Salgo del despacho del teniente y me tropiezo con un soldado.
-Perdón, no le he visto. ¡Martorell!
-¡Hombre, Ricardo! ¡Un abrazo!
Era Ricardo Pagés Raventós. Me dijo que ya sabía toda la historia y que había informado muy bien sobre mi persona. “La verdad, simplemente”, añadió. Había venido a traer algo para desayunar a un preso de la FAI que tenían en un cuarto de aquel edificio y se volvía a su posición de “El Granero”.
-Buen baile hay allí, brigada. ¿Nos veremos?
-Espero que sí. Pero, oye ¿por qué no me presentas al prisionero? Creo que lo conoces.
-¿Yo? De nada, es un muchacho. Bueno, como nosotros. Pero ahora recuerdo: ¿usted no estaba El Saso el mismo día que cogimos a éste? ¿O era su fantasma?
-Me temo que era yo en persona, Ricardo.
-¡Diablo de Martorell! En fin, aquí está el chico.
-¡Rogelio! –exclamé- ¿Estás bien?
-Sí, brigada. No me diga nada, aquí, entre los fascistas, se puede decir “brigada” y “señor”, ¿no? Me tratan muy bien. Pero, ¿cómo ha llegado?
-Es un diablo, se lo acabo de decir –terció Ricardo.
-¿Se conocen? –inquirió Rogelio Comas, hijo.
-Y tú también le conoces –dije-. Es hijo de los de “Codorníu”, a los que tu padre ayudó a salir de Barcelona, por devolverme un favor.
-Pagamos –subrayó Pagés.
-Todo, sí. Ese era el pacto, Ricardo. Muchos se quedaron en las cunetas criando malvas. En fin, pues aquí tienes al hijo de vuestro salvador. Y me voy a hacer cargo de él, porque se lo prometí a su padre y, además, porque soy guardia civil.
-Como usted quiera, brigada. Poco hacemos en medio de este lio con un prisionero. Me voy a “El Granero” a parar a los amigos de su amigo.
-Es la guerra, Ricardo.
-Maldita guerra –dijo Rogelio-. Maldita guerra.
Salimos del edificio de la Comandancia. El chico agradece mi presencia y se pregunta cómo saldremos del infierno que se avecina.
-No lo sé, muchacho. No lo pienses. Vamos a sobrevivir momento a momento, sin preocuparnos por el futuro. Estos requetés lo tienen muy mal, pero resistirán lo indecible.
En la calle, un sargento se dirige corriendo hacia nosotros.
-¿Está arriba el teniente Roca? –pregunta desesperado.
-Sí, ¿qué sucede?
-En la posición de ametralladoras se está fraguando un fuerte ataque y nosotros andamos escasos de hombres y municiones –grita mientras se mete en el edificio-. ¡Vayan allí, si pueden!
La posición de ametralladoras queda a la derecha de la de Bach.
Vi las máquinas emplazadas allí. Me dirijo hacia este sector cuando, a la carrera, nos adelanta el sargento y dos requetés.
-Los únicos hombres que me ha podido facilitar el teniente Roca. Y dos bombas de mano. ¡Joder, un auténtico arsenal! ¡Vamos, deprisa!
Cuando llegamos a la posición, muy pegados a los edificios porque la calle está batida por fuego enemigo, han sonado los primeros disparos. Las ametralladoras están situadas en una pequeña elevación del terreno, donde se labraron unas trincheras, al lado de una vieja casa que da al campo. Nos protegemos detrás de un paredón de medio metro de altura, construido de ladrillo, con una quincena de aspilleras. Allí están también, a cubierto, los sirvientes de las máquinas. A unos diez metros se extiende un campo de maíz en el que yacen algunos cadáveres del enemigo.
A doscientos metros vemos cómo los milicianos se acercan en crecido número. A nuestra izquierda, y en una casa parecida a la que ocupamos, se parapetan ocho de los falangistas que han llegado esta mañana. Nos hacen señas de que han visto el movimiento del enemigo y les vemos muy atentos, con los fusiles en las aspilleras, esperando el momento de abrir fuego. Llegan los rojos al campo de maíz y se acercan arrastrándose. Se camuflan entre las hojas del maizal. Son los primeros en disparar. Numerosas balas dan en el paredón y en las casas. Los proyectiles, al chocar, producen un ruido semejante al de un latigazo seco y muy penetrante. Un cabo que está a mi lado y se llama Figa, dice:
-¡No hay duda de que tiran con balas explosivas!
El muchacho tiene razón. Pero no hay tiempo que perder. El sargento, como el alférez Bach, ha ordenado no disparar hasta que estén a menos de cincuenta metros. Y eso ya está sucediendo. El maizal es tan espeso que no se distingue bien al enemigo. Se dispara una o dos veces sobre las hojas que se mueven. Parece suficiente porque ha cesado todo movimiento. Nuestros disparos habrán producido algunas bajas: los rojos han retrocedido y recrudecen el fuego a mayor distancia de nuestras posiciones. Es una verdadera lluvia de balas. Protegidos detrás de las casas y del paredón, hemos dejado de disparar. Sería suicida asomar la cabeza con la que está cayendo. Baja ahora la intensidad del fuego enemigo y vemos que vuelven a moverse las hojas del maizal. Ese movimiento se percibe a unos sesenta metros: en cuestión de segundos, los milicianos pueden cargar sobre nosotros. El sargento manda calar las bayonetas.
Disparamos a las hojas. Pero esta vez el movimiento no cesa. Y, de pronto, a unos cuarenta metros, se levantan unos cien milicianos y vienen corriendo y gritando hacia nosotros. Le digo a Rogelio que se quede a mi lado, detrás del paredón. No puedo pedirle que tire contra los suyos. Yo mismo, con el fusil en la aspillera, protegeré el ataque de los requetés. El ataque, sí. Estos muchachos se han puesto en pie, siguiendo la orden del sargento, y han empezado a disparar como locos sobre los rojos y a lanzar bombas de mano. Algunos requetés corren hacia el enemigo con la bayoneta calada.
-¡Viva Cristo Rey! ¡Mecagüendiós!
La sorpresa se apodera de los milicianos. La explosión de las bombas y la carga con los cuchillos en el fusil impresionan tanto a los asaltantes que dan media vuelta y emprenden la retirada. El sargento ordena el alto el fuego.
-¡Ahorrad munición! –y, dirigiéndose a los rojos: ¡Cobardes! ¡Atreveos a subir otra vez, ratas!
Y toda una sarta de insultos que no demostraría mucha educación y urbanidad reproducir aquí.