-¿Cómo va eso, chaval?
-Bien, señor Martorell.
-Chico, no me llames señor aquí ni en ningún sitio.
-Muy bien.
-Martorell, basta y sobra.
-Claro.
-O Francisco.
-Muy bien.
-¿Tienes sed?
-Sí.
-Toma mi cantimplora.
-Gracias, Francisco.
-De nada.
-¿Sabes algo?
-Señor, bueno, Martorell, lo que sé es que, según dicen, nosotros iremos por el centro y habrá ataques por el norte y por el sur. Nosotros atacaremos unos pueblos que se llaman Belchite, o algo así, Codo, Quinto, Medina.
-Mediana.
-Eso, Mediana.
-¿Tienes miedo?
-No lo sé. Estoy nervioso. No sé si es miedo.
-Te acostumbrarás. Yo estuve en la guerra de Marruecos.
-¿Con los moros?
-Contra los moros. Este paisaje se parece al de allí. Un sol que te aplasta y las figuras que bailan como espectros en el agua. Fíjate en aquellos de allí que vienen del pueblo, parece que los vemos a través de un cristal que se mueve y los deforma.
-Es verdad.
-Es el calor.
-Los moros se escondían detrás de las lomas secas y esperaban horas y horas. Si algún desgraciado se confiaba un “paqueo” y adiós.
-¿Paqueo?
-Los fusiles de los moros suenan como “¡paco!, ¡paco!” cuando disparan. Por eso lo de “paqueo”.
-Ah.
-Oye, ¿sabes algo de Ernesto, el socio de Serra? Me dijo tu padre que a lo mejor podía verle por aquí.
-No lo he visto, Martorell. Mi padre dice que es un traidor y un ladrón, como Serra. Y que es posible que se haya pasado a los comunistas.
-Vaya.
-Sí, eso dice.
El chico era una buena persona. Idealista como su padre. No me engañaba.
Yo tenía ganas de echarle el guante a Ernesto. Era un asunto personal. Estoy convencido que fue él quien organizó un atentado contra mi persona en aquel callejón sin salida de Hostafranchs. Se lo dije al padre del chico.
-Serra y Ernesto reciben órdenes de más arriba, Comas. No hacen caso del Comité. Y perpetran barbaridades. A quién obedecen, no lo sé. Pero las “patrullas de control” que mandan ellos no están descontroladas, no sé si usted me entiende. Lo de los robos en los domicilios que requisan, o en aquellos donde asesinan al jefe de la familia, es lo de menos. Todo ese botín no puede almacenarse sin que lo sepan algunos jefes. Y usted, Comas, no sabe dónde lo tienen. Comas reconoció que no lo sabía. Comas tampoco sabía a quién obedecían.
-Dicen que a Eroles. Pero éste es otro mandado, brigada.
-Lo sé. Eroles, imagine, lleva el orden público del gobierno catalán. ¿Quién ha colocado ahí a semejante elemento?
Los misterios de la política se me escapan. Lo cierto es que esos canallas seleccionaban muy bien a sus víctimas. No era una decisión caprichosa. Sí, tenía ganas de pillar a Ernesto. Aunque, quizás, estuviese yo en el lugar equivocado. Pocas semanas después de llegar a Bujaraloz, las unidades empezaron a moverse hacia Zaragoza. Nos situamos a pocos kilómetros de Belchite. Aquello más que Africa parecía la estepa siberiana, o el peor desierto que uno pueda imaginar. Nuestro batallón fue enviado al sector de Codo. Un paisano informó que en el pueblo apenas había un centenar largo de “boinas rojas”, carlistas, requetés. Y que eran catalanes. En Belchite, en cambio, había guarnición militar y falangistas. Los de Codo carecían de artillería. Y en Belchite disponían de uno o dos cañones. Poca cosa.