lunes. 01.07.2024

“Estamos los dos solos en el desierto y el sol se pone allá lejos. 

 

Él mira sin moverse. Yo le miro sin moverme.

 

Lleva mucho tiempo inmóvil. 

 

Hay un cielo un poco azul y un poco amarillo, y nubes grises y oscuras que el sol borda con orlas doradas. Y rayos de luz transparente que rompen las nubes y llegan a nuestros cuerpos, y proyectan unas sombras muy largas y tan azules que son sombras negras: dan miedo porque la sombra por la espalda es la bandera de los traidores.Traidor es una palabra que yo no conocía hasta que él la pronunció, hace mucho tiempo. Tanto que ya no lo recuerdo. ¿Ayer? ¿Hace un año? ¿Un siglo? El lenguaje no me sirve para nada en esta desolación. No lo puedo saber. El desierto palidece entre grises, amarillos y azules; y veo el sol que se ha ido y el sol que se queda en halos tenues. Él no se ha ido y sigue mirando al horizonte lejano; parece que esté escuchando las últimas trompetas. 

Me sorprende porque en el desierto no tocan ya las trompetas, ni se oyen ya las voces y los gritos. Eso es de hace un tiempo que, otra vez, no sé determinar. Sí: trompetas y voces y gritos. Y sangre. 

El olor de la sangre vuelve de tarde en tarde, envuelto en pequeñas nubes de polvo. Él no huele la sangre ni la pólvora. El eco de las explosiones vagabundea aún por la estepa y yo escucho en silencio los morteros -esa otra palabra nueva-. Son ecos muy distantes. Los silbidos de los proyectiles se confunden con los ayes del viento entre las ruinas del pueblo, detrás de las últimas dunas. El pueblo, destruido completamente. Queda en pie el campanario agujereado y paredes con balcones y alguna casa. Los muertos están debajo de las piedras y debajo de las vigas caídas. Están también encima de la tierra de la calle y encima de los cañones reventados. Se percibe un intenso olor a orines y a excrementos, y a carroña asada. Un olor casi apetitoso cuando el viento cambia de lado y viene del norte. Volvería allí para comer carroña asada y huesos calcinados. Volvería para comer cualquier cosa. Él también volvería pero está esperando. Intuye, intuyo, algún peligro innombrable.

 

Los espectros de los niños muertos deambulan todavía por el pueblo. Yo los he visto, pero él no. Si no fuera por los fantasmas me hubiese acercado a traerle algo para comer. Alguno se aproxima ahora y yo aúllo de rabia. Y el niño blanco huye. Los niños blancos huyen de los gritos porque son almas hechas para el silencio. Yo lo sé, aunque no puedo disfrutar del silencio ni siquiera en el desierto, en la noche de la estepa, en la noche más oscura y más fría del mundo. Mi silencio no es el silencio que vosotros sentís. Mi silencio apenas existe. Mi madre, muerta, está en completo silencio al cabo de una semana; y sé, entonces, que el viento se ha llevado todas las palabras. 

Cuando no hay palabra, se hace el silencio de la muerte. 

 

Lo sé porque lo veo y lo escucho.

 

Estamos aquí envueltos en las sombras del atardecer, en los olores de la guerra y en los quejidos de las almas en pena y de los muertos vivos. Estamos aquí, en esta estepa siberiana, infinita y desnuda como el cadáver del caballo del coronel. Todos comemos la carne del caballo y algunos la carne del coronel. Yo no pruebo carne humana porque es mi amigo, el coronel. Me mira con los ojos tristes, y antes de salir con el caballo me da una palmada en el lomo y una cariñosa bofetada.

 

-No volveré, muchacho. No volveré.

 

Y se va, apurando deprisa la botella de coñac. Me mojo la lengua con las gotas que quedan en el suelo, tal es el tormento de la sed.

 

¿Qué hacemos aquí? ¿Qué hacemos a dos kilómetros del pueblo, solos como piedras solas, en medio del páramo?”


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 28 [Parte 1]