lunes. 01.07.2024

“Eso me gustaría saber a mí. No se lo puedo preguntar porque no puedo hablar y él hace tiempo que no responde a nada que no sean los rayos del sol y los vientos arenosos del desierto. 

 

No puedo discernir el tiempo pasado. ¿Lo he dicho? No recuerdo lo que digo. 

 

Él está en el balcón de lo que llaman la casa del cura. Él, en aquel momento sí que responde a lo que le preguntan y me mira de reojo. Él, en aquel momento, tiene las venas del cuello hinchadas y el color de la cara es menos amarillo que ahora. Ellos hablan. Él responde:

 

-Nada. Los continuos cánticos y los motores de los carros y de los camiones, por la carretera de Belchite. Me pregunto cuándo será el próximo ataque, teniente. 

-Pronto. Bueno -dice el teniente-, amanece. Vete a descansar un poco, chico. Y no tengas prisa por que esos diablos rojos se decidan a atacarnos. Solo quedamos un puñado y nos barrerán en pocas horas.

-Moriremos luchando, teniente. Pero en el pueblo quedan paisanos, mujeres y niños. ¿Sabe lo que les hacen?

 

El amanecer permite encender algún cigarrillo porque las brasas ya no son un blanco fácil. He visto caer a algunos a mi lado por no esconder la colilla en el hueco de la mano. La sangre les mana de la cabeza y la huelo y la toco un poco, husmeo un boquete negro y gris de sesos. No sirve de nada. Me tumbo al lado del cadáver con la cabeza entre las piernas. Nada.

 

Los amaneceres son blancos y grises y azul pálido, y el aire se despeja de penumbras negras. Los cigarrillos dejan un humo pequeño y efímero como las vidas de los cachorros en el pueblo: sí, también son comidos y yo no me privo. 

Del desierto amarillo surge una polvareda que se acerca a las paredes de la casa del cura. Uno de los soldados de la guardia apunta el fusil en aquella dirección y el teniente se sube el cuello de la guerrera sucia y escupe el cigarrillo.

 

-¡Abran la puerta! ¡Es de los nuestros! -grita el teniente.

 

El recién llegado monta una mula exhausta, y él mismo está herido y la sangre negra mancha un vendaje alrededor de la cabeza. Viene desarmado y se tambalea sobre la montura.

 

-¿De dónde sale? -pregunta uno de los soldados que ha abierto el portón.

 

-Está herido. Y este mulo es de artillería -dice él.

 

El teniente dice que conoce al hombre. El viejo Carmelo, el carpintero, está muerto de sed. Un soldado le acerca una cantimplora. Bebe. Se limpia con el dorso de la mano, huesuda y seca. Vuelve a beber despacio. Alza la mirada hacia un infinito anaranjado por las lámparas cubiertas de papel de estraza. 

 

Y llega el comandante.

 

-¡Comandante! -grita el viejo- Vengo de estar con esos rojos extranjeros. Atacaron por la parte de mi casa hace tres días y me hicieron prisionero, después de saquear la tienda.

-¿Extranjeros? -pregunta un soldado.

-Brigadistas del general Walter -responde el teniente.

-Mataron a unos veinte paisanos y se llevaron a un par de mujeres que...

-Ya basta -el comandante palidece-. ¿Escapaste?

-No. Me soltaron con este mulo.

-¿Te soltaron? ¿Qué quieren?

-Que se replieguen hacia Zaragoza. 

-¿Condiciones?

-Entrega de todas las posiciones del pueblo y de todas las armas. Y los mapas.

-¿Y si nos negamos? -pregunta él.

-No me interrumpa -le dice el comandante. Y él me mira resignado.

 

El viejo vuelve a la cantimplora: sorbos cortos, ruidosos. Baja la mirada del infinito naranja y regresa al cuartucho mal iluminado.

 

-¿Qué va a hacer, comandante?

-Pelear, amigo, pelear hasta el final.

 

Entonces él deja de mirarme, me acaricia la cabeza y susurra que no me preocupe. Se dirige al comandante.

 

-Usted perdone, pero esto es una locura. No somos ni cien y ahí fuera hay, por lo bajo, diez mil brigadistas bien equipados y muy cabreados porque llevan siete asaltos y han perdido muchos hombres. A lo mejor...

-A lo mejor es usted un cobarde, ¿no? ¿Cómo se atreve? ¿Cree acaso que respetan los pactos esa gentuza? No respetan ni a los niños, ¿me oye? Debería fusilarlo ahora mismo. 

-Mi comandante -El saluda con toda seriedad. Puedo oler su rabia contenida.

 

-Vuelvan a sus puestos. Todos. A quien se le ocurra flaquear le pegaré un tiro yo mismo.

 

El comandante grita y señala y cierra los puños y desenfunda la pistola. Y suda y huele muy mal. Huele a odio y a carne ensangrentada, y a fuego. Me acerco a la cantimplora y chupo un resto de humedad. El viejo me la quita y vuelve a beber, pero está vacía. Él me mira triste. Le han llamado cobarde; pero sé que no es un cobarde. El miedo se reconoce fácilmente: el miedo huele a miedo y a intestinos, y a piel blanca y dulce.”


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 29 [Parte 1]