lunes. 01.07.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 19 [Mortal y rosa]

Pujaló llega a la calle del Carme angustiado, le da vueltas a la cabeza por la nota encontrada en la puerta de casa. ¿Quién la habrá dejado? Algo le pasa a Enriqueta. Es inevitable imaginarse lo peor: que va a perder al niño. Es muy raro que una mujer primeriza se ponga de parto tan pronto, normalmente un gran número de éstas lo hacen días después de salir de cuentas. Pujaló está inquieto: a su mujer le quedan seis semanas para ello. Atraviesa la puerta del viejo hospital de la Santa Cruz y pregunta en recepción por el paradero de su esposa. Una señora saca un cuaderno y busca el nombre requerido. “Aquí está: Enriqueta Martí, primera planta, habitación 114, es en el ala derecha, en maternidad”. A Joan se le arquean las cejas cuando escucha esto último. Su pesimismo va en aumento, ya no hay dudas de que el ingreso se debe al embarazo. Sube las escaleras preparado para enfrentarse a lo peor. Llega a un lúgubre pasillo y, al fin, toca en la puerta. Una enfermera sale a recibirle.

 

-¿Usted quién es?-, pregunta la mujer. 

 

-Soy Joan, el marido de Enriqueta Martí.

 

-Pase entonces.

 

Lo primero que Joan percibe es que en la habitación hay mucha gente. Además de la enfermera que le ha abierto y una segunda -la matrona-, se encuentra con que hasta tres mujeres rodean la cama en la que supuestamente está Enriqueta. Salta a la vista que ninguna forma parte del personal sanitario, las tres visten prácticamente igual: una falda larga, un pañuelo atado al cuello y un apretadísimo corsé. Además huelen a tabaco. Son putas, claro. Ninguna de las tres parece triste, al contrario, sonríen relajadas y hablan sin parar, casi atropelladamente, pero muy risueñas. Esto acaba por descolocar a Pujaló.  

 

Joan logra hacerse paso, en la cama ve al fin a Enriqueta. Frente sudorosa, rostro pálido y ligeramente incorporada. Entre los brazos sostiene a un niño. Pujaló no lo puede creer, pero allí está. Es una criatura que ha pesado un kilo y ochocientos gramos, un peso inferior al debido y que obligará al bebé y a su madre a permanecer unas semanas más en el hospital. Instintivamente agarra la mano de su mujer, ella le corresponde apretándole la suya. El niño es demasiado pequeño y Joan no se atreve a cogerlo. Los médicos le han comunicado a Enriqueta que, si todo va bien, en unas semanas recibirá el alta, es cuestión de que el niño gane más peso. Joan está emocionado, posa su mirada en el enorme crucifijo de madera que hay encima del cabecero y que domina toda la estancia. A continuación da las gracias a las señoras putas, si no es por ellas Enriqueta no hubiera tenido un parto asistido y el niño probablemente no estaría aquí. La acompañaron al hospital cuando su madame comenzó a sentir contracciones. Solo una de ellas sabía que estaba embarazada, pues Enriqueta se había cuidado muy mucho de ocultar que estaba en cinta: desde el sexto mes de embarazo apenas bajaba al barrio a ver a sus putas, y cuando lo hacía se aprovechaba de la coartada del invierno para llevar un abrigo lo más holgado posible. Así guardó su secreto hasta que esta mañana cayó al suelo al sentir fuertes contracciones: suerte que estaban tres de sus chicas para ayudarla, porque no tardó en ponerse de parto al llegar al hospital. Justo a tiempo. 

 

Joan escucha los primeros llantos de su hijo, momento especial que la naturaleza reserva para cada padre, una forma sutil de mostrar ante sus ojos la gran responsabilidad que tiene por delante. No es fruto del azar que justo ahora se le vengan a la cabeza los llantos que oyó en la orgía en casa de los Milá. Es la primera vez que se acuerda de aquello como padre, por eso ahora le repugna aún más si cabe. 

