lunes. 01.07.2024

Santapau se detuvo en un parapeto de las afueras, encendió un cigarrillo y observó el horizonte gris de la estepa.

 

-Este es un desierto terrible, brigada. Se dice que es el único lugar de Europa donde pueden encontrarse fauna y flora siberianas.

-No me diga.

-Como lo oye. Me lo contó un erudito, un experto en Goya, del pueblo vecino de Fuendetodos, donde nació el genio.

 

Indiqué al capitán la situación aproximada de las fuerzas enemigas.

 

-Mire, detrás de aquellas lomas, hacia el este. Allí están los de Líster y Modesto. Entre ellos y el sector de Codo, los de El Campesino. Y frente a los requetés están las unidades anarquistas y los “internacionales”. También ví caballería argelina.

-¿Y los tanques? –preguntó Santapau.

-Los tiene ahí detrás–señalé unas elevaciones en el sureste-. Cuente que éstas son solo las unidades de la zona centro. Me temo que habrá ataques por el sur y por el norte de Zaragoza. Creo que la ruptura del frente será por aquí y por el sur, para converger en la misma ruta que recorrió el ejército de Napoleón cuando sitió y tomó Zaragoza.

-Se trataría de resistir unos cuantos días para que el general Ponte pueda estabilizar el frente y la defensa de Zaragoza, y enviar refuerzos. 

-Sin duda. Pero si nos envuelven, no habrá nada que hacer, mi capitán.

-Y nos envolverán, olvide toda esperanza. La cuestión es resistir. Cada hora contará.

 

Santapau saltó el parapeto y avanzó lentamente por la estepa. Le seguí. Todo estaba en calma. El día era soleado y claro. Podíamos ver, al fondo, un poco al noroeste, el pueblo de Codo, como un animal dormitando en el páramo, ajeno a la tragedia que se avecinaba.

 

-Regresemos –dijo Santapau-. No tenemos mucho que hacer aquí, de momento.

 

Ese día fue, si mal no recuerdo, el último que viví en paz hasta el final de la guerra. El mando de Belchite me hizo caso y, por la tarde, un cañón enfilaba hacia Codo, que tendría cobertura artillera. A la mañana siguiente, muy pronto, antes del canto del gallo, el camión artillado estaba listo para partir.

 

-Buenos días, muchachos –saludé-. ¿Todo bien? ¿Eh? ¿Qué hacéis con la portezuela bajada? Es peligroso.

-Aquí nunca pasa nada, guardia. Son poco menos de cinco kilómetros hasta Codo y los rojillos están tranquilos.

-No van a estarlo, hijo, te lo aseguro.

-No me sea usted cenizo, ande. Suba y vámonos. ¿Un trago de vino?

-¿A estas horas? 

-Pa despertar, guardia. Bueno, recoja su artillería y en marcha.

 

Me acomodé sobre el portón trasero, con el fusil a punto. Santapau me había facilitado una pistola y unas cuantas bombas de mano.

 

-¿La ametralladora de la torreta está dispuesta?

-Sí, no se preocupe. Aquí el Arsenio siempre que puede caza algo.

-Pues no habrá quién se lo coma.

-¡Bah, así no se oxida la máquina! ¡Vamos!

 

Avanzamos por el desierto al amparo de la escasa luz rosada del amanecer. Los muchachos iban cantando y bebiendo el vinazo de la bota y fumando los “mataquintos” como si no hubiera un mañana. Me incorporé para observar el camino por delante. Creí ver unas sombras que se movían en el arcén, a unos doscientos metros.

 

-¿Qué pasa, guardia?

-No lo sé, muchacho. Montad las armas, por si acaso.

 

Minutos después empezó el ataque. Se nos hizo nutrido fuego de fusilería desde los lados del camino y se lanzaron bombas de mano. El chófer, rápido de reflejos, aceleró y zigzagueó. Era imposible apuntar en esas condiciones, pero nos liamos a bombazos y Arsenio repartió ráfagas de ametralladora a discreción. Fue cosa de pocos minutos. Cuando estábamos fuera del alcance de los rojos pude ver cómo las lomas que rodeaban Codo, en especial la de El Saso, se iban poblando de hombres, como hacen los indios en las películas del oeste americano.

 

-¿Heridos?

 

-¡Ná, rasguños, guardia! ¿Quiere vino?

-Venga.

 

Teníamos dos heridos. Y yo mismo andaba con la cara ensangrentada y un golpe en la muñeca, de los bandazos del camión, imagino.

 

-Oiga, ¿ha visto todo eso? Hay miles de rojos ahí arriba.

-Ya te lo dije.

 

Entramos en Codo como una exhalación. El tiroteo había puesto en guardia a la guarnición y todos corrían hacia sus posiciones. Distinguí entre ellos al gigantón de Bach.

 

-¡Eh, Josep!

 

El alférez, grande como un oso y bronceado como un moro, se acercó corriendo. Nos abrazamos.

 

-¡Martorell, collons! ¡Qué alegría!

-Ha empezado el baile, chaval. Y va a haber jarana buena.

-Venga conmigo, brigada. ¿Está herido? 

-Nada, rasguños, Josep, no te preocupes.

-Tengo órdenes de cubrir la posición de “El Calvario”.

-Buen nombre –dije.

-Espero que no sea una profecía, Martorell. Sí, la posición de “El Calvario”, con la 1ª Sección de la 1ª Compañía. Vamos a hacer una avanzadilla.

-Tenemos enfrente a lo mejor del ejército rojo.

-¿Qué me dice?

Y, mientras corríamos hacia esa posición, le conté a Bach lo que sabía.

-¡Mare de Déu! Bueno, aquí les esperamos. ¡Que intenten pasar!

 

Cuando todos los hombres estuvieron en sus puestos, Bach les ordenó que no tirasen hasta que el blanco estuviese a cincuenta metros.

 

-Una bala, un rojo. No las malgastéis.


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 21 [Parte 1]