domingo. 29.09.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 3 [Una vida nueva]

Enriqueta Martí i Ripollés es una mujer de su tiempo. Nacida en una familia humilde de Sant Feliu de Llobregat, abandona muy joven su pueblo y se traslada a la cercana Barcelona donde espera ganarse la vida como niñera o en un taller de costura, oficio que ha aprendido mal que bien en casa gracias al empeño de su tía. Llega sola a la ciudad, atrás deja a su madre, que ya no tendrá que cuidar de nadie más que de sí misma: el padre las abandonó cuando Enriqueta era apenas un bebé. Aunque no se lo ha dicho a nadie, la madre respira aliviada, al fin lejos de su única hija, foco de todos los disgustos que han marcado su vida. No era sólo que al mirarla viese reflejado el rostro de aquel ludópata que un día dio el portazo y la dejó con una niña recién nacida y una deuda imposible de asumir fregando suelos. Lo que jamás superó fue que su hija heredase el espíritu del padre, el alma tenebrosa y dura de la que sólo cabe esperar destrucción y tormento.

 

Un carácter difícil, Enriqueta, si acaso sólo comprendido -y en parte- por su tía, la costurera, la única persona con la que en adelante vivirá la madre. Es ella la que le ha metido una nota en un bolsillo del abrigo con algo de dinero y la dirección de un hostal en la Rambla del Raval. Por supuesto, nadie va a despedirla al tren, tal y como había pedido Enriqueta.

 

No es mujer de asustarse, Enriqueta, pero no puede decirse que su llegada al barrio del Raval no le impresione. Las calles estrechas, sucias, están atestadas de mujeres delgadísimas que caminan sin rumbo fijo en busca de algo que llevarse a la boca. Mujeres con pañuelos atados a la cabeza que van a menudo con niños de la mano esperando que la caridad que no encuentran en la calle -muchos trabajadores viven en realidad de la mendicidad- se transforme en pan en algún convento o parroquia cercana. No hay piso o balcón en el que no aparezca la miseria. Los hombres viven hacinados y es habitual verlos dormir en portales o azoteas. Enriqueta se sabe afortunada por tener un lugar, al menos de momento, en el que hospedarse de manera digna. Sin embargo, toma nota de lo que ven sus ojos y no tarda en comprender lo difícil que va a resultarle salir adelante en un lugar así. 

 

Muy pronto prueba como niñera en casa de los dueños de un restaurante en el Paseo Colón. Enriqueta apenas gana dos pesetas por cuidar a los hijos de don Pascual Dols y su esposa doña Asunción, así que hace lo posible por pasar cada vez más tiempo en el restaurante y menos con los niños, algo a lo que accede don Pascual a cambio de que ella le conceda varios favores sexuales. Es en el restaurante donde Enriqueta ha depositado todas sus esperanzas de conocer a alguien que la catapulte a una vida mejor. Don Pascual le ha presentado a más de un amigo, pero todos están casados y sólo buscan acostarse con Enriqueta a cambio de dinero. Apenas sin darse cuenta Enriqueta ya ejerce la prostitución de manera regular. También con don Pascual, que la aleja definitivamente de sus hijos. Ahora es una puta más del Raval, del Puerto de Barcelona y del Portal de Santa Madrona, y casi ni le importa, al menos gana el dinero que jamás hubiera recibido fregando suelos como su madre o de costurera como su tía.

Don Pascual cree haber visto en ella un filón para divertirse y llevarse una parte del dinero que Enriqueta va a ganar a partir de ahora en una de esas reuniones nocturnas, con putas y otros vicios, que sus amigos celebran en casas de techos altos y suelos con moqueta. En el fondo, es la misma sensación que tiene Enriqueta, la de haber visto en don Pascual un salvoconducto para salir de la miseria. Ambos se retroalimentan.

 

En la noche del barrio chino Enriqueta conoce, sobre todo, a hombres casados o demasiado mayores. Ella necesita otra cosa, un hombre de mediana edad o viudo que esté en disposición de contraer matrimonio. Hay que volver al restaurante. Y vuelve. Hace días que observa a un señor que acude a cenar sin compañía alguna. Don Pascual accede a la presentación, no sin antes volver a tomar a Enriqueta. Solventado el trámite, cumple su promesa recurriendo al ingenio:

 

-Disculpe que le moleste, caballero. Soy el dueño del restaurante, me va a permitir que le presente a Enriqueta, trabaja aquí como cocinera y además ha sido la niñera de mis hijos. No es que la quiera promocionar, pero me han comentado que usted anda buscando a una cuidadora para sus hijos.

