domingo. 29.09.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 4 [Els Quatre Gats]

Entre la tercera y la cuarta separación con su mujer, Joan Pujaló no para de hablar de un nuevo café que han abierto cerca de la plaza de Cataluña. Se llama Els Quatre Gats y nace con vocación de tertulia. A mitad de camino entre el café parisino y el modernismo catalán, el bar se ha convertido en poco tiempo en imán de artistas e intelectuales de la ciudad. Joan se lo toma como su gran oportunidad para introducirse en el mundo de la cultura barcelonesa y consagrarse como pintor modernista. De momento sus obras han pasado desapercibidas, a la sombra de autores como Santiago Rusiñol, Ramón Casas, Pompeu Gener, Joaquín Mir Trinxet y Miquel Utrillo, casualmente los impulsores del establecimiento. Que Joan no haya participado en la fundación del bar es ya todo un síntoma de su irrelevancia artística en la ciudad. 

Pero de quien realmente todo el mundo habla es de un pintor de fuera, un malagueño que en poco tiempo se ha convertido en asiduo a las tertulias y veladas literarias del café modernista. Su estilo, dicen, es muy vanguardista y original, casi tanto como su apellido: Picasso. 

 

En este ambiente el joven artista andaluz se consagra gracias al contacto con pintores con recorrido como Ramón Casas, que da fe de su talento. Pablo Picasso expone aquí por primera vez sus obras: cien retratos y cuatro pinturas. Gustan mucho los retratos al carboncillo sobre fondo neutro con toques de acuarela, entre los que destaca un autorretrato y un retrato dedicado al propio Casas, del que adopta parte de su técnica. Mientras Joan Pujaló aún no es conocido en el mundillo, Pablo Picasso se ha ganado buena fama en la Barcelona modernista. Después de la primera exposición presenta una segunda dedicada a la tauromaquia. Los colores son ahora los protagonistas de estas pinturas que además de centrarse en la figura del torero incluyen personajes del mundo del circo. La influencia de la bohemia modernista le lleva a romper definitivamente con el arte académico, y eso que unos años antes había sido alumno de la Escuela de Bellas Artes de Barcelona. 

 

A Joan Pujaló se le ve caminando más que nunca por el carrer Montsió. Cuando pasa delante de los bajos de la casa Martí, un edificio neogótico recién construido, se asoma a ver quién está en el interior de Els Quatre Gats. Lo hace con disimulo, casi mirando de reojo, no vayan a pensar que no tiene la suficiente personalidad como para entrar cuando quiera y concentrar la atención de tal manera que sea él el inspirador de una tertulia. Que si no entra es porque no quiere, pero la realidad es que cuando lo hace es como si pasara de largo, porque no se atreve a abordar a los pintores que se sientan a pontificar del modernismo o a comentar con entusiasmo el último escándalo de la bohemia de París. Joan es un hombre invisible excepto para Pere Romeu i Borràs, el encargado del local y también pintor. Es la única persona con la que no le da vergüenza hablar. Un vermú, un café, un vino. Y así se pasa las horas, acodado en la barra mientras Pere le sirve desde el otro lado, cosa que hace cada vez más a menudo. Dice que es para tener una perspectiva más completa del café, como si a continuación fuese a pintar un cuadro de la escena. En realidad Pere siente cierta lástima de Joan, al que ha colgado el cartel de pintor fracasado desde el primer día que le vio aparecer por allí.

 

-Joan, lo tuyo tiene fácil solución-, le dice Pere.

-¿A qué te refieres?-, responde Pujaló con la cabeza gacha mientras mira ensimismado el sifón de una botella de gaseosa. 

-¿Tú quieres triunfar como pintor?-, le espeta sin medias tintas.

-Por supuesto, yo ya he pintado muchos cuadros y me gustaría que tuvieran reconocimiento.

-Entonces lo que tienes que hacer es apuntarte a una de las veladas que organiza Els Quatre Gats.

-¿Y de qué me va a servir a mí una velada literaria? Yo no quiero escribir un libro, yo soy pintor y quiero que mis cuadros sean expuestos.

-No, no. No me estás entendiendo. No me refiero a ese tipo de veladas que se anuncian en los carteles del café. Ni siquiera se celebran en el local. Un día hablo con los amigos que las organizan y te propongo para que cuenten contigo.

 

Joan Pujaló no dice nada, tan solo aguarda su momento. Está cansado de esperar, pero llegados a este punto su paciencia puede alargarse. Todo sea por alcanzar el éxito. Y aunque no sabe con exactitud lo que le propone Pere Romeu, dirá que sí prácticamente a cualquier cosa. Necesita un revulsivo en su vida, hace más de seis meses que no ve a Enriqueta, a la que añora y odia a la vez. Nunca ha estado tanto tiempo sin saber de ella, la última vez que dio el portazo regresó en mes y medio. Durante la separación Joan vuelve a ser el hombre solitario que siempre ha sido, situación añorada por tantos artistas entregados en cuerpo y alma a su profesión. Él también cree que así está más inspirado para  dibujar, de modo que le propone un cuadro a Pere Romeu. 

