lunes. 01.07.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 17 [Noticia bomba]

Un señor casi sexagenario de cabellos aún rojizos aunque ligeramente encanecidos lee el periódico y apura el café. Sus ojos azules parecen prestar especial atención a la edición del sábado de La Vanguardia. Es un fiel lector de los obituarios -quizá llegar a cierta edad ayude a ello-, aunque hoy ha pasado rápidamente esas páginas. El periódico de hoy no es muy distinto al de otros días: algún conato de huelga, incidentes provocados por comandos anarquistas, alguna visita oficial de su Majestad Alfonso XIII, las grandes expectativas que el gobierno de Antonio Maura ha suscitado entre los sectores conservadores y liberales del país. Se detiene en un titular: “El nuevo presidente promete que su programa político será como hacer una revolución desde arriba”. Maura, hombre llamado a modernizar España, ha pronunciado un aplaudido discurso en las Cortes que la prensa catalana no ha dejado pasar por alto:

 

“Uno de los primeros y más importantes orígenes del mal que aqueja a la patria consiste en el indiferentismo de la clase neutra. Yo no sé si su egoísmo es legítimo, aunque sí sobran causas históricas para explicarlo. Lo que digo es que no se ha hecho un ensayo para llamarlos con obras, que es el único lenguaje a que ellos pueden responder; llamarlos con obras vibrantes, para despertarlos y conmoverlos, para arrancarlos de su inanición y de su egoísmo, para traerlos por la fuerza a la vida pública. Por eso he dicho y repito que España entera necesita una revolución en el gobierno radicalmente, rápidamente, brutalmente; tan brutalmente que baste para que los que estén distraídos se enteren, para que nadie pueda ser indiferente y tengan que pelear hasta aquellos mismos que asisten con resolución de permanecer alejados (…)”.

 

“No; más que nunca es ahora necesario restablecer aquella ya casi olvidada, de tiempo que ha que fue perdida, confianza entre gobernantes y gobernados; y ya no hay más que un camino, que es la revolución audaz, la revolución temeraria desde el Gobierno, porque la temeridad es, no obra de nuestro albedrío, sino imposición histórica de los ajenos desaciertos. Nunca habría sido fácil la revolución desde el Gobierno, nunca habría sido recomendable, si hubiera podido dividirse la facultad y esparcirse la obra en el curso del tiempo; pero cada día que pasa, desde 1898, es mucho más escabrosa, mucho más difícil, y el éxito feliz mucho más incierto; y no está lejano el día en que ya no quede ni ese remedio (…)”.

 

“Ahora es menester oponer a las izquierdas que actúan en la vida pública todas las derechas y traerlas con plenitud de sus fuerzas sociales a la vida y a la influencia del Estado. La política conservadora tiene que adoptar los procedimientos democráticos y las garantías constitucionales y los derechos individuales, que son ahora la fuerza conservadora, la única que puede salvar a la sociedad; por eso no hay ni siquiera un solo acto mío que no esté inspirado en esa convicción, y por eso creo que la política conservadora consiste en traer íntegramente todo el fondo social a la influencia y a la acción del Estado, de modo que la democracia comprenda absolutamente la acción íntegra de las fuerzas de toda la nación, asistiendo al Gobierno”.

 

Leído el discurso “La revolución desde arriba” la silla de enfrente sigue vacía, así que pide otro café. “Este, cortado”, le sugiere al camarero. En el instante mismo en que vuelve el camarero la silla es al fin ocupada. 

 

-Qué feliz coincidencia.

 

-Disculpe el retraso, don Antonio. Últimamente ando muy liado y con la cabeza demasiado ocupada. Ya sabe los líos que tenemos en la familia, mi hijo fue detenido, interrogado y dentro de poco tendrá que enfrentarse a un juicio. 

 

-Claro, el asunto aquel del piso de los Milá. No se preocupe, Rafael, seguro que todo sale bien. Aquí nadie está a salvo, y si no mire esto que van escribiendo sobre mí-, dice entre risas mientras muestra a su interlocutor una página del periódico:

 

“La simbología masónica de Gaudí

 

El arquitecto Antonio Gaudí está a punto de finalizar el modernista Parque Güell construido sobre el monte Carmelo. El proyecto, iniciado en el año 1900, está formado por distintos jardines y esculturas, y supone la máxima expresión del naturalismo desarrollado por el artista natural de Reus (Tarragona). Más allá de la maestría y el buen gusto que domina el complejo, destaca la amplísima variedad de símbolos con referencias a la masonería. Este detalle no puede ser casual, ya que son abundantes los signos que aluden al ideal masónico. Empezando por la entrada al recinto, donde los peldaños de la escalita que suben hacia la sala hipóstila suman 33, es decir, el grado máximo de la masonería. Hay más. La conocida como ‘capilla de las tres cruces’ tiene un significado oculto, pues aparece representado Matusael, hijo de Caín, a través de una cruz en forma de tau. No es casualidad que sea precisamente este el símbolo que el oficiante realiza con la mano derecha en la ceremonia del acceso al grado de maestro en la masonería. En este conjunto escultórico la piedra -aún en bruto- representa el primer grado de perfección de la materia, el segundo grado aparece en la piedra ya trabajada en forma de cubo y por último hay un cubo acabado en punta con una pirámide superpuesta. Para la masonería estas tres formas representadas son los tres estados en los que se está dentro de la una logia: aprendiz, compañero y maestro. Por tanto, es más que razonable -concluye el artículo-, pensar que sería casi imposible que todos estos símbolos relacionados con la masonería hayan sido diseñados fruto del azar. Antonio Gaudí debería aclararlo cuanto antes.”

