domingo. 29.09.2024

Carmelo Joven se hacía el enfermo bastante bien. Resultó creíble para la policía española y para los gendarmes, de modo que cruzaron la frontera sin problemas. Las acciones de Motorico, disimuladas en dos botiquines y dos cajas de repuestos, pasaron totalmente desapercibidas. Los hombres de Carlyle y los de Kolstov parecía que no se habían enterado de la estratagema, pero el brigada Martorell, ahora al volante, no se fiaba. Nos esperarán en cualquier sitio en Francia, pensó. O tal vez en Suiza, directamente. La ambulancia cogió la autopista de Lyon y Carmelo le cogió el muslo a la enfermera. 

-¡Quite esa mano de ahí! 

-Va cariño, que no nos ve nadie. 

-Oiga, a mí los tíos no me van, y menos tan peludos como usted. ¡Parece un oso! 

-Donde hay pelo hay alegría, chata. 

-O me deja o le clavo esta jeringuilla en los huevos. 

 

Carmelo retiró la mano y se incorporó. Llevaba tres horas tumbado en la camilla y los riñones empezaban a quejarse. Será por la camilla o será por la tensión, se dijo. Y además todo esto me da sed.

-Tengo sed. 

-Coja la botella de agua pero no aproveche para tocarme las tetas, que le veo venir.

La enfermera se apartó convenientemente. Carmelo bebió a modo y luego dijo:

-Tengo hambre. 

-Usted siempre tiene algo. Cuando no bebe, duerme; cuando no come, soba; cuando no toca el suero, me jode la bombona de oxígeno. ¿Puede estarse quietecito de una vez? 

 

Como si lo hubiese oído, el brigada paró la ambulancia en una de las áreas de servicio de la autopista, le dijo a Fran que se quedara en el vehículo, que ya le traería un bocadillo y un botellín de agua, y que los de atrás, o sea, Carmelo y la enfermera, se apeasen para pasear un poco, evacuar, beber agua o lo que les diese la gana.

-¡Menos mal, brigada! Por fin me separo un ratito del pulpo ése de ahí dentro, rezongó la enfermera nada más poner pie en tierra. 

-No será para tanto, mujer. Carmelo es buen chico. Por cierto, ¿por qué no baja? 

-¡Qué sé yo! Me ha dicho que tenía que camuflarse, que su misión era muy importante. Además, cómo habla, oiga. Es una máquina de hablar este hombre. 

-Está bien, vamos al bar. No podemos perder aquí todo el día.

 

Habían pedido un par de bocadillos y unos refrescos cuando el camarero fijó sus ojos, unos ojos grandes y abiertos como platos, en la puerta de entrada. 

Al tiempo que señalaba en esa dirección se le cayó la bandeja, que vino a estrellarse contra el suelo.

-Pero, ¡Carmelo! ¿Qué gaitas haces?, exclamó el brigada. 

-Argsí ngo sme regconosce. Unda agmbulangia sgin enfergmo ngo egs dreíble. 

-¡Quítese el catéter de la boca de una vez, Carmelo! Es usted peor que un crío, gritó la enfermera, avergonzada porque la concurrencia empezaba a reír con ganas y sin disimulo.

 

Una cortina de carcajadas se abrió para dar paso a Carmelo, que entró en el bar con la cabeza mal vendada, cojeando aparatosamente y arrastrando el trípode del suero. Al escupir el catéter, el suero empezó a fluir mansamente sobre la espalda del camarero que estaba recogiendo del suelo los restos desperdigados de la bandeja. El camarero notó un líquido tibio que le bajaba por la espalda y se le metía por los pantalones: no sabía qué era, pero prefirió pensar que no era eso. Y se incorporó como un resorte.

-¡Merde! Y los siguientes insultos se le quedaron en la boca porque no podía creer lo que estaba viendo. 

