sábado. 28.09.2024

La ambulancia circulaba a toda velocidad. En realidad, circulaba a tanta velocidad que una pareja de gendarmes motorizados, apostados en el cruce de la N104 con la N86, entre Privas y Pont de l’Isère, decidió seguirla. Fran los vio por el retrovisor, al mismo tiempo que el brigada oía las sirenas. 

-¿Y eso?, preguntó Martorell. 

-Me parece que son gendarmes. Vamos muy rápido. 

-Bueno, pon la sirena. No se habrán dado cuenta de que somos una ambulancia. 

 

Fran hizo lo que le había ordenado el brigada, pero la pareja de concienzudos gendarmes no desistía.

 

-¡Menudos pesados estos franceses! 

-Pues sí, chico. Si paramos, nos van a freír a preguntas. Y es posible que el ruso nos la juegue. O que el propio Carmelo haga una de las suyas. No. Demasiado arriesgado. Espera, muchacho, se me ocurre una idea.

 

El brigada se volvió. Abrió la pequeña ventanilla de la mampara que separaba la cabina de la parte trasera de la ambulancia y le preguntó a María si llevaban sábanas, punto uno, y si sobraba alguna, punto dos.

 

-Claro que llevamos sábanas, para la camilla. Dos juegos, o sea cuatro. Y no, no son muy grandes, brigada, contestó María. 

-Bien. Coge tú una sábana y Carmelo otra. Os iré diciendo qué tenéis que hacer. 

 

Fran aceleraba todo lo que podía, pero las motos ganaban terreno. Tuvo la sensación de que el mundo se había confabulado contra ese vehículo blanco, siempre portador de malos augurios o de esperanzas agónicas, tocado con una cruz roja enorme, como el espectro de un último templario. Les perseguían los rusos, estaban al acecho los americanos, había españoles que también buscaban su fracaso y, para acabar de arreglarlo, los franceses venían pisándoles los talones. Sintió mucho calor y le faltó el aire. Bajó la ventanilla. La fría brisa nocturna le congeló el pensamiento: todos contra uno, todos contra uno, todos contra uno. Una cruz roja con ruedas unía, como en una suma, esas frases idénticas. Quiso asomarse, para respirar, pero se tropezó con el retrovisor. 

Las dos motos de los gendarmes se habían acercado peligrosamente. 

 

-Fran, deja que se acerquen esos dos. Pero que no nos adelanten, ¿estamos?, dijo el brigada apremiante. 

-Ya los tenemos encima, brigada. 

-Mantenlos ahí. 

-Eso quisiera yo. Corren más. 

-¡Gas a fondo, chico! Nos la jugamos, gritó el brigada, al tiempo que, dirigiéndose a María y a Carmelo, les ordenaba abrir la puerta trasera de la ambulancia.

-Ya está, brigada ¿Tiramos al ruso?, preguntó Carmelo muy serio. 

-No, cojones. ¿No veis a dos motoristas? 

-Sí, nos siguen, nos siguen, contestó María. 

-Pues extended las sábanas todo lo que den, hacia fuera, ¿eh? Que se hinchen como una vela. Y las soltáis, a ver si les dais a ésos. 

 

Uno de los motoristas iniciaba la maniobra para adelantar a la ambulancia cuando, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, se le vino encima la sábana que Carmelo había dejado ir. Fran lo vio por el retrovisor: el gendarme parecía un fantasma de verdad. Envuelto en la tela, frenó, derrapó y cayó al suelo. El otro tampoco pudo esquivar la sábana de María, que le cubrió el cuerpo como un delantal. Hizo unas cuantas eses y paró para atender a su compañero. 

Un grito de alegría surgió de la ambulancia. Incluso una sonrisa de aprobación se dibujó en la cara del ruso, aplastado por una insufrible jaqueca producto del trastazo de Carmelo.

  

-Esa parejita ya está entretenida, ¡menos mal!, dijo Martorell. 

-Sí, pero darán aviso. Esto no van a dejarlo así, arguyó Fran. 

-No van a poner controles porque a una ambulancia se le han escapado dos sábanas. Suponiendo que les crean y no los sancionen, porque imagínate el número: han jodido dos motos por no saber esquivar las sábanas; «así que persiguiendo ambulancias y tropezando con sábanas, ¿eh?, en plena noche, ¿no?, y no han bebido ustedes, ¿no?». Les pueden montar la de Dios. No, no harán nada. Y que una ambulancia vaya deprisa es lo normal. Se les va a caer el pelo a los gendarmes. 

