El nudo había cedido lo suficiente como para que el ruso pudiese propinar un golpe tremendo, con el antebrazo, a un Carmelo adormilado. Desatándose a toda prisa, y abrochándose los pantalones, el ruso cayó sobre María y la inmovilizó con una presa que podía partirle el cuello. Carmelo se colocaba la mandíbula en su sitio, con las dos manos.
-Tú no hacer nada raro o yo matarr ésta.
María, al borde de la asfixia, apenas podía arañar el brazo del ruso y jijear entre sofocos. La ambulancia había parado.
-No me han gustado esos golpes ahí detrás, chico. Yo abro la puerta y tú me cubres.
-Exagera, brigada. Carmelo se habrá caído de la camilla, eso es todo.
-Cúbreme.
Cuando Martorell abrió la puerta, el ruso se abalanzó sobre el brigada llevando a María como escudo. Martorell se fue hacia atrás trastabillando. Fran, sorprendido por un instante, apuntaba al ruso. María estaba pálida.
-¡La vas a matar, ruso!
-No, si tú no hacer tonterrías. Brigada, usted tampoco tonterrías.
-¿Qué quieres?, dijo Martorell gélido.
-Usted no ir Vienne, ni Lyon. Usted evitarr. Nuestra gente soviética allí. Trampa para usted.
-Ah, muy bien, hombre. ¿Y qué más hemos de hacer? ¿Nos suicidamos directamente?
-Brigada: seguirr esta carretera, pero no llegar Vienne ni Lyon. Allí trampa.
-¿Por qué hemos de creerte, ruso?
-Ambulancia mucho dinerrro, acciones. Amerricanos pagar muy bien. Parra ti, brigada, hay dinerro. ¿Gustas dinerro?
Martorell no dijo nada. Su revólver apuntaba al cielo. Fran reaccionó:
-¿Y si no, qué?
-Yo matarr ésta, primerro. Tú matarrme. Luego soviéticos matarr vosotros. Fácil. Todos muerrtos.