-¿Hijos? ¿Quién le ha dicho tal disparate?-, responde el señor con un gesto de incredulidad.

-Oh, ¿pero no es usted Pedro Riera?-, contraataca Don Pascual.

-De ninguna manera, Me llamo Joan, Joan Pujaló, y no tengo hijos ni nada que se le parezca.

 

Don Pascual está convencido de que ha oído ese nombre en alguna parte, aunque ahora no logra recordarlo.

 

-Disculpe el malentendido, señor Pujaló, y para ello me va a permitir que esta noche la casa invite a la cena. En cualquier caso, le presento a Enriqueta, que sigue siendo muy buena cocinera a pesar de todo-, risas.

 

Joan también ríe y estrecha la mano de Enriqueta, a la que ofrece asiento en la mesa. Treinta minutos después Pujaló, hombre tristón, inocente y algo pusilánime, es el rostro de la euforia. Está crecido, extasiado, pareciera otra persona completamente distinta a la que hasta ayer daba con sus huesos en esta misma mesa a la hora de la cena. Ahora es capaz de cualquier cosa, está lanzado. Y eso que a Enriqueta no le ha costado mucho esfuerzo ganarse su confianza y afecto. Ni siquiera ha tenido que recurrir a la seducción femenina. De momento. Joan, al fin, desvela su profesión: es pintor. Artista, un artista que aspira a hacerse un hueco en la Barcelona modernista de burgueses y mecenas. Un artista con un estudio -aún modesto, pero estudio- y un piso en el que vive demasiado solo. Eso tiene fácil arreglo, piensa Enriqueta.

 

De modo que tres meses después, en mayo de 1895, Enriqueta da el “sí quiero” a Joan Pujaló en la capilla de San Lázaro, también en el Raval. Así de sencillo. La practicidad frente a la generosidad, el interés frente a la inocencia. Ahora Enriqueta ya está donde quería, casada y con un hombre que le mantenga. O eso cree. A Joan le gustaría vivir en otro barrio, pero sus obras no han despertado todavía el interés de marchantes y mecenas. Se consuela pensando en que este barrio al menos le aporta ese toque de bohemia que quizá no obtendría en la Gran Vía. Joan no lo oculta: sueña con exponer al lado de los grandes pintores del momento. Pero pasan los meses y sus aspiraciones se van marchitando. Enriqueta hace tiempo que huele el fracaso, por eso vuelve a la noche. Ejerce la prostitución y su red de clientes va en aumento. En realidad nunca ha abandonado este mundillo, ha frecuentado a otros hombres desde el mismo momento de casarse con Joan. Por puro placer, por puro vicio. Joan lo sabe, pero no hace nada, es su naturaleza. Cuando a Enriqueta le da la gana abandona a Joan y se larga de casa durante días. A veces semanas. Luego vuelve y como si nada; es ella la que decide cuándo hay separación en el matrimonio. Ni para eso tiene agallas Joan. Y así durante largas temporadas.  

Enriqueta Martí ya no es una desconocida en el Raval. Ni de noche ni de día. Los hombres, muchos, saben que ha sido puta. Pero pocos conocen que ahora se ha convertido también en madame, ha pasado de ejercer la prostitución a lucrarse con la misma. Ha muerto don Pascual Dols y ya nadie le dice a qué clientes tiene que acudir. Trabaja por cuenta propia y es ella la que recluta a las pobres infelices que harían cualquier cosa por ganar algo de dinero. Enriqueta no sólo se ha arrastrado por los callejones más miserables del Raval y las cajas de cartón del puerto, también ha pisado las moquetas de las casas a las que le lleva don Pascual. Ha visto a gente importante, señores con apellidos de toda la vida haciendo algo más que acostarse con putas. Enriqueta aprende pronto y ya no es la pobrecita don nadie que venía de Sant Feliu de Llobregat. Ha llegado la hora de que Barcelona sepa quién es Enriqueta Martí. 


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 3 [Una vida nueva]