lunes. 01.07.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 18 [Caín y Abel]

La mención a unos llantos de niños da la medida exacta de la gravedad del asunto. Francisco y el capitán Milá tuercen el gesto y sienten un profundo asco. Ya no es que investigue la muerte de una mujer durante una orgía, y si ésta tiene relación con los cadáveres encontrados en las inmediaciones del puerto, es que menores de edad han sido explotados sexualmente. Francisco sabe que no es un caso más; es muy probable que del éxito o fracaso policial dependa el que rueden más o menos cabezas. La clase política aguarda expectante, agazapada. El escándalo puede ser mayúsculo si se entera la prensa, por eso conviene llevar las cosas con discreción y mucha prudencia.

 

-De aquí no puede salir esto, Joan. Es muy importante que no lo sepa nadie.

 

El brigadilla no le dedica el mismo comentario a Arturo, en quien confía ciegamente. Joan los conduce hasta el paseo de Gracia. Ahí está el piso de la familia de Arturo Milá, pero éste está convencido de que se trata de otro. Incluso por pura probabilidad, porque Milá es un apellido común entre la alta burguesía de Barcelona, tanto como larga es la avenida en cuestión: en el kilómetro y medio que se prolonga deben de vivir decenas de familias y solo unos pocos apellidos, todos relacionados de forma más o menos lejana, por lazos familiares o comerciales. Este es el razonamiento que hace el capitán cuando en última instancia le asalta algo parecido a la duda. A medida que el grupo se aproxima al piso, Joan recuerda la noche del horror, no sabe si sintió más repugnancia ante los gritos inocentes e infantiles que salían por las rendijas de las puertas de la casa, o con la propia expedición de artistas sedienta de vicio. Aquella noche Joan aprendió muchas cosas, entre ellas, que nunca hay que ser corporativista. Y que la bohemia por él tantas veces endiosada no es tan bonita como la pintan. Al menos, la que Joan conoce. Hay cierto sentido de la justicia en la forma de caminar de Joan por el paseo de Gracia, es como si el hombre cobarde y pusilánime se hubiera transformado de pronto en alguien con pulsión justiciera. Incluso su mirada despierta cierto respeto, nada que ver con la cabeza gacha con la que ha deambulado por Barcelona en sus días más negros. Por eso en su afán más profundo también hay algo de venganza, claro que sí, ganas de dar su merecido a las alimañas de carne tumefacta y pensamiento inmundo que dan a niños inocentes gotas de sucia muerte con amargo veneno. Se acuerda de Pere Romeu y Rafael Domènech, las dos únicas personas a las que pone nombre, apellido y cara de cuantas participaron en la ‘velada literaria’. Aún siente remordimientos cuando se acuerda de cómo fue engañado con el anzuelo de la ‘velada literaria’. Joan no es vehemente ni de grandes aspavientos, pero ¡qué persona con algo de conciencia no se revolvería ante algo así! Solo quedan unos metros. La escena en el paseo de Gracia es digna de ver. Joan está a la cabeza del grupo. Un par de metros atrás van un héroe de la Guerra de Cuba y un agente del servicio secreto de la Guardia Civil, grandísima paradoja: es la primera vez que Joan lidera algo en su vida y lo hace al lado de dos primeros espadas. Es como tomar la alternativa con Belmonte y Joselito el Gallo. El pintor se detiene ante un portal. Da unos pasos atrás para mirar la fachada del edificio con mayor perspectiva, luego se acerca a la puerta y ve un portal señorial, una escalinata de mármol y dos imponentes barandillas de madera a cada lado. No hay dudas: están en el lugar de los hechos. Joan se gira para avisar a Martorell y a Milá. 

 

-Podéis acercaros, es aquí-, anuncia Joan.

 

La cara de Arturo Milá lo dice todo, no hace falta que hable, ni que grite, ni que le pregunten lo que su rostro ya ha reconocido: están ante el piso familiar de los Milá. Es Francisco el primero que reacciona. Primero tranquiliza a su amigo: “No te preocupes, sigo confiando en ti”; después comienza con la inevitable batería de preguntas.

