miércoles. 03.07.2024

El cuartel sigue ahí también, donde mi padre hizo la mili hace 70 años. El servicio militar obligatorio era una forma de destetar a los jóvenes y de unir a los pueblos y las tierras de España, lo cual era muy de los años duros de la posguerra. Y, sin embargo, el personal lo pasaba razonablemente bien. Lo confirma el hecho de que hablar de la mili era tema común en las sobremesas, las meriendas con el abuelo y en las primeras fases de las cogorzas con los amigos. El semanario “El Jueves” traía unas “Historias de la puta mili”, que dibujaba el Ivà y que eran muy divertidas y escabrosas. Yo pasé el servicio militar en Bétera, Valencia, y estuvo ameno e interesante. Aquellos oficiales salieron en 1981 a la calle con sus unidades, sus carros de combate y todo eso, durante el golpe de estado de opereta de 1981. Escribo sobre la mili pero, durante el paseo, no pensaba en ella. Escribir te obliga a recordar. Tiene uno que andarse con ojo para no resultar pesado y para que el lector, siempre paciente y sufrido, no pierda el hilo. Pensaba, pues, en el chaval del puesto de guardia de la entrada principal del cuartel, muy joven, éramos tan jóvenes, tan despreocupados y tan incautos. El chaval es un incauto porque no se entera de que estoy a su espalda, jugando a los comandos, detrás de una arboleda y podía haberle sorprendido con facilidad. Mi abuelo lo hubiese arrestado por incauto y por tonto. Pobre. Recorro ahora la calle que me vio crecer desde 1969 a 1975. Todo aquel bachillerato. Los campos frente al cuartel se han convertido en edificios elegantes, para nuevos ricos de aquel tiempo del desarrollo y el destape (el destape consistía en que las señoras vistieran minifalda, bikinis y enseñasen la epidermis más blanquecina en películas de Alfredo Landa y Ozores y Pajares). En esos campos fumábamos a la tierna edad de 12 años, cambiábamos cromos y pergeñábamos la próxima gamberrada.

 

-La papelera encima de la puerta nunca falla.

-Está muy visto. ¿Ponemos la mesa al borde de la tarima? Cuando se apoye el profe, el castañazo será atómico.

-¿Qué profe?

-El de inglés.

-No seas burro: es cojo y viejo, se nos muere.

-Y además es muy buen tío y nos aprueba a todos.

-No hay huevos para hacérselo al de Formación del Espíritu Nacional.

-No.

 

Sospecho que la enseñanza pública, como los abuelos, siempre ha sido igual. 

El instituto de enseñanza media “Ausias March” no era una excepción. O témpora. Al salir, bajábamos por esa misma calle y montábamos en el 7, el autobús de la zona universitaria, y mirábamos a las chicas y si podíamos, tal y cual. Pero no podíamos ni tal ni cual. Me enamoré de una que parecía una azafata del primer “Un, dos, tres, responda otra vez”, aquel concurso de la tele, de Ibáñez Serrador. Llevaba unas gafas muy grandes, redondas, peinado con raya en medio y coletas. Cuando me declaré, tartamudeando, se rió de mí. 

Sufrí mucho, tanto que todavía recuerdo la sensación de enrojecer hasta la coronilla desde la punta de los dedos de los pies, y viceversa. Los catorce años de entonces tenían estas ingenuidades. Bajaba por la misma calle, creo que lo he dicho ya, y afortunadamente no enrojecía, lo cual, dicho sea de paso, me hubiese distraído de la nube de nostalgia que se acercaba. Casi rompo a llorar. En estos días de mayo se padecían los exámenes. Hacía calor. Y yo andaba solo por aquella calle a mediodía, “High Noon”, solo ante el peligro invisible. Los amigos no estaban, la soledad me ahogaba. Solo, solo. A los quince años no sabía discernir por qué sentía tanta tristeza, luego lo comprendí, pero no me adelanto. “Tienes que explicar el cielo del ateo”, apunto en la libreta; “y la tristeza, explica la tristeza”. Cada curso se repetía lo mismo, el calor, el sol sobre campos yermos, hierbas amarillas, árboles secos, obras y obreros -caricaturas de Cesc- y la calima. El fin de curso era el fin del mundo. Porque cada curso era una vida, pequeña e intensa, y en septiembre empezaba otra, nueva como las libretas y los lápices de colores, ese olor a papelería, a pegamento “Imedio”, a goma de borrar “Milán” y al betún de los zapatos con suelas de estreno. De modo que, si me permiten les contaré una flaqueza: la soledad ha sido tan insoportable esta mañana que he cambiado de acera y de calle. No tengo quince años, ni fuerzas para habitar por mucho tiempo en un pasado feliz que se fue para siempre. Supongo que ya entonces exorcizaba el vacío y la nostalgia pensando en los cowboys de las películas, en la escena final de las historietas de Lucky Luke y en la de “Centauros del desierto”, John Wayne que se aleja hacia el poniente, misión cumplida, de vuelta al sinsentido. No sabía hasta qué punto, con los años, asumiría ese mismo papel en la vida real: una misión, resolver y largarse, más o menos malherido. Y así, tómenlo como un desahogo, una y otra vez hasta hoy. Resolver, sí; lo mío nunca fue el revólver. Es muy probable que la tristeza de los quince años anticipase el golpe terrible de la muerte de mi padre solo cinco años después. Una muerte profetizada también por una extraña fotografía en blanco y negro. 

Negro era el vestido de bodas de mi madre, profecía de viuda con el novio estrenado. Dios mío. El vacío. ¿Qué le hace a uno escapar de la nada? No, entonces no preguntaba esas cosas a mi conciencia débil y atormentada. 

Esto es demasiado para un chico de quince años normalito, nervioso, tímido, tartamudo y esquelético. No mucho más tarde descubrí que hay soluciones rápidas y eficaces para llenar el vacío. Beberse la soledad es una de ellas, con mucho hielo, da igual whisky que ginebra. O coñac.


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 3 [Parte 1]