domingo. 29.09.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 6 [La princesa del pueblo]

Francisco Martorell no lo sabe, pero le ha salido competencia. Dicen que Enriqueta Martí ha dejado la prostitución y ahora se dedica a controlar a las chicas con las que ha compartido tantas noches y miserias. Y no es que el matrimonio o el cambio de siglo en el que entró hace años superando la treintena hayan paliado su insaciable apetito sexual. Qué va, todo es más sencillo. Joan Pujaló, al que ve de forma intermitente, no acaba de cuajar en el mundo del arte. Enriqueta, mujer astuta, sabe que la independencia tiene un precio y quiere definitivamente mantenerse por su cuenta. Aunque el suyo puede ser el único caso en el que incluso cuando su sustento depende del marido, hace lo que le viene en gana, entrando y saliendo de casa a su antojo sin dar explicaciones. Claro que Joan, ensimismado con sus lienzos como avestruz que mete la cabeza en tierra, tampoco se las pide. No quiere ver lo que todos saben. Lo que todos comentan en su escalera y en casi cualquier esquina del Raval: Enriqueta es una señora puta, cobrando o sin cobrar.

 

La relación, tormentosa y guadianesca, es cada vez más inexistente. Enriqueta logra al fin vivir sola, sin necesidad de Joan o cualquier otro hombre de los que tan esclava ha sido siempre. Rotas esas cadenas, su nueva posición de madame le permite alquilar un piso. No se va lejos, al número 29 de la calle Poniente, en el Raval, único universo al alcance de Enriqueta. Desde el nuevo piso controla el negocio en el que empezó desde abajo. Las chicas sienten hacia ella algo más que respeto, se diría que miedo. A ninguna se le pasa por la cabeza no inscribirse -tal y como exige Enriqueta- en la Sección de Higiene Especial del Gobierno Civil y tener siempre encima la cartilla en la que consta que están sanas y son mayores de edad, es decir, que tienen más de 23 años.

 

A pesar de estar en contacto con mucha gente, Enriqueta no ha perdido el halo de mujer misteriosa y enigmática que le acompaña desde sus primeros días en el barrio chino. Se acuerda de Pascual Dols, don Pascual, persona decisiva en su adaptación al medio. Qué habría sido de ella si no es por don Pascual y su amplísima red de amigos, aquel mundo impenetrable y desconocido para la jovencita llegada de Sant Feliu. Don Pascual tuvo ojo cuando le dio el visto bueno, y no es que estuviera pensando en lo buena cuidadora que sería de sus hijos, qué va. Don Pascual Dols adivinó en ella algo más que a la niñera que pasa jornadas enteras con los niños. Muy pronto descubriría que no estaba equivocado: en cuanto la vio aparecer por el restaurante el primer día. “¿Qué se le habrá perdido a esta aquí? Naturalmente que nada, si viene es para pedir algo.” Dos minutos después Enriqueta es empotrada contra la pared en el almacén que hay detrás de la cocina, un cuartillo sin ventanas algo húmedo que Pascual utiliza a menudo para otras cosas que nada tienen que ver con guardar comida. Pascual lo vio muy claro en sus ojos, Enriqueta esconde algo. Es ambiciosa, desea cosas y no sabe qué. Al fin, cuando le acepta un cigarro después del coito, Enriqueta confiesa que quiere que le enseñe el mundo de la noche, quiere conocer gente, quiere ganar dinero. Don Pascual ya no se separa de ella, la lleva a casa de sus amigos y la introduce en las orgías en las que él también participa. Pero de día también sabe complacerla y hace de celestino como cuando le presenta al tipo solitario que cena en su restaurante y acaba siendo su marido, Joan Pujaló.

