domingo. 29.09.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 1 [Bar Marsella]

Hace años que Francisco Martorell abre el periódico con la inercia del sonámbulo, es casi un gesto involuntario, una terapia con la que aspira a superar los años en la Brigadilla, el servicio de información de la Guardia Civil con el que descendió a los infiernos en la Barcelona que saludaba la llegada del siglo XX. Hoy es un hombre casi jubilado, diríase que hasta en algunos momentos feliz, pero no tan ingenuo como para ignorar que nadie de los que han estado metidos en el barro sale indemne para siempre. Ni siquiera los que miran para otro lado. Él carga con su cruz, que es pesada, pero es tan fuerte que aún no ha caído en la tentación -tan frecuente entre sus colegas- de borrar la difusa línea que separa el bien y el mal.

 

Hoy no lee La Vanguardia como hace siempre, ha comprado El Diario de Barcelona por cortesía al reportero de este último con el que se ha citado en un concurrido café de la capital catalana. Martorell siente cierto desprecio por la figura del periodista, ha visto cómo la mayoría de ellos acaba vendiéndose por uno u otro motivo, sirven a su amo y sabe que al final todo es una cuestión de dinero. Él mismo ha sobornado a unos cuantos sin mayor dificultad. Pero esta vez necesita a su tonto útil.

 

El viejo brigadilla ha elegido el bar Marsella porque es el sitio perfecto para recordar lo que sucedió en los convulsos años que van del fin del XIX a los primeros del XX, motivo por el que sorprendentemente ha citado al reportero sin que este sepa muy bien por qué. El Marsella es el único bar de Barcelona en el que todavía le llaman Paco, una licencia sólo permitida a su mujer, quizá porque en este lugar pasó tantas noches como con su difunta esposa. Hasta el estallido de la guerra era un café respetable de día que, sin embargo, cambiaba radicalmente con la llegada de la noche: putas, proxenetas, burgueses de vicios irrefrenables, policías -los más, de incógnito-, periodistas… Nada limpio.

En aquél ambiente Francisco Martorell echó los dientes como informador de la conocida Brigadilla de la Guardia Civil. El local está en una esquina del barrio del Raval, en la calle de Sant Pau a la altura con la calle de Sant Ramón, de parada obligada para quienes viven más de noche que de día. Pero la Barcelona que Martorell conoció entonces no tiene nada que ver con la de hoy. Cuatro décadas después en el bar Marsella no se habla de otra cosa que de la muerte de Manolete en Linares; España entera está conmocionada por el trágico fin del símbolo más popular de la posguerra, el torero de rostro triste y talla espigada que ha hecho la vida más llevadera a los españoles de los años 40. Ha muerto la primera figura del toreo que vio un millón de pesetas por conquistar la Monumental de México en dos tardes apoteósicas, proeza más o menos, escriben las plumas más taurinas, a la altura de la de Hernán Cortés cuatro siglos antes. Hace dos días un mal encarado Miura -ganaderos desde 1849, Lora del Río, un respeto- corneó mortalmente al diestro cordobés justo en el momento de entrar a matar. Gitanillo de Triana y Luis Miguel Dominguín fueron testigos de la tragedia. “Islero” está en boca de todos, es el nombre del animal que ha acabado con algo más que con el torero del momento, es el fin de una época en España.

-Mira, la foto está firmada por un tal Canito-, se oye decir unas mesas más allá.

 

Francisco Martorell parece ajeno a la noticia del año y mira impaciente el reloj, han pasado diez minutos de la hora acordada con el periodista al que pretende contarle determinados hechos ocurridos hace ya bastante tiempo, aunque no el suficiente como para borrarlos de su mente. Hay cosas que nunca se olvidan, sobre todo cuando sabes que hay quien pone todo su empeño en sepultarlas para siempre. Su nerviosismo parece interrumpirse un instante: su mirada se posa sobre un cartel que reza “prohibido estacionarse en las mesas”, y Francisco emite una sonrisa cuando lee la frase, son las pequeñas píldoras que la Brigadilla va dejando en los lugares en los que sospecha que se celebran reuniones clandestinas.

 

Al fin llega su hombre: Rogelio Comas Munné, sobrino de un viejo jefe de la FAI que era amigo de Martorell, y al que tiene intrigado desde hace semanas. Francisco no ha elegido a este periodista al azar, si se decantó por él fue porque El Diario de Barcelona publicó hace cosa de un mes, en julio, el fallecimiento (suicidio) de una de las mujeres que había sido pareja sentimental del pintor Pablo Picasso. Desde que Rogelio recibió una carta de Martorell se pregunta qué más querría saber este guardia civil sobre la trágica noticia y en qué medida un periodista tan joven como él -apenas 25 años- podría ayudarle en todo el asunto.

