lunes. 01.07.2024

SEGUNDA PARTE: EL DESIERTO.

 

LA HISTORIA NOVELADA DE LOS RECUERDOS DE PEDRO BOSCH.

 

El escritor ha conocido a un periodista catalán, católico, en un evento del gremio. Este periodista se interesa por el Tercio de Montserrat, tema que surge como si hubiese caído del Cielo.

 

-¿Permite que le tutee? -dice el periodista catalán.

 

El escritor asiente, expulsa el humo del cigarrillo hacia un lado y pide otra copa de coñac. Los ojos se le cierran como a Robert Mitchum.

 

-Soy afín a la Causa -susurra el escritor, concluyendo una declaración embrollada, confusa, torpe.

 

El periodista apenas despega los labios y le mira extrañado.

 

-¿Eres carlista?

 

-Digamos que sí. ¿Cómo sabes que la Causa por antonomasia es la nuestra?

 

-Mi abuelo era del Requeté. 

 

Y así apareció, como un espectro, el Tercio, envuelto en las brumas del recuerdo y en las tinieblas de los tiempos turbios que se viven. El abuelo del periodista estuvo en la Batalla del Ebro, en Villalba de los Arcos, en aquella batalla en que los requetés catalanes pararon a las brigadas internacionales, entre otros cuerpos de élite del ejército republicano, cuando los moros y los tabores de Regulares habían empezado a flaquear y a poner tierra de por medio.

 

-Mi abuelo combatió con el sabio Martín de Riquer quien, muchos años después, contó barbaridades de aquel episodio del Ebro. 

 

Martín de Riquer pudo haber hecho poesía con la guerra. Pero no la hizo; era demasiado inteligente, demasiado honesto y demasiado sensible. Solo hacen poesía con la guerra los cretinos, los que nunca han disparado un tiro y los vanidosos incurables. Martín de Riquer decidió que había muy poca épica y muy poca lírica en contar cómo los propios carros de combate -los tanques, para la gente de a pie- aplastaban a los requetés que habían abierto el camino del río. Los del Tercio de Montserrat alcanzaron los primeros la orilla del Ebro. Detrás de ellos venían los carros que, en su avance alocado, no tenían en cuenta a los hombres que se habían dejado la piel para que esos blindados llegasen allí. Despanzurrados por los suyos y sin una mención de los jefes. Solo el general Monasterio les dijo algo, porque conocía a aquella tropa y los encuadró en su división. Por debajo, calumnias y silencios.

 

-Ir delante de los carros no es lo habitual. Lo suyo es andar protegidos detrás de ellos -comenta el escritor.

 

-Ya sabes cómo eran los requetés.

 

Y calla el periodista, temeroso de haber hablado demasiado.

 

-Pero yo no soy del Régimen -afirma.

 

-Me temo que tampoco lo eran aquellos carlistas -el escritor ha encendido otro cigarrillo y observa con simpatía al periodista joven, con fuerte acento catalán, que conocía algo de la historia que él investigaba. La conversación siguió en un bar de la Vía Layetana hasta altas horas de la noche. Aquel abuelo aún vivía y el periodista quedó encargado de preguntarle por el alférez Bach de Fontcuberta, el brigada Martorell y el requeté Bosch. 

 

Mientras camina hacia su casa, el escritor piensa en el erudito filólogo Martín de Riquer. Y en la guerra. “Habrá una mística del horror, como hay una mística de la bondad. En ambos casos, las palabras son inútiles, vacías de todo significado, imposibles. ¿No es odio una palabra imposible? Contiene tanta sangre vertida que el color rojo empuja a la razón al borde del abismo eterno, al vértice invertido de la locura. Los locos dan miedo por esta misma causa: son una razón imposible, una palabra hueca, un vacío oscuro con la forma amable de un ser humano. Un loco produce un temor solemne, genera un miedo de muerte, más aún que un hombre armado, que un dictador, que un asesino. El loco tiene una mística, o la mística posee una locura indescifrable; aquella que evoca el infinito. No hay palabras para la guerra. Nada puede describir la ira del infierno, el aullido de los dioses.”


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 26 [Parte 1]