domingo. 29.09.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 5 [Milá, viejo camarada]

Francisco Martorell está sobre la pista. No se le olvida lo que ha escuchado en el estanco de Isidro. Orgías y jovencitas. Se pregunta quién será ese tal Milá. No conoce a nadie con ese apellido, no muy común en Barcelona. Cree haberlo leído en los periódicos. Bueno, ahora que recuerda, en Cuba estuvo a las órdenes del capitán Arturo Milá, pero más allá de esa persona no sabe de ningún otro con tal apellido. El brigadilla infiltrado de proxeneta se acerca al estanco, charla con Isidro y pregunta por los dos jóvenes que el otro día irrumpieron entre risas sobre no sé qué de una orgía. Isidro no los ha vuelto a ver. Ni las preguntas ni su comportamiento levantan sospecha alguna en su interlocutor, que se lo toma como una charla más de estanco y cigarrillos. Isidro está acostumbrado a conversar con decenas de personas cada día, con lo que eso conlleva en un barrio como el chino. Además de buen cliente, Francisco es un proxeneta más del barrio y tampoco conviene tenerlo descontento. Todo lo que pueda colaborar con él, lo hará encantado.

 

-¿Y sabes dónde podría encontrar a Joan Pujaló?-, vuelve a la carga Francisco.

-Precisamente estuvo aquí el otro día, me comentó que ahora frecuenta mucho un café que han abierto en el carrer Montsió, llamado Els Quatre Gats.

-Ah, sí, algo he oído sobre el nuevo bar. Aún no lo conozco. 

 

Pujaló parece la persona indicada para llegar hasta Rafael Domènech, así que Francisco quiere empezar por él para saber de qué va todo eso de las orgías de las que hablaba el hijo del marchante de arte. A primera vista Pujaló no le pareció un mal tipo, pero no sabe mucho más sobre él, salvo que es pintor y conoce al padre del chaval que dijo lo de las orgías. Francisco cree que aún es muy pronto para dar aviso a sus superiores y pedir refuerzos. Ni siquiera tiene a una persona sospechosa porque todavía no sabe en qué consiste concretamente el asunto. Ni si hay menores. Puede que todo haya sido un comentario entre dos jóvenes estúpidos. Sin más. Antes de poner un pie en Els Quatre Gats, Martorell indaga por su cuenta entre las prostitutas que tiene a su servicio. Es posible que algún cliente sepa algo y se lo haya soltado a modo de invitación a la puta correspondiente. Quién sabe, se imagina Francisco, si alguna de sus señoritas ha participado en una orgía. Llama a Anselma, su fulana de confianza, la encargada de reunir una parte del dinero y entregárselo al final de cada jornada. Así todos los días. A Anselma no le gusta decir su edad, pero su aspecto revela más de 30 y menos de 40 años, y lleva desde los 16 ejerciendo la prostitución. No son pocos los días que promete dejarlo, días en los que llega a casa tan sucia que ni por mucho lavarse logra limpiar su conciencia. Comparte piso con seis mujeres más, todas compañeras de oficio. En los últimos años ha visto cómo la degeneración va en aumento, el Raval se ha convertido inevitablemente en el barrio de la prostitución, un enorme lupanar, y eso ha transformado esta zona de Barcelona en un foco de problemas. Claro que las prostitutas tienen los suyos. Los clientes les piden cada vez cosas más depravadas, cosas que Anselma jamás hubiera imaginado. Ella es una excepción y aún conserva la dignidad de saber decir ‘no’ cuando corresponde. Con todo, los peores clientes no son los que sacian sus más bajos instintos en cualquier rincón miserable, o entre las cajas de  madera sucia de uno de esos callejones infestados de ratas y restos de comida. Sus compañeras más jóvenes le han narrado situaciones escalofriantes en casas donde se supone que ejercer de meretriz es el lugar más seguro. 

Anselma se lo cuenta a Francisco con gesto preocupado.

 

-Don Francisco, le juro que llevaba tiempo pensando en contarle una cosa. Es algo que a mí no me ha pasado, pero llevo escuchando a las chicas jóvenes hablar de ello con demasiada frecuencia.

 

Francisco escucha atento, convencido de que lo que va a oír no es otra de las agresiones de algún borracho a una de sus chicas, o el típico listillo que se ha ido sin pagar. 

 

-Continúa -le dice a Anselma.

-Nosotras seguimos su consejo de que siempre es más seguro llevar a los clientes a nuestras casas y, si no hay más remedio, ir a la de ellos, pero siempre tratando de evitar la calle en la medida de lo posible. 

-Así es.

 

Anselma interrumpe a Martorell.