 

-Arturo, ¿alguno de tus hermanos vive en el piso heredado? 

 

-Sí, vive José Ignacio con su mujer e hijos. A veces también está Constanza, que enviudó hace unos años y, como no tiene descendencia, pasa temporadas con Carmen y otras con mi hermano. Ni idea de si está ahora.

 

-¿Cuál fue la última vez que estuviste aquí?

 

-No me acuerdo, quizá años, no tengo relación con mi hermano José Ignacio, al que como mucho envío una felicitación en Navidad y poco más. 

 

-¿Pero la casa no era una herencia? ¿Por qué se la ha quedado él?

 

-Lo es, pero se la ha quedado tras pagar a cada hermano la parte correspondiente a su valor. Todo se ha hecho acorde a la justicia y la equidad, tal y como dejó escrito nuestro padre en su testamento. Ninguno concebía que resultara otra cosa, yo no lo hubiera permitido. Pero por mucho que legalmente ya no me pertenezca, tampoco voy a permitir que en la que fue su casa sucedan ciertas cosas que manchen el buen nombre de mis difuntos padres, de eso estoy seguro. No, no lo voy a permitir.

 

Y Milá no miente; él no tiene nada que ver con todo este sucio asunto. Arturo  recuerda a su padre y piensa en la vergüenza que sentiría de estar vivo: en su casa se celebran orgías donde se explota a niños. Pederastas en el hogar de los Milá, no cabe mayor indignidad. Un hombre recto como don Agustín se suicidaría por la vergüenza. Antes la muerte que ver el apellido pisoteado. 

 

Todo esto fluye en la cabeza de Arturo, que se lo suelta a Francisco sin pensarlo demasiado. Martorell entiende ahora de dónde ha heredado el capitán la rectitud, el coraje y el honor que le hicieron merecer su admiración en los días más tristes de Cuba. De pronto, a Francisco le da por pensar que es un misterio descubrir porqué del mismo padre y madre puede salir un hijo virtuoso y otro totalmente despreciable, si ambos han recibido la misma educación y parecida herencia natural. Es algo que desde Caín y Abel el hombre no ha acertado a comprender del todo. Su reflexión, sin embargo, se la guarda para sí mismo, que demasiado tiene ya Arturo.

 

El primer impulso del capitán Mila es el de subir al piso y buscar a su hermano, al que dedicaría gustosamente el tiempo perdido y mucho más que palabras. Francisco frena al capitán, ahora cualquier paso en falso sería fatal. El brigada sabe que, de momento, el único detenido por la mujer que apareció muerta en la casa es Luciano, el hijo de Rafael Domènech. El hijo del marchante de arte fue la última persona que estuvo con la prostituta antes de que apareciera muerta por asfixia, según reveló la autopsia. Él lo negó todo, pero el cuerpo de la desdichada mujer presentó signos evidentes de violencia, restos de semen por todo el cuerpo y un desgarro vaginal. Por todo ello se enfrenta a los cargos de homicidio y violación. El resto de quienes estuvieron esa misma noche en la orgía han sido interrogados, pero el juez no apreció indicio de delito en ninguno de ellos, incluido José Ignacio. Para Arturo no hay dudas de que su hermano fue el que organizó la orgía, pues muy extraño sería que ejerciera de anfitrión y no supiera nada acerca de los menores de edad y la fulana que acabó muerta.

 

-Mi hermano está detrás de todo, como mínimo es cómplice. No entiendo que él y el resto no estén también en prisión. Me resulta muy extraño.

 

Mucho menos sorprendido parece Francisco, que no sólo ha endurecido la piel en estos años como falso proxeneta en el Raval, sino que conoce como guardia civil cómo funciona la Justicia cuando alguien con influencia está por medio. 