 

De todo eso se acuerda Enriqueta, ¡cuánto le debe a don Pascual! Hasta siente su muerte. Dicen que de un ataque al corazón. Un mal infarto cuando estaba trabajando. Hombre abnegado, el Pascual, a pesar de todo. Nadie sabe mejor que ella que hay una Enriqueta antes y después de don Pascual. Las reuniones en esos pisos de techos altos le han cambiado la vida. Ella que venía de la calle, qué no hubiera dado por haber conocido antes a don Pascual. Pensó que se iba a asustar la primera vez que participó en una de esas orgías en casa de los amigos. Un montón de hombres desnudos formando un círculo alrededor de ella. Oscuridad sólo alterada por alguna vela. Y más mujeres. Todas prostitutas. Enriqueta no tardó en adaptarse a aquellas fiestas de la depravación y el vicio. Qué distinto era ejercer en la calle que hacerlo allí, y no sólo por el cobijo que dan unas paredes adornadas con cuadros. Hasta los hombres son diferentes, nada que ver con los clientes que la reclaman en la zona del puerto, delgadísimos, a menudo enfermos de tuberculosis, malolientes. Aquí están mejor alimentados, gordinflones de carne tumefacta que se cubren el rostro para no ser señalados por la calle como los degenerados que se entregan a las mujeres de pago en noches interminables.

 

Enriqueta es astuta y juega con maestría sus cartas. Hay un hombre que se ha quedado prendado de ella, debilidad que aprovecha para ir un paso más allá. Él le propone encuentros a solas, ya sin máscaras, y ella acepta porque quiere saberlo todo de él, nombre, dedicación y hasta la persona dueña de la casa en la que se celebran las orgías. Enriqueta lo cita en su piso de la calle Poniente. 

 

-Qué más da cómo me llame-, le suelta él sin rodeos al adentrarse en el hogar solitario de la misteriosa mujer a veces puta, a veces madame.

 

A Enriqueta le gusta jugar y va a poner a prueba al hombre que, ahora sin antifaz, se ha presentado en su casa buscando el placer carnal. Pasan los minutos y ella lo tumba en la cama, sin tocarle, aumenta la tensión. La espera es larga y eso saca a relucir el instinto más animal del hombre de aparente buena posición social. Pero en la cama las clases sociales desaparecen y el altivo señor deja paso a un indefenso animalillo en celo, está como lo quería Enriqueta, vulnerable y mansito. Ella se acerca con sigilo y le besa con sutileza. De repente al cliente, que manda con su dinero, se le ha puesto cara de rehén, sabe que su situación ahora es de absoluta sumisión. Juega en los terrenos de la astuta prostituta y ahí siempre gana ella. Al fin, se descubre:

 

-Carles Samaranch. 

 

La respuesta parece no inquietar a Enriqueta, que reacciona con absoluta pasividad. Sigue dura, muy firme, sin darle los placeres que el hombre enmascarado de las orgías ahora paga para disfrutar en solitario. No más ojos indiscretos, nada de compartir a Enriqueta. Es su chica y le gustaría que la de nadie más, aunque no se atreve a decírselo.

 

-¿Por qué no aquí la próxima orgía?-, sugiere Enriqueta.

 

Carles, ahora sí, queda desconcertado por completo. Su cabeza no para de hacerse preguntas. “¿Sabrá esta puta que era mía la casa del último encuentro? ¿Acaso no escondí bien las fotos y retratos en los que aparezco con mi mujer e hijos? ¿Por qué una furcia quiere organizar las orgías que por posición y poder nos corresponde a nosotros?” Samaranch duda pero asiente, si con eso logra que ella se le entregue de una vez. Está al límite de la paciencia sexual, incluso se le pasa por la cabeza recurrir a la violencia. Pero su gesto afirmativo ha sido correspondido. Objetivo logrado, al fin, Enriqueta obedece ahora con la pasión de las amantes más perversas. Lo mejor, piensa Enriqueta, es que él está convencido de que ha sido ella la que ha cedido. Sonríe con malicia y disimulo y le anuncia:

 

-La próxima la organizo yo.


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 6 [La princesa del pueblo]