 

-Perdone don Francisco, pero es que desde hace algún tiempo a muchas de las chicas más jóvenes les proponen ir a casas, a casas en las que ellas no son las únicas prostitutas. Las llevan y las encierran en un cuarto y por allí van entrando y saliendo distintos hombres. Son casas grandes porque todas coinciden en algo: hay muchas más habitaciones en las que escuchan a los hombres haciendo lo propio con otras. Todo se hace medio a oscuras. El problema -balbucea Anselma-, el problema es que hay… Es que… Algunas de nuestras chicas aseguran que han oído voces y llantos de niños.

 

Las cejas de Francisco se arquean, sus ojos quedan fijos en un punto y la expresión de su cara no puede ser de mayor espanto. No es un hombre impresionable, Martorell, y menos a estas alturas de su vida después de haber estado en aquella guerra. Guarda silencio unos instantes y por fin se arranca:

 

-Gracias por contármelo, Anselma. Dile a cualquiera de las chicas que a partir de ahora dejen de acudir a las casas de esos tipos. Ya sé que están asustadas, pero habla con alguna que haya visitado esas mansiones; y que venga a hablar conmigo. Ah, ¿y sabemos de qué hombres se trata, alguien conoce al dueño del piso?

 

-Es imposible, don Francisco, porque además de la oscuridad los hombres se tapan el rostro con máscaras. Las chicas pasan mucho miedo, es todo muy tétrico, como del mismísimo infierno.

Francisco Martorell alberga pocas dudas. Lo que había escuchado sobre una orgía en un par de ocasiones parece ser algo más serio. Y es mucha casualidad que no se estén refiriendo a lo mismo. Ahora necesita más que nunca llegar hasta el hijo de Rafael Domènech o al propio Rafael. De momento, la única persona que puede saber algo es Pujaló, Joan Pujaló. Quizá con un poco de suerte pueda encontrarlo en Els Quatre Gats, el bar del que le ha hablado Isidro. Y Milá, la casa de un tal Milá. ¿Tendrá algo que ver o guardará algún parentesco el valeroso capitán Arturo Milá? Francisco aún se acuerda lo rápido que se cuadraba cuando al grito de ¡soldado Martorell! el capitán Milá requería de su presencia en las trincheras y blocaos de El Caney, un poblado cerquísima de Santiago de Cuba asediado por los yankies en el año del Desastre. 

A Francisco y a otro medio millar de compatriotas les fue encomendada la imposible tarea de repeler el ataque estadounidense doce veces mayor en número: 550 españoles frente a 6.899 americanos. Los gringos habían desembarcado días antes en Daiquiri y habían establecido esta posición como prioritaria. Francisco estaba bajo las órdenes del capitán Milá encuadrado en el Regimiento de la Constitución número 29 para defender la posición. Sin cañones pero con fe, los españoles resistieron doce horas perdiendo a la mayoría de sus hombres incluido el general Joaquín Vara de Rey, que recibiría la laureada de San Fernando a título póstumo, y honores del mando norteamericano. De aquella derrota, sin embargo, Francisco Martorell aprendió lo que significa el sacrificio. Lo vio en el capitán Milá, que si tampoco murió fue por la mala puntería enemiga. Enfrente tenía a un hombre de mediana edad, pelo castaño tirando a rubio, una cara alargada con una nariz tan fina que unida a una barba irregular y abierta le daba cierto aspecto de escritor maldito. Un tipo delgado, con mucho nervio, que elevaba la moral de sus hombres con el ejemplo de su bravura. Siempre de frente, generoso en la entrega y grande en la derrota. Francisco no supo que era de Barcelona hasta llegar al puerto de La Coruña a finales de 1898.

 

El brigadilla Martorell volvió a recordar todo aquello de camino al cuartel de la Guardia Civil. “Antes de encontrar a Pujaló conviene tirar del hilo Milá, algo en teoría de lo más sencillo, un simple favor de los jefes podría revelar su paradero.” No le escandalizaba la connivencia entre los mandos policiales y las alturas de la burguesía. Sabía que, por ejemplo, los negocios oscuros en el puerto de Barcelona no podían hacerse sin la complicidad, o la vista gorda, o el soborno, de las fuerzas de orden público. Como tampoco pudieron vencer los malditos yankies sin la traidora indolencia -o quizás algo peor- de los políticos de Madrid. No otorgar una cierta autonomía a Cuba y Filipinas fue otra insensatez, poco imaginable en dirigentes con una normal capacidad de raciocinio y de sentido común. Pero la política es el lugar de la infamia perenne.


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 5 [Milá, viejo camarada]