-Visto así… 

-¡Qué visto así, ni qué gaitas! Es así. Esos dos eran unos novatos, hombre. 

-Derrotados por el super brigada Martorell. 

-Oye, ¿qué te pasa?  

-Nada, mi brigada. 

-Hacía meses que no me llamabas «mi brigada». 

-Sí. 

-Bueno, ¿qué? 

-Nada. Que esta misión no es tan fácil como parece a primera vista. Nos asignan a usted y a mí que, con perdón, no somos la élite del Servicio de Investigación. Usted por viejo y yo por joven. Lo que quiere decir que sí, que vale, que es una de tantas. Pero, mira tú por dónde, en esta misioncilla aparecen rusos, americanos, ¡medio mundo, coño! Algo habrá, ¿no? No quiero pensar que sea la típica historia de «mandamos a éstos, por si suena la flauta». 

-¿Qué quieres decir, hijo? 

-Que, a lo peor, que salga esto bien o mal importa un carajo. Mejor que salga bien, claro. Pero bien, ¿para quiénes? ¿Me entiende? Siempre ganará alguien, pero me temo que no seremos nosotros, brigada.  

-Eso, a nosotros qué, ¿eh? Hemos de cumplir las órdenes. 

-¿Y las órdenes son buenas o malas, brigada? 

Las órdenes son órdenes, chico. 

-Oiga, ¿usted ha leído las aventuras de Tintín? No, claro. A mí, me gustaban mucho cuando era chaval. Ahí el mundo es transparente, claro, y los buenos son buenos y los malos son malos. Y lo parecen. A veces pienso que me hice guardia civil porque quiero un mundo así. Malos y pobres habrá siempre, entonces mejor que esté ordenado todo y que yo esté del lado de los buenos, ¿no cree? Pero es evidente que el mundo no es así. El mundo es oscuro, como esta noche. 

-Y la ambulancia es blanca, chico. Anímate, no te tortures de esta manera. 

Al final las cosas son más sencillas de lo que parece: los malos se dividen en dos, los hijoputas y los cabrones. De los hijoputas, «hijoputás»; y de los cabrones, «cabronás». Sencillo. 

-Tan sencillo como que este coche nuestro lleva una cruz roja enorme.  

-Y eso no se lleva impunemente, querías añadir. 

-No. Bueno, no lo sé. Mire, me parece que hemos pinchado. 

 

Al brigada se le pasó por la cabeza que era una astilla de esa cruz la causa del pinchazo. Qué tontería, se dijo. Y, sin embargo, el discurso de Fran le había llegado al alma. Se reconoció cuarenta años atrás. Y reconoció que una guerra aclara las ideas: hay buenos y hay malos. Reconoció también que una guerra enturbia los sentimientos y los enciende. Reconoció, por fin, a los que soplan en el rescoldo. Eran viejos fantasmas, vivos, muertos, reencarnados. Viejos fantasmas. Los alejó al abrir la puerta de la ambulancia y entrar en la noche oscura, sin estrellas y sin luna.

 

-Mañana lloverá. Bueno, movámonos. Carmelo, cambia la rueda. Fran y yo tenemos que hablar con el ruso. No hay mal que por bien no venga, dijo Martorell.

 

La ambulancia quedaba medio oculta a la entrada de un camino que cruzaba la N86. Fran y María sacaron la camilla del vehículo. El brigada se asomó al interior de la parte trasera. Una luz tenue, anaranjada, iluminaba la cara del soviético, acentuando sus rasgos asiáticos. El resto era una penumbra grisácea y aséptica. 

 

-Ahora nos contarás toda la verdad. 

-¿Está segurrro, brigada?, contestó el ruso. 

-No te pongas chulo, me lo vas a contar todo. 

-¿Está segurrro de que quierrre oírlo, guarrrdia? 

 

La palabra guardia penetró en Martorell como una descarga eléctrica. 

Le pareció que le dolían los riñones y que iba a estallarle la cabeza. Instintivamente, se llevó la mano a la sobaquera y sacó la pistola. 

 

-Sal de ahí, desgraciado, dijo, conminando al ruso a dejar la penumbra.