 

-Todos somos iguales ante la ley, Arturo, pero hay algunos más iguales que otros-, dice Francisco con algo de sorna para tratar de rebajar la tensión. Y añade: 

 

-Si el hijo del marchante de arte no está en la calle -más allá de si es realmente culpable- es porque siempre tiene que haber un chivo expiatorio, alguien a quien le toque pagar los platos rotos. Esto lo saben bien los políticos, los jueces y, por supuesto, la policía. La sociedad duerme mejor y se hace menos preguntas si ve que tras un crimen hay alguien que acaba entre rejas. Que sea culpable o no, importa menos. Lo importante es que la conmoción del crimen vaya inmediatamente seguida por la sensación reparadora de que se ha hecho justicia. La prensa también participa de este juego.

 

Joan se une a la conversación y pide buscar a Rafael Domènech. Es como si cada uno pusiera precio a su pieza más cotizada. Las de Pujaló son el propio Domènech y Pere Romeu. “Ambos estuvieron el día que me dejé arrastrar hasta allí. Si las fichas más grandes empiezan a caer, entonces todo el castillo se viene abajo”. Será que desde que sabe que va a ser padre ha emergido en Pujaló una especie de energía oculta bajo los escombros de su infinito ánimo decaído. Él y Enriqueta van a traer una criatura a este mundo, quién lo diría. Antes se hubiera preocupado, ahora, en cambio, no tiene miedo a ningún reto que se le presente. A sus casi cincuenta años no recuerda tener tantas ganas de vivir como ahora. Incluso la mayor de las adversidades o injusticias sería recibida de buena gana, hasta el punto de transformarla en el combustible necesario para activar su rebeldía, su nueva forma de enfrentarse al mundo. 

 

-Dejadme subir a mí-, propone Francisco. Me haré pasar por funcionario del Ayuntamiento, le diré a José Ignacio que tiene que presentarse con urgencia en el Ayuntamiento para pagar unas tasas municipales. Espero que valga con eso.

 

El resto asiente. Francisco añade:

 

-Joan, es importante que vuelvas estos días a Els Quatre Gats. Debes frecuentar de nuevo a aquella gente y ganarte su confianza, aunque no será fácil. Lo más importante es que les escuches y te enteres de si habrá otra orgía. De todas formas yo también iré por allí, lo haremos por separado, no nos conocemos de nada.

 

Al mismo tiempo Francisco guarda un as en la manga: va a pedir a Anselma que envíe a varias de sus mejores putas una noche a Els Quatre Gats. Ellas también escuchan y, si logran seducir a alguno de los artistas asiduos a las ‘veladas’, entonces podrán participar en una de las orgías. Saber el lugar y la hora de uno de estos encuentros pondría muy contentos a sus superiores de la Brigada. Quién sabe si todo el trabajo de infiltración acaba dando sus frutos hasta el punto de traducirse en un ascenso. Antes de subir Francisco se despide de ambos, quiere asegurarse de que Arturo no va a intentar nada por su cuenta. Aunque muestra algunas reticencias, no tarda en marcharse lanzando alguna maldición al aire. Se va sin apenas decir adiós.

 

Con distinto ánimo desaparece Joan, que aprovecha el camino de vuelta a casa para pensar en lo mucho que ha cambiado su vida. Siente cierta satisfacción por sentirse útil y ayudar a desenmascarar a los cobardes que participan en las orgías. Tenía ganas de dar un paso al frente y vivir alguna emoción más o menos fuerte. En cierto modo, siente algo parecido con el embarazo de su mujer. Pronto va a ser padre, algo que no hubiera creído si se lo cuentan hace unos años, justo cuando Enriqueta comenzó a abandonarle largas temporadas. Uno nunca acaba de estar preparado para ser padre, piensa. La responsabilidad pesa, pero ni siquiera eso afecta a sus ganas de vivir. Está ilusionado. Al fin llega al Raval. A Joan Pujaló le han dejado una nota en la puerta de su casa: “Es urgente, vaya a ver a Enriqueta al hospital de la Santa Cruz”.


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 18 [Caín y Abel]