 

-Tome asiento, joven-. Le dice Francisco señalándole la silla que tiene enfrente y que queda de espaldas a la entrada del bar. Por supuesto, Francisco está sentado mirando a la puerta. Son muchos años en el oficio en los que ha visto atentados anarquistas, ajustes de cuentas y, entre medias, una Guerra Civil en la que su Barcelona padeció una propia al margen de la general: comunistas y anarquistas se batieron a plomo durante una primavera, la del 37, con tanto o más odio que contra el enemigo común que decían combatir. Tampoco se libró el bueno de Martorell de la Semana Trágica de 1909, así que a estas alturas de la vida todo lo que podía aportar eran las reflexiones y vivencias de un hombre absolutamente desengañado y de vuelta de todo. Por si acaso, aún lleva encima el viejo “Smith &Wesson, revólver corto. Llámese precaución, desconfianza o sencillamente deformación profesional. 

 

Rogelio Comas estrecha la mano de Francisco, toma asiento y advierte que lo que este señor guardia va a contarle no es una exclusiva cualquiera. 

El suicidio de una de las amantes de Picasso había encendido ese lugar de la mente en el que Francisco tenía almacenados todos los recuerdos de una época turbulenta en la que Barcelona contemplaba a las cada vez más abundantes masas de desheredados y burgueses en decadencia. La llegada de la modernidad no mejoró, sin embargo, la vida de los españoles que abandonaron el campo en busca del pan ciudadano prometido. El resultado fue el hacinamiento en los barrios periféricos de los antiguos campesinos, convertidos ahora en clase obrera. Llegaban a las grandes ciudades como Barcelona en oleadas de miles esperando ver cumplido su sueño de una vida mejor. Pero a la mayoría de los hijos del proletariado no les aguardaba un futuro dorado, así que para huir de las perdiciones de la gran ciudad muchos optaron por el ejército. Guerras no faltaban en el agonizante imperio español. Francisco, que había servido en la Guerra de Cuba, sabía mejor que nadie que no se puede hablar de patria en casa del famélico, por eso siempre sintió un gran desapego hacia las élites de la Restauración monárquica. Francisco pide un coñac.

 

-¿Usted?-, pregunta a Rogelio.

-Yo, una cerveza-, contesta. En realidad el cuerpo le pide absenta.

 

Rogelio sigue expectante, aquel hombre que tiene delante le infunde un respeto desmedido y no se atreve a preguntar por el verdadero motivo de la cita. En la carta que ha recibido en la redacción de El Diario de Barcelona, Francisco Martorell tan sólo explicaba que le gustaría hablar con el periodista Rogelio Comas, autor de la información sobre la muerte de la amante del célebre pintor.

 

“A la atención del señor Comas, 

en relación a la información publicada por usted el miércoles 13 de agosto de 1947 referente a la muerte de una de las amantes del pintor Pablo Picasso, me gustaría, si lo estima conveniente, concertar una cita con usted. Tengo información que le puede interesar. Le estaría muy agradecido. Atentamente, Francisco Martorell”.

 

-Bueno, ya estoy aquí, dígame de qué se trata-. Dispara Rogelio.

-Eso aún no importa, digamos que la noticia sobre el suicidio de la última compañera sentimental de Picasso me ha ayudado a recordar cosas. Cosas que van más allá de un simple escándalo, se trata de algo más profundo, algo muy sucio en lo que estuvieron implicadas familias muy importantes de Barcelona. Y aquello acabó sin esclarecer, un cadáver por aquí y fin de la historia por allí. Muchos se fueron de rositas. El poder lo tapó todo, muchacho.

 

A esas alturas del relato Rogelio no sabe si anda más o menos perdido que antes, pero de algo sí está seguro: está ante la historia de su -aún corta- carrera periodística. A continuación, Francisco recuerda para sus adentros lo que Dora Maar, una de las amantes del pintor malagueño, dijo de él en una entrevista: “Cómo un artista puede ser tan extraordinario y moralmente no valer nada”.

El reportero Rogelio saca su libreta, se ajusta las gafas y mira a Francisco con cara de “estoy listo, abra el fuego”.  



 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 1 [Bar Marsella]