-Túa ponez moi aquí dans la boteille del suero medio litro vino, hombre, dijo Carmelo señalando el aparato con la mayor naturalidad. El camarero sufrió un brusco desprendimiento del maxilar inferior que parecía transitorio pese a lo agudo de los síntomas. Y así fue en realidad. 

 

Vino, bocadillos, agua, yogures, algún plátano. Era una agradable sensación disponer de provisiones para un viaje que, no sabía por qué, se le antojaba muy largo. Y era mucho más agradable saber que les había salido gratis. El brigada, tranquilizado por el suave discurrir de la campiña y de las pocas nubes que manchaban el azul transparente del cielo, sonrió al recordar la aparición de Carmelo en el bar. ¡Menudo pájaro! se dijo. Cuando intentó ayudar al camarero a recoger la bandeja, y después de ponerlo perdido de suero, le echó encima el trípode, que le dio un golpe tremendo en la cabeza; afortunadamente, el golpe hizo que el pobre tipo pudiese cerrar la boca sin más. Luego una señora muy cursi con sombrero resbaló en el suelo pringoso y fue a dar con sus huesos sobre la mesa de unos camioneros: ¿Le apetece un poco de salchicha?,  dijo uno de ellos. Cállate, animal, dijo otro, ¿Se ha hecho daño, madame? La señora lloraba en silencio. Otro camarero también resbaló y empujó de nuevo a la misma señora sobre la mesa de los camioneros. Desgraciadamente, el camarero cayó sobre ella. ¿Te das cuenta, Pierre? La señora quería salchicha. No seas soez, Jacques. Señora ¿cómo se encuentra? La señora volvió a llorar. Carmelo quiso intervenir pero no le dejaron. El primer camarero, con el maxilar desprendido otra vez, estaba a punto de romper a llorar también y se acercó al brigada y le regaló dos bolsas llenas de viandas. También le rogó que se largara de allí cuanto antes y que, sobre todo, monsieur, sobre todo, se llevara a su amigo, el enfermo, que él invitaba y que, por lo que más quisiera en este mundo, nunca volviese por allí; es decir, él, el brigada, sí que podía volver cuando gustase, pero a su amigo, el enfermo, perdón monsieur, no quería volver a verlo en su vida y salude de mi parte a la señorita enfermera que no tiene culpa de nada y hace rato que les espera junto al coche. Bonjour, monsieur. 

¡Menudo pájaro!, se repitió el brigada. Y repitió la sonrisa. Luego recordó que, cuando salía del bar, la buena señora se le tiró encima, le pidió disculpas porque había resbalado con no sabía qué del suelo y se puso a llorar. Al fondo le pareció oír que alguien pedía una salchicha al camarero. Bueno, o quizá no.

 

Sí, al brigada Martorell le serenaba contemplar el verde paisaje francés mientras conducía. Creyó haber visto por el retrovisor, a lo lejos, la silueta del Canigó. Hacia el norte, un poco a la derecha, se divisaba el Ventoux. El día era muy claro, tanto que incluso le pareció que podían verse todos los siglos pasados, tan lejos alcanzaba la vista; y era verdad porque allí estaban los caballeros de la Corona de Aragón, o sus fantasmas, cabalgando para entrar en Montpellier; y vio en efecto a un caballero que se lanzaba contra la ambulancia lanza en ristre con los ojos vacíos bajo el yelmo negro y entonces dio un volantazo a la derecha y se encontró en la cuneta, pero el caballero había desaparecido del todo y no quedaba ni la armadura. Se dio cuenta de que se había dormido. 

-¡Madre mía!

Fran se despertó de golpe. El brigada estaba aturdido a su lado.

-Estoy demasiado cansado, chico. No he debido conducir. 

-Se lo dije, replicó Fran. Déjeme a mí. 

-¡María, tranquila, no ha pasado nada! ¡Seguimos!, gritó Martorell volviéndose hacia la mampara que cerraba la cabina por detrás. 