 

Pujaló besa la frente de Enriqueta: “¿cómo le vamos a llamar?” Es lo primero que se le ocurre decir al bueno de Joan. Ella no responde, le ha cogido desprevenida, la verdad es que no tiene nada pensado. Lo único que tiene claro es que rechaza el nombre de Joan. Demasiado visto, argumenta. Él, sin embargo, sí que tiene una lista de preferencias. Quizá el que más ilusión le hace es el de Nicolau, como su padre que en paz descanse. También propone los de Mario, Carles, Benito y Esteban. Si hubiera sido niña, no hay dudas, Genoveva como su madre, que tampoco verá a su nieto. Enriqueta sigue sin aportar ninguno, pero censura los de Mario y Esteban. En realidad los censuraría todos, ya se le ocurrirá a ella alguno mejor, cualquiera le sonará más adecuado cuando esté menos cansada. 

 

Las chicas que han acompañado a Enriqueta en los momentos decisivos abandonan la habitación con la satisfacción de haber ayudado a traer una criatura al mundo. Las tres salen del hospital con una sensación extraña: ¿qué se sentirá al ser madre? Hoy lo han visto muy de cerca, han presenciado un parto y eso ha sacado el instinto maternal que sin duda tienen en lo más profundo de su ser. Son de las putas más jóvenes de Enriqueta, o sea, las más valiosas, nada que ver con las que ya son madres y ejercen para sacar adelante a sus familias. Ninguna rehúye esta incómoda conversación:

 

-Me he emocionado mucho al ver a nuestra madame dar a luz, no sabía que estuviera embarazada y, la verdad, me ha dado envidia cuando la he visto con su hijo en brazos-, reconoce una de ellas.

 

-¿Acaso te gustaría tener un hijo?-, pregunta otra con tono ligeramente arisco. Sencillamente no podemos, añade.

 

-Pues no lo escondo, me encantaría tener un hijo y una familia y no tener que prostituirme para salir adelante. Sueño con un hombre bueno y justo que me cuide y me dé muchos hijos, es la vida que más me gustaría tener.

 

-¿Un hombre bueno y justo? No sabes lo que dices, muchacha, tú sigue soñando. Un hombre no te daría más que problemas, ¿acaso no has visto la cantidad de depravados y viciosos que tenemos que soportar todos los días? La mayoría de ellos son hombres casados. No sé cómo puedes ser tan ingenua. Y tener un hijo con uno de ellos sería prolongar el sufrimiento a una generación de manera innecesaria. No le harías ningún favor. 

 

-Mejor depender de un hombre que sea mi esposo que hacerlo cada día de uno distinto.

 

-Eso lo dirás tú.

 

La tercera quiere mediar en el asunto:

 

-Bueno, no hay que verlo todo dan negativo. No es imposible que salgamos de nuestra situación. A mí también me gustaría ser madre, lo que no me gustaría es seguir ejerciendo como hacen otras compañeras que ya son madres. Eso sí que es lo peor: madre y prostituta al mismo tiempo.

Cuatro semanas después Enriqueta está en casa, en su Raval, con su hijo y su marido. Una escena familiar que ninguno de los dos se hubiera imaginado un año antes. A veces el ritmo de la vida es demasiado alto para saborear los buenos momentos. El niño llega a casa de los Pujaló habiendo recibido el primero de los sacramentos: ha sido bautizado en la iglesia del propio hospital. Se llama Nicolau, como el abuelo Pujaló, que al final ha cedido Enriqueta con el nombre. La primera noche en casa no es idílica precisamente. La criatura no para de llorar y es Enriqueta, pese al cansancio acumulado en las últimas semanas, la que se levanta a mecerlo y cantarle una nana. 

 

-Tú duerme, Joan-, le dice a su marido cuando ve que éste abre un ojo.

 