 

Martorell trató de recordar más tarde cómo aconteció su primer tropiezo con los rusos. Fue al principio de la guerra. Había dejado escrito en su diario:

 

“Se recibió la confidencia de que en el bar "El Maño" de la calle Badal, se hacían reuniones clandestinas comunistas, dirigidas por un agente ruso; el servicio era delicado y decidí asumirlo personalmente. Ya que los confidentes daban pocos detalles, nosotros tampoco podíamos actuar por ser conocidos en el barrio. Determiné reunir a nuestro soplón más astuto, el de las casas baratas de Casa Batlló: “El Chato”. Le llamé y le expliqué el caso. Le rogué que fuera al bar indicado unos cuantos días por la tarde y por la noche, a tomar café, y que observara el movimiento del personal, encareciéndole que, si veía algún extranjero, me lo dijera de inmediato. Transcurridos algunos días "El Chato" me comunicó que por la noche un señor que le parecía extranjero se metía con otros dos, y con el dueño del bar, en el comedor, que uno de ellos era repartidor de La Vanguardia, y el otro iba con una libreta y un lápiz. “Dicen que juegan al dominó una vez cierran el bar”. Yo me encargué de vigilar al individuo que repartía La Vanguardia, que parecía una buena persona; empecé comprándole el periódico todos los días y con esto entré en amistad con él; me dijo que trabajaba en el taller textil del Prat Vermell, que tenía seis hijos y que aprovechaba la mañana haciendo de repartidor porque trabajaba en el turno de la tarde: así se ganaba un sobresueldo, que falta le hacía. Este empleo se lo consiguió el párroco de Sants, a quien estaba muy agradecido. Visto lo cual, me informé por el cura citado, quien me dio inmejorables referencias; todo ello lo comuniqué al capitán León y se quedo relativamente tranquilo. A los pocos días el confidente insistió en que en el bar de referencia se continuaban haciendo reuniones clandestinas comunistas; que las empezaban una vez cerradas las puertas, a la una de la madrugada. En vista de la insistencia, practicamos un registro a las dos de la madrugada. Encontramos al dueño del bar y al repartidor de La Vanguardia y a su compañero. Preguntamos por el extranjero y nos dijeron que ahí no había ninguno con ellos, no encontrando ningún rastro que infundiera la menor sospecha. Preguntados por qué se encontraban a aquellas horas allí, dijeron que era con el fin de terminar la partida de dominó que estaban jugando al cerrar la puerta. Durante la tarde del 20 de agosto (de 1936) topé en la Plaza de España con el repartidor de La Vanguardia y con su compañero. Con gran muestra de alegría se dirigieron a mi saludándome, a la vez que me decían: "Señor Martorell, o camarada Martorell, ya llegó la nuestra”; los dos ostentaban las insignias de capitán. Yo quedé algo sorprendido por la simpatía del saludo, aunque no las tenia todas conmigo; ese “personal amigo” era del tipo del que yo no me solía fiar. El de la Vanguardia en forma burlona me dijo que qué poca vista tuvimos la noche del registro en el bar, que no encontramos nada de tanto como había: dentro de un bote de sidral, una documentación muy importante y unas listas de camaradas implicados en las milicias del barrio. “Dentro de un barril guardábamos gran cantidad de folletos y de relaciones de fascistas”. ¿Cómo lo hicieron para meterlos dentro del barril? El Maño le quitó el fondo. Figuraba que contenía vino. "¿Estáis aquí en Barcelona?”, dije yo."Estamos en el frente de Teruel, hemos venido a requisar material de todas clases que precisa el frente. Estamos en la columna de Durruti. Pregunté: "¿Qué fue del ruso aquella noche? Cuando llamaron estaba allí pero se escapó por la parte posterior del bar". Luego les pregunté: "¿Qué tal estamos en el frente, avanzamos?" Sí, avanzamos lo que queremos dándoles mucha cera. Son unos cobardes los fascistas; la guerra acabará pronto, esto es cuestión de días. Luego daremos la segunda vuelta, hay muchos fascistas camuflados en nuestras filas y en la retaguardia y hay que eliminarlos. Esto tiene que quedar limpio de esa mala semilla. La antigua Guardia Civil también hay que limpiarla, guardar lo bueno y sacar lo malo". Yo les daba la razón, ¿qué podía hacer? Yo también tenia mi buena ración de miedo, como es natural, porque de ser cierto su diagnóstico me hubiese tocado a mí criar malvas en la Rabassada. Cuando se despidieron nos dimos la mano con unas palmaditas en la espalda. "Animo camaradas a terminar pronto que es lo que deseamos". Aquellos hacían temblar solo con mirarlos, estaban entrenados para matar, tal vez por el propio Kolstov y su gente.

 


 

Harris - Parte 8