 

El brigada no había pegado ojo en toda la noche. Fran tampoco. Pero Fran era joven. Martorell comprendía la decrepitud pero no la aceptaba. Llevaba toda la vida de servicio en el Cuerpo. El honor, el deber, la disciplina. Estaba cansado. Y se jubilaba dentro de cuatro días. Era la última misión. ¿Sabría vivir sin hacer nada? Estaba cansado. Espero que salga bien esta historia de las acciones. Y si no, da igual. Me jubilo. ¿Da igual? Se sorprendió al verse pensando de ese modo. Estás mal, muchacho. No da igual. Es una misión sencillita, pero hay que terminarla bien. En la vida, se dijo -como se había dicho infinitas veces a lo largo de cincuenta años-, no hay que despreciar ninguna misión, ningún trabajo por humilde que sea, todo es importante. Había leído a D’Ors, «la obra bien hecha», e hizo de esta frase su lema. También recordaba que en alguna universidad católica de no sabía dónde, llena de teólogos y de eruditos, fíjate tú, habían beatificado al hermano portero. No. No daba igual. Pero quería jubilarse. Sabía, sin embargo, que no podría estar sin hacer nada. Creo que escribiré mis memorias. Y se adormiló mecido por el trote de un caballo con alas. 

 

Carmelo Joven sesteaba plácidamente tumbado en la camilla. María, la enfermera, lo contemplaba con curiosidad. Aquel hombre no podía ser tan tonto. En todo caso, disimulaba su hipotética inteligencia con verdadera profesionalidad. Ese pelo negro como los testículos de un grillo, según lo reconocía el propio señor Joven: 

-No, no me embetuno el pelo, chata, todo natural, oye. 

 

Y esas patillas oscuras; esa ceja única de carboncillo, el subrayado final de cuatro o cinco arrugas en la frente estrecha; esa nariz grande y la barba espesa, ese tipo de barba que aún bien rasurada deja un tono gris plomizo en la cara del que la sufre, esa barba con la que puede encenderse una cerilla o lijarse la pata de una mesa; ese pelo omnipresente, pelo a mansalva, pelo a discreción, pelo hasta en las pupilas, pelo telúrico y bestial, pelo como para rellenar una docena de edredones. Pelo. Esa locuacidad imparable, inagotable, inevitable, inmensa. Carmelo respire, por favor, respire y déjeme respirar. Y a pesar de todo, Carmelo Joven tenía la pinta de ser un trozo de pan bendito. Bendito y feliz. Porque, aunque las oscuras ojeras y las bolsas de los párpados daban un aire triste a su mirada, María estaba segura de que era un hombre feliz. Se le notaba esa felicidad que emana de la ingenuidad y de la inconsciencia. Carmelo, y en su caso no era un tópico, podía estar siempre ocupado pero nunca preocupado. 

Antes de dormirse y de ponerse a roncar como un jabalí en celo, Carmelo le había contado que su filosofía vital se resumía en una curiosa sentencia de su invención: «da lo mismo trabajar que hacer faena»; principio que, por supuesto, su jefe no compartía en absoluto. Lo de «hacer faena» le sonaba al editor Estampa a laborar de manera mecánica, sin poner el alma en lo que se hace ni preocuparse por el futuro de ese trabajo. Es que Estampa era un hombre permanentemente preocupado por algo, la entrega de un pedido o la existencia de Dios. Y esta diferencia de caracteres provocaba continuos enfrentamientos. Carmelo soportaba las broncas con estoicismo y el editor, pasada la explosión inicial, sufría terribles remordimientos. Una pareja realmente curiosa, pensó María, y achuchó con suavidad a Carmelo porque había empezado a gritar. 

-Tendrá pesadillas, musitó.