Rebosa de ternura, Enriqueta, esta madame y prostituta que hoy no tiene más preocupación que la de entregarse a su bebé. Casi a las cinco de la mañana la madre logra calmar al pequeño Nicolau, que duerme plácidamente. No mucho más tarde Joan se levanta y se marcha de casa a hacer algunos recados que le ha dejado Enriqueta. Es muy temprano, aún de noche, para salir a la calle, pero Joan se entrega a su familia hasta con un punto de satisfacción. Ser padre convierte al más irresponsable en una persona atenta, pero Joan ya lo era, y esto le da la vida, disfruta y se alegra de que no haya nada más importante. Da un beso a su esposa y otro al niño y sale a por medicinas a una farmacia que queda a un buen paseo de casa. Joan camina soñoliento pero alegre al ver los adornos navideños en las tiendas y comercios del barrio. Mañana es Nochebuena, así que después de la medicina tiene pensado comprar algo de carne para la cena del 24. Este año serán tres, pero ya no se acuerda de la última vez que cenó por Navidad con Enriqueta. Seguro que no fue hace tanto, pero cuando uno vive ilusionado y feliz borra rápido los malos recuerdos. Comprados los jarabes se dirige al mercado de La Boquería, al que accede, como de costumbre, por la entrada principal, la que da a la Rambla. Recorre los primeros puestos: el pescado, el poco que hay, es prohibitivo. La lubina, el bacalao y el lenguado, sus pescados favoritos, están por las nubes. Mejor algo de carne para cenar. De pronto repara en que no le llega para los platos estrella de Navidad: pavo, solomillo de ternera o cochinillo, de modo que se conforma con unos filetes de cerdo. A su mujer le van a encantar, seguro. 

 

Al volver a casa la escena que se encuentra es desoladora: Enriqueta tiene la mirada perdida mientras el niño Nicolau, en su pequeña cunita, está cubierto por una manta que le tapa todo el cuerpo. Su mujer ni siquiera derrama una lágrima, está como ida. Ahora domina el silencio, no hacen falta palabras que expliquen lo que ocurre. Joan deja caer las bolsas al suelo y se acerca a comprobar que no se trata de una mala pesadilla, que lo que sus ojos le muestran no es más que pura ficción. Otro en su lugar ya se hubiera derrumbado, pero Joan destapa al niño para comprobar lo peor: el pequeño no respira, está muerto. Al día siguiente el médico desvela la causa del fallecimiento: se trata del síndrome de muerte súbita del lactante. La criatura, aparentemente sana a pesar de las dificultades de su nacimiento, murió de manera repentina mientras dormía. 

 

La tragedia se cruza en la vida de Enriqueta cuando al fin creía haber encontrado algo de paz y equilibrio a su turbulenta biografía. Para Pujaló sencillamente era el mejor momento de su vida. No hubiera cambiado esa sensación de felicidad de ser padre ni por el mayor de los éxitos como pintor, vanidad pasajera y mentirosa, como casi todo en esta vida. La muerte es un mazazo para el que nunca se está preparado, pero menos aún para la de un hijo. El palo es fortísimo, muy doloroso, el pequeño Nicolau había convertido su vida en una primavera permanente.

 

Se prometían muy felices la tarde de Nochebuena en casa de los Pujaló: algún villancico, algún turrón de Jijona y una copita de anís. Pero la tarde torna oscura y desagradable, un ataúd blanco es el último recuerdo que el bueno de Joan se lleva de su hijo Nicolau. Una profunda punzada le atraviesa el corazón, nunca antes ha sentido tanta pena en el alma. Un desgarro hondo y doloroso le estremece y le recuerda la cara amarga de la vida. Su mujer ha vuelto a la más absoluta apatía y Joan se espera lo peor, cree que después de este palo ella volverá a sumergirse en la oscuridad, volverán los días más tenebrosos que justificará con la tragedia sufrida. 

 

Pujaló busca consuelo en los asistentes. No son muchos, difícil en el día de Navidad, pero los que están son siempre los mejores amigos. Su mirada parece pedir auxilio, compasión. De pronto sus ojos se detienen: ha visto a Francisco Martorell, que ha venido solo a la ceremonia de sepultura. También están las tres prostitutas que hicieron posible que Nicolau viniera al mundo. Los asistentes se van acercando a dar el pésame al matrimonio.

 

Cuando es el turno de Francisco, Joan se funde en un abrazo con él y le susurra al oído:

 

-Gracias de corazón por venir. 

 

Francisco está sinceramente dolido por la tragedia del pintor y su esposa. 

 

-Aquí me tienes para lo que necesites, amigo. Rezaré por tu hijo, no te quepa duda.

 

Acto seguido Francisco pasa al lado de la mujer de Pujaló (¡de qué me sonará esta cara!) y le da el pésame.

 

-Le acompaño en el sentimiento, señora.


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 19 [Mortal y rosa]