; aprender a poner un pie delante del otro, pasillo arriba, pasillo abajo. Aprender a ser, a ser humano.

 

El tercer ataque, me temo, será el definitivo. Mi padre camina tambaleándose, como un borracho. He comprendido que quería que le dejase solo. Me he apartado y él, apoyándose en la pared, como un toro herido de muerte se apoya en la barrera, ha seguido caminando. Ahora, aplastado el hombro contra el tabique, la vieja zapatilla se le sale del pie y él resbala lentamente pared abajo. Me mira y llora otra vez, de rabia, supongo. Me acerco para ayudarle. Sé que sólo quiere que le ayude a erguirse, él volverá a poner su hombro contra la pared y volverá a poner un pie delante del otro. Es posible que adelante la barbilla y crea que saca el pecho hundido mientras arrastra los pies. Y es posible también que se esboce una suerte de sonrisa en su rostro ajado. Entonces, es muy posible que yo me ponga a llorar.

 

He dejado a mi padre acostado, sollozando en sueños, o en pesadillas, y he comido en silencio con mi madre. Una sopa de cocido del día anterior y filetes rusos, esa carne barata empanada con aceite viejo. Vino con sifón y una naranja. 



 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 32 [Parte 1]