 

Recordó entonces con cierta ternura que para ilustrar su frase Carmelo le había contado una anécdota que no terminó fatal de milagro. Hace algunos años estaban de obras en la finca que Estampa tenía en la montaña y a Carmelo le dio por ayudar a los albañiles. Se anudó un pañuelo en la cabeza, se quitó la camisa y con la camiseta «Imperio» cubriendo su pecho peludo agarró un pico y una pala y empezó a picar con ganas sobre una roca al borde de un talud de unos dos metros de altura. Se trataba de hacer un hueco para instalar los aparatos de la depuración de la piscina, situada justo encima. Cuando el capataz regresó de almorzar con la cuadrilla, no podía creer lo que estaba viendo: la enorme roca comenzaba a ceder y caía lentamente. Carmelo, en equilibrio inestable sobre ella, se secaba el sudor y parecía muy satisfecho. 

-¡No, no, no!, gritó el capataz, ¡Pare, pare! 

-¿Que pare qué?, respondió Carmelo. 

-¡Esa roca no, por favor, ésa no!¡Es la única que aguanta el talud, por Dios! ¡Se nos va a hundir la piscina! 

 

En ese momento, Pancho Estampa que observaba la escena desde la terraza tuvo una visión: a cámara lenta vio cómo la roca se desprendía del todo y golpeaba el suelo con un ruido sordo y brutal; vio a Carmelo resbalar y caer como un títere al que ya no sujetan; y lo vio aplastado por la roca; y vio cómo la piscina comenzaba a resquebrajarse; y vio el jardín anegado por el agua. Cesó la visión. Afortunadamente, todavía no se había producido la catástrofe. Pero los gritos del capataz que intentaba estrangular a Carmelo obligaron a Estampa a correr escaleras abajo y poner paz. 

-¿Te das cuenta, Carmelo, de que no es lo mismo trabajar que hacer faena? Podías haber preguntado antes a estos señores dónde y cómo picar, ¿no? Sí, claro, claro, tú sólo querías echar un cable, como siempre. 

-Fue mala suerte, concluyó Carmelo antes de estirarse en la camilla, ¿no crees, María? 

 

La ambulancia paró bruscamente. Qué pasará ahora, pensó la enfermera, no ganamos para tonterías aquí. Cuando María bajó de la ambulancia, el brigada y Fran corrían hacia una furgoneta VW que se había estrellado contra las columnas de un paso elevado que cruzaba la autopista veinticinco kilómetros al norte de Montpellier.

-¡La leche, qué golpe me he dado!, se quejaba Carmelo. Se había despertado en el suelo como consecuencia del frenazo y ahora, sujetándose en el portón trasero, trataba de salir. Podías haberme atado con las correas, María. 

-Sí, hombre y ¿qué más? Ande, o mejor corra, que nos necesitan.

  

Cuando llegaron, el brigada ya había sacado al conductor. Estaba herido y ensangrentado, pero se quejaba poco. Tenía una herida en la cabeza, en la calva. Como el agujero de una bala, pero no podía ser una bala porque por allí no había ningún rastro más del tiroteo. Fue el golpe con el parabrisas; cristales rotos, espejos rotos. Cuando se rompen los espejos, a los que estamos de este lado se nos rompe la imagen que tenemos de nosotros mismos. Y aparece un ser tenebroso y perverso al que no queremos conocer, o aparece el vacío. A los que están del otro lado sólo los conocen los poetas y es posible que también los niños y algún borracho bondadoso, rara avis. No se sabe qué imagen tendría de sí mismo el herido, pero ahora parecía un Goliat abatido, el pelo largo y sucio de polvo que le colgaba a bucles desde los occipitales, y la barba roja de sangre y los cristales clavados a decenas en su cuerpo como las flechas de un san Sebastián. El brigada se fijó en los cristales y tuvo un estremecimiento de fragilidad y de locura. Los otros cinco ocupantes del vehículo, magullados, habían salido por su propio pie. Todos menos uno tenían aspecto de hippies y cara de susto.

-A ver, usted, que parece el payaso listo del grupo, ¿cómo se llama?, inquirió el brigada. 

-Asensio. Juan Asensio. 

 


 

La ambulancia