miércoles. 03.07.2024

Estoy de nuevo en casa. Me gustaría mostrarles lo que he escrito después del paseo. Se harán una idea de los erráticos pasos de mi mente que, será por la brisa sin duda, ha vagado por tiempos felices, llenos de soleada ternura, de tebeos y de regaliz, lo cual destaco por resumir mis sentimientos. Este es mi escrito de hoy:

 

“He salido a pasear esta mañana. Pasear como Dios manda es hacerlo sin rumbo fijo, guiado por el alma del viento y de la tierra. El aire era tan limpio -ayer llovió en la ciudad- que entraban ganas de bebérselo. Esta es una frase que dice el capitán Haddock en “Las joyas de la Castafiore”, en la primera página, y me gusta mucho porque es verdad. Este libro de Tintín fue el primero que leí, cuando tenía nueve añitos. Volver a su recuerdo es regresar a casa. 

Quiero subrayar que, efectivamente, salí de casa; y en la calle, gracias a la brisa fresca y pura que se puede beber, estaba sin duda aún más en mi casa, ustedes me entienden, estoy seguro. Estar en casa fuera de ella, en la calle, es algo divino. De modo que, muy contento, subí calle arriba; es una calle un poco empinada, con árboles pacientes y anodinos a los que debo hacer más caso. 

Son árboles mediocres que no merecen las miradas de los ajetreados peatones 

y menos todavía las de los orgullosos automovilistas. Un automovilista es un alma encerrada en una cárcel móvil de metal rugiente. El ruido es del infierno, por expresarlo metafóricamente, aunque, a fuer de sincero, tengo que decirles que no creo en las metáforas sino en lo que veo, y se ve muy a las claras que el ruido es infernal. No hay que ser poeta para saberlo. He llegado al mismo sitio donde mi abuelo paterno me enseñó a leer y escribir hace sesenta años. Era guardia civil, muy serio y muy disciplinado. Tenía que enseñarme porque era su deber. Y mi obligación era aprender. Tal vez resultase un poco duro para un niño de dos años, pero la vida no es cómoda ni fácil y conviene darse cuenta cuanto antes. Seguro que el abuelo pensaba así. Lo había pasado muy mal durante muchos años: tuvo una vida de película que bien valdría una novela. Desde que empecé a leer sus memorias la novela de mi abuelo me ha perseguido por todas partes, y he tenido que escribir algún libro para que me dejase en paz. Sin embargo, vuelve siempre. No vuelve siempre como el camión oscuro de la película de Spielberg “El diablo sobre ruedas”, pero vuelve como un reproche triste. Caigo en la cuenta de que llamar “diablo” a una cárcel con ruedas de metal rugiente es un hallazgo muy notable. En cualquier caso, estaba en aquel mismo lugar, sesenta años después. Mi abuelo estaba y no estaba, porque murió en 1967, besé la frente de su cadáver frío, y los mayores se pusieron muy serios: yo quería mucho a mi abuelo. Allí seguían los árboles, ellos sí, no hay duda porque se ven más grandes y frondosos. También los bancos, pero son nuevos. En el banco del seto -¿será el mismo seto?- mi abuelo leía la cartilla del abecedario y yo intentaba repetir los sonidos y recordar las letras. Una vez terminados los deberes, me dejaba jugar. No hay columpios, un vacío que me ha producido una fuerte impresión porque para los niños los columpios son inmortales, como los padres. En lugar de los difuntos columpios han puesto aparatos para caminar y mover los brazos, y una bicicleta que no se mueve, estática, dicen. Si las bicicletas no se mueven, y no puedes pasear con ellas, y los columpios mueren, el mundo está al borde del Abismo y por eso los vahos pestilentes alcanzan a los seres humanos. Esto es así y no hay vuelta de hoja. Estas máquinas, un poco amenazantes, también son de metal, como los automóviles. A pesar de mi natural repugnancia, he pedaleado un rato, como una expiación. Un viejo se ha acercado, exhibía una sonrisa cómplice.

 

-¿Qué? ¿Subiendo el Tourmalet?

 

Le he devuelto la sonrisa y nada más, porque he volado por el aire al Tour de Francia en blanco y negro, y he visto a Poulidor y a Bahamontes surgiendo por detrás del rancho de “Bonanza”, mientras Sabina nos llamaba para cenar y los niños queríamos ver el final de aquel episodio de Maxwell Smart. Sabina no es el cantante, no; Sabina venía a casa por las tardes, para ayudar a la abuela con la plancha y la cena. Sabina era de Navas del Pinar, Burgos, y siempre sonreía y nunca habló mal de nadie. Otros viejos me han mirado y han seguido su camino, detrás del bastón. “Allá van los señoríos, derechos a se acabar e consumir”. Aquellos viejos de 1960 eran como estos de ahora, los viejos siempre son iguales. Los viejos están en otro mundo, casi en el Otro Lado, y por eso imponen respeto. A los viejos se les ignora porque son una denuncia y un grito de agonía de la vida y del mundo, valga la redundancia. Y el ripio, no soy poeta, se lo he advertido.

 

-Mira, aquel -decía mi abuelo- era guardia de asalto en el 36. Y aquel otro le debe todo al caudillo (el caudillo para mi abuelo era Franco) y se pasa la vida criticando al régimen, el muy miserable. No se critica, hijo. Vámonos a casa, estoy cansado.

 

Poco después, he subido -subir, siempre- hacia el viejo instituto donde cursé el bachillerato. Le han cambiado el nombre pero se conserva igual, aquella arquitectura de finales de los 50, funcional, como los muebles que compraron mis padres en 1957, Bauhaus y el diseño suizo, Jacques Tati y las pelis de ciencia ficción. La verja me permitía ver los patios, tan grandes entonces. No lo son. Es una pena que el mundo pierda su grandeza cuando crecemos. 

El asombro nos revela grandezas ocultas que solo ven los ojos puros de los niños. La impureza mata el asombro. Y el mundo se vuelve diminuto y falsamente banal. Todo me da mucha pena, ¿será la edad o la enfermedad? Somos enfermos pedantes, de cantos romos y horizontes grises. Una pena.


 

No hay palabras para la guerra - Capítulo 2 [Parte 1]