lunes. 01.07.2024

“Pero yo me he adelantado y estoy más cerca de otras rocas rojizas que han aparecido en el páramo, guardianes de las puertas de aquel Hades implacable. Polvo y sudor seco. Reverberaciones que ciegan los ojos. La lengua hinchada y caída. La soledad terrible y la tentación del suicidio. Suicidio es algo que he oído muchas veces, hace mucho tiempo. Los hombres, aquí, repiten "suicidio" como si fuese un ladrido y alguno incluso ríe y apunta su fusil hacia su propio pecho, al corazón. Y ríe más fuerte, ladra más fuerte. Después, deja caer el arma y llora. Y clama con aullidos de lobo. Como si fuesen de lobo, porque no he visto lobos en esta estepa: ni lobos ni zorros. Hay perros sucios y flacos, llenos de pulgas y miseria -miseria llaman los hombres del suicidio a los piojos-. Miseria está bien para describir lo que veo aquí. Lo que huelo aquí. Miseria.”

 

El sobrino de Pedro Bosch cierra la libreta y nos mira. 

 

-Me gusta su estilo, muchacho -le digo-, pero no llego a entender qué sucede en su historia. ¿Quiénes son esos dos? ¿Llegaron a algún sitio o se quedaron vagando por el desierto aragonés como Cabrera, almas en pena?

 

-Oh, es prosa poética, ya se lo advertí. Uno de ellos es mi abuelo, aquí presente; el otro, un perro. La historia la cuenta el perro y por eso todo está en colores azules, amarillos, grises, que es la gama cromática que se cree que perciben los perros. El tiempo es presente, todo sucede en presente en el mundo canino, ¿sabe? No hay memoria y, por tanto, no hay identidad. Mi abuelo no llegó a sitio alguno y su perro tampoco, su amigo del alma, peludo y baboso, que lamía el coñac de la cantimplora del coronel y se comió parte del caballo. Solo llegó a Belchite Bofill, ya se lo ha dicho él. Mi abuelo solo quería volver a casa. Todos los hombres quieren volver a casa. Es la infinita nostalgia del hogar. Infinita, sí, porque no sabemos cuándo comenzó todo y no sabemos cuándo acabará.

 

-Acabará con la muerte -dice el periodista, que bosteza a mi lado.

 

-No lo creo -prosigue el sobrino-. La nostalgia será muy infinita, aún más infinita, si es que esto puede decirse, cuando estemos en el Otro Lado. Si estamos con Dios, será la nostalgia alegre de querer llenar nuestro corazón y no lograrlo nunca porque siempre hay más. Si no estamos con Dios, será la nostalgia de Dios. Es terrible la nostalgia de Dios. No puedo imaginar un tormento peor. Hubo un paraíso perdido, es decir, hubo un paraíso que se perdió, que los hombres perdimos (y los perros, también). Es la nostalgia desesperada de todo aquel que arruina su vida. Muy pobre es el que arruina su vida, nada le queda por arruinar. Y entonces solo quiere permanecer entre las ruinas de la vida rota, como un fantasma; sin embargo, a pesar de todo, es su vida, ¿me entienden? Las ruinas le devuelven el recuerdo del hogar, lejano y suave. Existen otros pobres a quienes el recuerdo de la ruina les trae el odio a sí mismos y a cualquier bien y a cualquier asomo de bondad. Es posible que esto sea así porque ya no pueden soportar la nostalgia. He conocido a tristes borrachos que no podían convivir con la nostalgia de la serenidad. Mi abuelo nunca llegó a tanto, pero puedo entenderle. Es fácil, ¿no creen?

 

-Sí.

 

-También tenemos a los que viven en un odio esencial, si es que puede llamarse vivir a esta penosa situación. Odian a la esencia, al ser, odian ser, y ser como son: no se gustan. Es un mal incurable, del que no hay retorno posible. Tremendo y terrible. Pero, en fin, todos queremos volver a casa, si tenemos alguna a la que regresar. Lo difícil es encontrarla. Escribir a mano con pluma estilográfica es una forma de volver a casa. Bocetaré un libro de recuerdos más extenso, más poético. Debo comprar más libretas, pero es mejor empezar con lo que tengo a mano, este cuaderno. Siempre es mejor empezar a hacer que dejar de hacer. Nunca se dan todas las condiciones para empezar, de modo que uno empieza en gerundio, empezando. Después, mucho tiempo después, lo ideal es terminar, y terminar bien. Pero esto es un regalo del Destino, porque no sabemos si estaremos vivos para terminar lo comenzado; porque no podemos garantizar que contaremos con la misma fuerza de voluntad, esa fuerza tan esquiva; y porque la inspiración se evapora con el sudor de la frente. Empezaré, pues, y terminaré, si Dios quiere. De momento, tengo que escribir más despacio y con mejor letra. ¡Cuánto daño hacen las pantallas a la caligrafía y a la paz del espíritu! Escribir despacio. Despacito y buena letra. ¿No sería mejor?

 

-Sí, lo sería.

 

Dejamos al sobrino y a Pedro Bosch con sus locuras. Y salimos a la calle. Es de noche y llueve. Nos despedimos. Estoy muy cansado.” 


                                               *             *            *  


-Hasta aquí he podido escribir. 

 

El editor Estampa no está contento.

 

-La aventura del requeté Bosch no me interesa. ¿Qué aporta? La de  Bofill, el que llegó, sí. Y usted no le ha hecho ni caso. Esa gesta le mereció la Laureada de San Fernando a título individual, no es una ficción novelada de las que usted me presenta. Además, me decepciona su actitud: si hubiese concluido algunas averiguaciones muy sencillas, se habría dado cuenta de que el padre de Bofill se apellidaba Martorell.

 

-¿Qué me dice? -No puedo negar que sufrí un escalofrío.


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 31 [Parte 1]