sábado. 28.09.2024

El brigada estaba agotado y Fran también. Habían perdido mucho tiempo hablando con Kolstov.

 

-Carmelo, conduce tú ahora. Pero rapidito que nos siguen.

 

Carmelo se puso al volante. El arranque fue espectacular. Fran quedó aplastado contra su asiento, en la parte delantera; y, detrás, el brigada, que no se había acomodado aún, fue a darse con Kolstov un sonoro trompazo.

 

-No sabía que le gustasen los hombres, brigada, rió María, tratando de sentarse de nuevo. 

-Lleva usted un par de días sin afeitarse, brigada, ironizó Kolstov. Rasca como el papel de lija.

 

Martorell sintió que el asco le vencía. Tuvo ganas de vomitar pero cambió, en un esfuerzo supremo, la bilis por los insultos a Carmelo.

 

-¡Carmelo, animal! ¡Animal de bellota! 

 

No pudo continuar. Carmelo estaba adelantando a otro vehículo y trataba de esquivar a un camión que venía de frente. Dando un hábil volantazo se coló entre el coche y el camión. El brigada volvió a abrazarse a Kolstov. Pero esta vez no pudo reprimir las arcadas. Vomitó sobre sus propios zapatos un vómito viscoso, con tropezones. María debió de pensar que tanto vaivén había trastornado a Martorell. El hombre está mayor, se dijo. Kolstov no le dio importancia, en todo caso, para él, aquellos detritus tenían un agradable olor a victoria. Y el brigada, demudado, recordó que en la «cheka» también se hubiera abrazado a cualquiera de aquellos hijos de puta, con tal de que le dejasen cerrar los ojos un minuto. Ahora ya no podría cerrarlos nunca más a una verdad que le torturaba: era un cobarde. Fue un delator; y una hora antes no había matado a Kolstov. No lo haría nunca. Echaría toda la mierda fuera y quedaría limpio. Y ni eso sería un acto propio de valor. Sería una maldita consecuencia de la forma en que un idiota conducía aquella ambulancia. ¿Cómo podía un bonachón inconsciente sacudir su interior de esa manera? Apoyó la espalda y esperó, sin defenderse -una vez más-, los golpes que habían de llegar.

 

Carmelo puso perdidos a unos autoestopistas que habían tenido la mala idea de hacer señas demasiado cerca de un charco. Luego puso perdidos de alquitrán a unos trabajadores que empezaban la jornada laboral y que estaban arreglando algunos baches de la carretera. Pocos kilómetros más adelante, envió a una furgoneta Dyane cargada de fruta a la cuneta. Atravesó una zona con el firme irregular a toda velocidad, lo que provocó bruscos vaivenes, lo que provocó algún que otro chichón, lo que provocó al brigada.

 

-¡Ya basta, Carmelo! ¡Para, para, que te vas a enterar!

 

Pero Carmelo no le oía. Entró en Tournon como una exhalación. En la primera bocacalle casi atropella a un ciclista. Y de la segunda salió un camión que apenas pudo evitar. Pero lo hizo. Aunque el golpe de volante le llevó a torcer a la izquierda. Menos mal que hay calle y no pared, pensó Carmelo. Y pudo meterse en plena plaza del mercado. Gallinas y patos corriendo. Jaulas destrozadas. Huevos rotos. El puesto de salchichas y embutidos rodaba por el suelo y el toldo cubría, a modo de manta, a sus dos propietarios. La frutería bombardeada por las botellas de leche y los yogures de la camioneta de la empresa de lácteos, estrellada contra unos cerdos y unas vacas. Las mesas del bar de la plaza volaban por los aires como platillos volantes. Y las alfombras del oriental de turno también volaban, no porque fueran mágicas, sino debido al enésimo trompazo de la ambulancia. Carmelo sorteó con habilidad y sin excesivos miramientos todos los obstáculos; sin embargo, todo tiene un límite: no se atrevió con el gendarme.

 

-¡Pedazo de salvaje! ¡Atravesar una aglomeración a esa velocidad! ¡Le va a costar caro! A ver, documentación.

 

Martorell aprovechó la oportunidad y saltó de la ambulancia. Ésta parecía un vehículo de camuflaje: manchas de alquitrán, de tomate y otras hortalizas, de huevo, de leche, de barro. Una ristra de salchichas, como una guirnalda, decoraba el parabrisas delantero, de retrovisor a retrovisor. Martorell respiró profundamente. Hizo un esfuerzo sobrehumano para sosegarse. Se dirigió a Carmelo. Ni siquiera pudo iniciar el gesto de estrangular al imprudente chófer porque, con el rabillo del ojo, el brigada vio al guardia.

 

Fran, que trataba de deshacerse de un pato que se les había colado en la cabina, no pudo oír lo que hablaban el gendarme y el brigada. Pero, unos minutos después, el primero saludaba militarmente al segundo, se daban la mano, acompañaban a Carmelo a la parte trasera de la ambulancia y se despedían con otro saludo militar. Cuando se fue el guardia francés, Martorell insistió en estrangular a Carmelo. María, muy seria, lo impidió. Kolstov no paraba de reírse. Y Fran devolvió el pato a su dueña. 

 


 

El interrogatorio - Parte 2