domingo. 29.09.2024

Claude Harris encendió el puro con mucha lentitud. Dejó el mechero en el bolsillo lleno de habanos de la sahariana blanca y contempló sin demasiado interés el local vacío de Valerie, Val para los amigos como él. A las diez de la mañana no había nadie allí, a excepción de Val que estaba preparándose un café. No suele haber gente a las diez de la mañana en los bares de alterne. 

Lo que suele haber es humo, todavía, y un olor acre, mezcla de perfume, alcohol, transpiración y tabaco. Y tedio. Un aburrimiento mortal invadía el alma de Claude Harris. El primer sorbo de cerveza le supo a gloria. Casi vació la lata de medio litro de Michelob. Luego se pasó la mano por la calva, de atrás hacia delante, varias veces, en un gesto que repetía a menudo, y dio una profunda calada al habano. El humo le salió despacio por los agujeros de su nariz rota, como de boxeador, y lanzó una bocanada directamente a la cara de Valerie, que estaba ahora frente a él, al otro lado de la barra. 

 

-Hará calor hoy, ¿eh, Val? 

-¿Cuándo no hace calor en Tampa, darling? 

Otro sorbo. Otra calada. Otra cerveza. 

-¿Otra vez de viaje, Claude? 

-Sí. 

-¿A dónde? 

-A Europa. 

-Llévame. 

 

Val hizo un mohín y se ajustó el sujetador. Claude Harris se fijó en el bamboleo sinuoso de las enormes tetas de Valerie, pero no tuvo ganas de magrearlas. Pechos duros para una mujer de más de cuarenta años, se atranca bien uno ahí.

 

-Bebió. 

-Otro día. 

-¿Otro día qué, darling? Val intuyó el deseo.

-Otro día el viaje.  

-Otro día, Claude. La felicidad siempre es otro día, ¿verdad? 

 

La felicidad podía llegar cualquier día y Claude Harris estaría allí, esperándola. Siempre había estado allí, esperando. Durante muchos años de su vida sólo esperó una bala. Pero la que llevaba su nombre grabado no la habían disparado todavía. Y eso le daba, cada vez, un remedo de felicidad. Sí, siempre había estado allí. En las playas de Normandía, Omaha beach qué desastre, viendo morir a los chicos de su quinta, diecinueve añitos y adiós, cagados en los pantalones, mierda disuelta en agua de mar y en sangre. Y él corriendo como un autómata, sin ver nada, ni pensar nada, ni hacer nada salvo disparar a bulto y a destiempo.

 

-¿Qué música es ésa que has puesto, Val?, preguntó Claude Harris, mirándole el culo. 

-Reggae, contestó Val, apurando el café. Bob Marley. Un negro jamaicano, o así. Es lo último, darling.  

Claude se había acercado y le acarició las nalgas.  

-Hoy no toca llevar bragas, ¿eh, Val? 

-Y hoy tocaría reventarme el trasero si no tuvieras que irte, ¿no, Claude?, Valerie se levantó la minifalda, movió las caderas un par de veces y se alejó.

 

Claude apuró la Michelob. 

Valerie empezó a adecentar el local y Claude Harris volvió a la guerra entre virutas de humo. Claude y los de su generación siguieron corriendo por Francia, por Bélgica, por Luxemburgo. Dejaron de correr en las Ardenas, porque los alemanes lanzaron una última ofensiva en el frente occidental. Les costó Dios y ayuda recomponer la línea del frente y luego a esperar. Pero, ¿a esperar qué, damn it, qué? Parecía que los alemanes les dejaban el camino libre hasta Berlín y se concentraban en contener a los rusos; Eisenhower no se decidía, y dieron vueltas y más vueltas. 

 

Until the philosophy which holds one race superior and another inferior is finally and permanently discredited and abandoned, there will be war 

that until there are no longer…  

 

Era la voz del tal Marley en el tocadiscos. Cuando llegó la noticia de la ocupación soviética de Berlín no entendió nada. Y no quiso creer las sospechas que, como el tableteo de una ametralladora, se le disparaban en el corazón. Porque no era algo racional. No. Pero tenía el amargo sentimiento de que habían dejado, alguien había dejado, que los rusos ocupasen media Europa. 

No podía ser cierto, naturalmente. En cualquier caso, ¿qué podía saber él, un puñetero cabo?  

… First class and second class citizens of any nation, there will be war until the colour of a man skin is of no more significance than  

the colour of his eyes… 

 

Los políticos. Eran los políticos. Esa casta de Washington. Esos patricios. 

Los políticos podían entorpecer la acción militar. Y, de hecho, la entorpecían. Claude Harris empezó a pensar que otros intereses, ajenos a la derrota del enemigo, podían primar sobre la victoria. Y sospechó, ingenuo, que esos intereses, en su mayoría, eran  económicos. No concebía otros.

 


 

Harris - Parte 1