Los requetés se sitúan nuevamente detrás del paredón y de las casas para vigilar el campo de maíz. Los falangistas, que han cubierto el ataque, tampoco tienen bajas. Rogelio está impresionado.
-Estos chavales están locos, brigada. Nadie lo diría: parecen todos monaguillos meapilas.
-Pues, ríete de los meapilas, chico –le digo-. Esos que subían eran de tu batallón, ¿no?
-No he podido fijarme mucho, brigada. Pero creo que sí.
No nos cabe duda de que el enemigo se reorganiza, recibe refuerzos y está dispuesto a tomar la posición.
-¡Nos quedan cuatro bombas de mano y cincuenta cartuchos por soldado! –grita el sargento-. Si vuelven, disparad a menos de cuarenta metros. Las bombas, con cuentagotas.
El nuevo ataque no se hace esperar. El enemigo abre intenso fuego contra nuestro paredón.
-¡Separaos de la aspilleras, que entran balas! –advierto.
Los chasquidos de los disparos contra las paredes, una lluvia de plomo ininterrumpida, destrozan los nervios. Poco a poco, se calma el fuego y volvemos a las aspilleras, dispuestos a rechazar el nuevo asalto.
-Si las ametralladoras funcionaran… -se queja el cabo Figa.
Las máquinas se han atascado y están intentando repararlas. Otra vez las hojas del maizal se mueven y el sargento, levantándose sobre el paredón, con el cuerpo completamente al descubierto, reta al enemigo:
-¡Venid otra vez si sois hombres! ¡Aquí os esperamos, hijos de …!
Esta actitud, sin duda, impresiona a los milicianos, porque las hojas dejan de moverse.
-¡A ver, falangistas y requetés! ¡Todos a cantar el “Cara al sol”!
Los requetés no cantan el himno falangista. Pero en esta ocasión, para estimular a los azules que combaten a su lado, lo hacen a pleno pulmón. Y éstos, en un espectáculo grandioso y emotivo, empiezan a entonar el tradicional “Oriamendi”.
-¡Por Dios, por la Patria y el Rey!
Nuestra actitud serena, de desprecio a la vida, ha impresionado a los rojos.
El ejemplo del sargento que, a cuatro pasos del enemigo, continúa en pie, a pecho descubierto, y va dirigiendo los cánticos como un director de orquesta, desconcierta de tal modo a los rojos que, sin disparar un solo tiro, vuelven a sus posiciones de partida. No molestamos al enemigo con nuestros disparos en su retirada y continuamos cantando. El sargento de pie en el paredón lleva el compás del himno.
-¡Por Dios, por la Patria y el Rey lucharemos nosotros también!
Suena un disparo. Y el sargento cae del paredón con la cabeza destrozada. Porciones de su cerebro salpican los uniformes de los que estamos agazapados. El sargento no dijo una sola palabra: murió en el acto. Algunos requetés retiran el cadáver, lo meten en la casa y lo cubren con una manta. Su boca, entreabierta, parece la de alguien que sigue cantando.
Los falangistas no callan:
-Lucharemos todos juntos, todos juntos en unión, defendiendo la bandera de la Santa Tradición.
Los requetés vuelven a las aspilleras. El ataque ha sido rechazado. El sector permanece en una calma tensa, muda y ciega por el brillo del sol.
-¿Quién era ese sargento? –le pregunto al cabo Figa.
-Ignacio Estivill, de Barcelona. Tenía 36 años y estaba casado. Un valiente.
-Más que valiente, diría yo.
Decido volver a la Comandancia, impresionado por la muerte de Estivill. Aquella posición no aguantará mucho más. No quedan bombas de mano, aunque han conseguido reparar una de las ametralladoras.
-Vamos, chico –le digo a Rogelio-. Aquí tenemos poco que hacer.
-Voy a avisar al teniente Roca, cabo. A lo mejor la gente de la milicia del pueblo puede reforzar esta posición.
-Usted es el guardia civil que llegó esta mañana, ¿no?
-Sí, cabo.
-Tira usted muy bien.
-Gracias, cabo.
La guerra es así. Su dramatismo se convierte en rutinario y la muerte en el hecho natural, banal y cotidiano que es en realidad y que la paz y la prosperidad hacen olvidar. La muerte es la única certeza en la paz y en la guerra; y nadie se vuelve loco en ella y a nadie impresiona un cerebro destrozado y toda la sangre que se vierte. Es la guerra. Y así debe ser. Tipos como Estivill no permitirían que su muerte paralizase la defensa de la posición. Y tampoco permitirían desconsuelos ni desesperados lamentos. “No ha sido nada, chavales”. “Tirad a menos de treinta metros o ensartadlos con la bayoneta, a gusto de cada cual”. Eso diría un tipo como Estivill desde la tumba. Y eso iban a hacer los requetés. Las guerras no vuelven loco a nadie que sepa por qué lucha. Las guerras son naturales, como los terremotos o los volcanes. La guerra es la muerte. Y la paz, muchas veces, también.