domingo. 29.09.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 2 [Golpes y habano]

Los calabozos de la comisaría de Vía Layetana son el lugar idóneo para hacer cantar a cualquiera, un sótano miserable con olor a orín y excrementos que haría derrumbarse hasta al más fuerte. Francisco Martorell ha sido detenido por la Guardia Civil en mitad de una redada contra el proxenetismo en el barrio chino de Barcelona. Francisco maldice su mala suerte, no por la detención en sí, sino por el momento en la que llega: está cerca de resolver algo muy gordo, un asunto muy turbio en el que lleva años infiltrado y que, llegado el momento de levantar las alfombras, dejaría al descubierto a gente muy poderosa de la ciudad. Por ahora, lo mejor es guardar silencio.

 

La celda en la que está encerrado carece de ventanas y retrete, en su lugar hay una especie de alcantarilla que explica la peste que invade todo el sótano. Pegada a la pared una miserable tabla de madera hace de catre y, aunque aún no la ha probado, está convencido de que ha dormido mejor incluso durante la batalla de El Caney en la Cuba del Desastre de 1898. Hace ya 15 años. El hedor es nauseabundo, por eso apenas siente los golpes que recibe de dos guardias. Cada puñetazo es una bendición, una forma de evadirse. Ojalá un desmayo, piensa. El comisario Agustín Bayo le está sometiendo a un interrogatorio y no parece muy contento con el transcurso de los acontecimientos. Francisco sigue callado. Lo que ignora el comisario es que Martorell pertenece a la Brigadilla y lleva tiempo infiltrado como proxeneta y trilero en el barrio chino. También como descargador en el puerto. Una redada contra el proxenetismo en esta parte de la ciudad ha dado con sus huesos en el calabozo. Un trabajo de años puede irse al garete si da un paso en falso: como reconozca que es de la Brigadilla, la propia Guardia Civil se desentiende de él oficialmente. Así son las reglas.

Es probable que de haber sabido lo que le depararía el futuro, Francisco no hubiera ingresado en la Guardia Civil un día de primavera de 1900. 13 años después duda de si su sacrificio y entrega han valido de algo. Ha visto demasiada basura y demasiada injusticia, mientras se juega el pellejo por una causa que ya no sabe si es la misma que defienden quienes, en cada discurso, gustan de reconocer en público la labor de la benemérita. Él siempre ha sido bastante impermeable a los homenajes y manos en la espalda que el poder reserva a los abnegados del tricornio. Astuto como un zorro, es casi lo primero que aprendió al poco de ingresar en la Guardia Civil. Discreción y pies de plomo. Y más aún en el servicio secreto. Al menos, y es un alivio, tiene la ventaja de observar la realidad desde las dos trincheras sin que nadie lo sepa.

La llegada de Francisco al cuerpo coincidió con una vacante en la Brigada de información. Sus cualidades personales y profesionales no tardaron en despertar el interés de sus superiores, que lo captaron como nuevo miembro de la Brigadilla. El joven Francisco Martorell aceptó la propuesta, en realidad sólo veía ventajas a ir de paisano en una ciudad que conocía al dedillo. No le costó casi nada convencerse de ello, sobre todo después de morder el polvo y batirse a plomazos con el gringo en Cuba entre 1896 y 1898. De qué se iba él a asustar ahora. Martorell es hombre arrojado, y ser el más joven entre sus compañeros de la Brigadilla es un reto que le ha motivado siempre. Al llegar al cuerpo se enfrentó a una ciudad, Barcelona, que no era ajena a todo lo que el cambio de siglo traía para las grandes urbes: aumento de la población, hacinamiento, insalubridad, industria de trabajo en cadena, auge de la clase burguesa y más prostitución. Mucha más prostitución. Cuando cae el sol las calles son tomadas por la incipiente figura de la madame y sus legiones de chulos que ya durante el día se llenan los bolsillos con la actividad que desempeñan las putas en cualquier casa o rincón oscuro de barrios como el Raval, al que muchos llaman el barrio chino. De noche hay barra libre y la delincuencia ha aumentado de manera notable. Por eso a nadie ha cogido por sorpresa que la policía y la Guardia Civil reciban órdenes de arriba de tolerancia cero con el proxenetismo. Claro que eso tiene consecuencias para Francisco, al que han encomendado la tarea de infiltrarse en ese submundo de vicio y mala vida.