Antes de que pueda darle una respuesta a lo del cuadro, Pere convoca a Joan: por fin va a asistir a una de las veladas. Joan ya sabe que la reunión no se celebrará en Els Quatre Gats, pero ha sido citado en el bar a la hora del cierre y acude sin hacer preguntas. Es medianoche y en la puerta hay media docena de personas esperando. Joan no reconoce a nadie excepto a Rafael Domènech, el marchante de arte. Pere hace las presentaciones y se marcha. Ahora Joan Pujaló se queda con el resto y pregunta el lugar de la velada.

 

-No vamos lejos-, dice el que lidera el grupo.

 

Joan asiente, observa y camina sin mucha confianza, hay algo que le inquieta, algo extraño flota en el aire y no sabe a ciencia cierta de qué va todo esto. 

Nadie dice nada, todos caminan. De pronto se oye otra voz:

 

-Hoy a casa de Milá.

 

No hay respuesta, pero todos parecen contentos, las caras son de alegría entre los miembros del grupo. A medida que siguen caminando el nerviosismo va en aumento. Atraviesan la plaza de Cataluña y llegan al Paseo de Gracia. 

 

-Ya estamos casi-, advierte el que va en cabeza del grupo.

 

Joan hace el amago de preguntar a Domènech, la única persona a quien conoce. Pero como tantas otras veces en su vida, al final opta por el silencio. “Así no me equivoco”, dice para sus adentros. De pronto, la persona que lleva la voz cantante se detiene ante un portal. Cuenta hasta diez y llama a la puerta con cuatro golpes secos. Aparece un señor vestido de blanco, menudito y de tez morena. Debe ser del servicio, piensa Joan.

 

-Adelante-, les dice. Y todos cruzan la puerta.

 

El portal tiene un aspecto señorial, con una escalinata de mármol cubierta por una alfombra en el centro y dos majestuosas barandillas de madera a cada lado. En las paredes hay cuadros que no han pasado desapercibidos para Joan: el de una Piedad es el que más llama su atención, pero también otro sobre el milagro de San Jordi. El hombre les acompaña hasta el segundo piso. 

 

-Ya pueden pasar-, y se marcha.

La puerta está entreabierta. El primero de los seis, el único que ha hablado durante todo el camino, mantiene su posición de jerarquía y accede antes que nadie. Le sigue el resto; Joan es el último en hacerlo. La entrada de la casa está a oscuras, pero todos avanzan con paso firme, como si la oscuridad no fuera un obstáculo, como si ya hubieran estado allí. Unas velas encendidas reflejan un largo pasillo en el que no dejan de aparecer puertas a ambos lados. La casa es enorme, casi fuera de escala. A estas alturas Joan sabe que de velada artística, nada de nada. De pronto repara en un detalle: en los pomos de algunas puertas hay colgadas máscaras y antifaces. En otras no hay nada. Joan, pintor fracasado, sabe que hay gato encerrado. De algunas habitaciones se escuchan gemidos y del fondo de la casa aparece un hombre sin más ropa que una bata y una máscara. No les dice nada, les hace un gesto como de bienvenida y les señala las puertas. Alguien susurra al oído de Joan:

 

-Puedes entrar en las habitaciones en las que hay máscara en el pomo, las que no tienen nada están ocupadas. 

-¿Entrar? ¿Pero para qué? ¿Y la velada de artistas?-, contesta un conmocionado Pujaló.

-Nada de preguntas. Si estás aquí es porque eres del círculo. 

 

Joan Pujaló siente pánico, está horrorizado, el cuerpo le pide correr hasta la calle, que dice hasta la calle, hasta su casa si los pulmones le dieran para ello. Baja las escaleras, es un decir, salta los escalones de cinco en cinco, lo máximo que sus piernas y corazón le permiten. Está espantado por lo que ha visto y, sobre todo, oído. Enfila el Paseo de Gracia y no deja de mirar atrás: en su frenética bajada se ha quitado de en medio de un empujón al hombre de blanco que los acompañó hasta la puerta. Pero no parece que le siga nadie. Joan trata de poner las ideas en orden y es casi peor; ahora recuerda haber escuchado gritos de niños. ¡De niños! No puede ser, estaríamos hablando de cosas mayores, horribles. Una última duda le asalta, ¿cómo va a participar Domènech en algo así? 


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 4 [Els Quatre Gats]