 

Así ha conocido a Isidro Vega, el dueño de un estanco muy cercano al puerto, en la calle del Este. Por el negocio de Isidro pululan prácticamente todos los hombres que van al Raval en busca de prostitutas. También acuden ellas, claro. Cuando alguien ve en público fumar a una mujer sólo puede significar una cosa: está trabajando. De modo que la parada a por tabaco resulta de casi obligado cumplimiento tanto para los clientes como para las putas. Por eso en la prosperidad del estanco tiene una incidencia directa la prostitución, actividad que Isidro está muy lejos de condenar por razones evidentes.

 

Isidro pasa con generosidad los cuarenta años, aunque su aspecto es el de un hombre castigado por la vida. Es alto para la época, su rostro muestra abundantes arrugas, sobre todo a la altura de la frente y el contorno de los ojos, aunque su tez morena y un pelo abundante logran paliar el paso de la edad. A pesar de su voz particularmente ronca, Isidro transmite confianza, y eso lo es todo para un vendedor. De ello se percata Francisco, que adopta con maestría algunas de las virtudes de este hombre que es más que un dispensador de tabaco para el barrio. Para Isidro, Francisco es un proxeneta más del Raval que de vez en cuando se pasa por el local a comprarle varias cajas de cigarrillos. Y a veces hasta algún habano, para recordar el dulce aroma de la derrota caribeña. De todas las tareas que le encomiendan al brigadilla Martorell, la de construir una agenda es la que más le entretiene. En pocos meses Francisco se ha ganado la confianza del estanquero con la facilidad con la que se ventila el tabaco para fumar en pipa. En una ocasión Francisco oye algo sobre orgías y jovencitas, a lo que en principio no quiere dar importancia. Un rumor como otro cualquiera. Días después en el estanco de Isidro, un tipo joven, de buen aspecto, irrumpe entre risas con un amigo al que le iba contando algo con ese tono morboso de lo prohibido. Martorell lo ha escuchado con claridad: los dos hablan de una orgía en casa de un tal Milá. Justo antes de cruzar el umbral de la puerta ambos se callan al ver que Francisco les observa varios segundos. Los muchachos piden su tabaco y salen del local. Francisco no les sigue, pero ya no se olvidará de tirar de este hilo.

 

-¿Los conocías?-, le pregunta a Isidro.

-El que me ha pedido el tabaco es hijo de Rafael Domènech, un marchante de arte muy conocido en la ciudad. Se dice incluso que relacionado con grandes artistas-, desvela Isidro.

-Efectivamente-, se oye decir con rotundidad. La voz procede de la puerta, hay un hombre de mediana edad, pelo negro liso y un bigote frondoso acabado en dos finísimas puntas. Al poner un pie en el estanco se descubre: 

-Mi nombre es Joan Pujaló, un placer-, saluda mirando a ambos.

 

Por un instante se quedan callados, y Joan lo interpreta como que se ha inmiscuido donde no le llaman.

 

-Perdonen la intromisión-, se disculpa.  

-No, ni mucho menos-, responde Isidro.

Ahora es Francisco quien toma la palabra:

-Dígame, ¿usted de qué conoce a Rafael Domènech?

-Muy sencillo, en el mundo del arte nos conocemos todos.

-¿También usted es marchante?

-Oh, no. Yo soy pintor, pero el señor por el que usted me pregunta se mueve en las altas esferas. Ha trabajado para Antonio Gaudí y también para Pablo Picasso.

                                                       

                                     

                                                               

Otro golpe, esta vez con la mano abierta, devuelve a Francisco a la cruda realidad de la celda. El comisario Bayo repite un nombre constantemente: Enriqueta Martí.

 

-¿Dónde está la mujer?-, le preguntan. 

Entonces Francisco por fin se decide a hablar:

-En la cárcel.

-Mentira-. Nuevo golpe en el estómago.

-Verdad.

-¿Quién?

-Mejor que no lo sepa.

-¿Quién?

Más golpes.

De alguna manera, Martorell logra decir algunos nombres. Los funcionarios dejan de golpearle y se miran. 

-No puede ser.

-Me temo que es, Bayo. Lo siento.

-¿Cómo sabe usted quién soy yo?-, pregunta el policía, palideciendo.

-Sé muchas cosas. Déjeme salir o no llegaré a tiempo.

-Usted... Usted no es un proxeneta.

-Déjeme salir.


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 2 [Golpes y habano]