 

Rafael Doménech se queda estupefacto, se lleva la mano a la sien y luego resopla.

 

-Ni se le ocurra enviar una carta al periódico ni hablar con ningún periodista, no hay nada que justificar-, le aconseja Rafael.  

 

Aunque disimule, el artículo ha sobresaltado el desayuno del artista. No sabe hasta qué punto esta publicación puede afectar a su reputación, pues a estas alturas su carrera está más que consolidada. Para muchos entendidos del arte, incluido el marchante Domenech, Gaudí está en su plenitud artística, condición -le aconseja- que debe aprovechar para ‘hacer lo que le venga en gana’. Es a este privilegio al que se agarra para convencerse de que lo publicado en La Vanguardia no le tiene por qué afectar ni va a tener impacto en la sociedad.

 

-De todas formas, -insiste Rafael- no estaría de más que hablara con don Ramón Godó, el editor del periódico.

 

-Ah, se refiere al antiguo diputado del partido Liberal.

 

-Exacto. En el fondo lo que ocurre es que no soportan que usted sea el mejor arquitecto de España, don Antonio. 

 

-Ni usted el mejor marchante, don Rafael.

 

Hasta la calle Pelayo número 28, muy cerca de la Plaza de Cataluña, llegan marchante y artista. Ante ellos se levanta un precioso edificio modernista de cuatro plantas en cuya fachada aparece una sucesión de escudos dibujados sobre piedra. El propio Gaudí reconoce la belleza de la obra con un comentario en tono jocoso: “No hay nada como un bonito envoltorio para cubrir el producto tóxico que lleva dentro”. 

 

Rafael Domènech sostiene la puerta y deja pasar delante a Antonio. En la recepción son recibidos por el conserje del edificio, al que educadamente piden entrevistarse con el señor Dels Sants Oliver, director de la publicación.

 

-Buenos días, señor, nos gustaría hablar con el señor Godó y, en el caso que no estuviera, con el director del periódico si fuera posible. Dígale que pregunta por él Antonio Gaudí, es un tema importante.

 

Hace años que a esta publicación aterrizó procedente del Diario de Barcelona el mallorquín Miquel dels Sants Oliver, que trajo consigo a varios de los mejores colaboradores del periódico de la competencia. Su misión, les dijo a los redactores el día que le fue encomendada la tarea de dirigir el proyecto, era la de consolidar un periódico en línea con el regionalismo catalanista de corte más moderado pero sin dar la espalda a lo que de verdad veía como una prioridad: la necesaria modernización de la sociedad.

 

-Es la última vez que me gasto cinco céntimos en este panfleto regionalista y mojigato-, le susurra Gaudí a Domenech.

 

El conserje reacciona visiblemente nervioso por la presencia del arquitecto, de modo que hace su trabajo con la mayor celeridad y llama a Ramón Godó a su despacho, algo que el propio editor del periódico no aconseja a menos que la causa sea de fuerza mayor. 

 

-Puede pasar, el señor Godó le recibe encantado. Yo mismo le acompaño-, anuncia el conserje a Gaudí.

 

Rafael Domènech no se da por enterado y sigue a Antonio Gaudí en su camino al despacho del editor de La Vanguardia situado en la primera planta del edificio. Para llegar hasta allí atraviesan la redacción en la que dos grandes mesas de madera divididas en dos partes acogen a los periodistas que, concentrados, escriben con sus plumas sobre las hojas que en unas horas se convertirán en páginas de la edición del día siguiente. Tinta fresca que servirá para hacer estallar algún escándalo y otras, demasiado a menudo, para servir al poder. Una vez escritos los papeles por los periodistas, los textos son pasados a la linotipia, máquina que permite componer de forma automatizada los textos e imprimirlos a gran escala. “¿Quién habrá sido el miserable que ha escrito el artículo?”, masculla el arquitecto mientras mira los rostros -todos agachados- de los silenciosos escribientes. Al fondo de la planta están de forma contigua los despachos del director Miquel dels Sants Oliver y del dueño de La Vanguardia, Ramón Godó. Este último se levanta y recibe en la puerta a la visita. 

 

-Bienvenido, don Antonio, es un placer saludarle y recibirle en nuestra casa. Pensé que venía solo.

 

Este comentario hace que Rafael Domenech se dé la vuelta inmediatamente, muy herido en su orgullo, y abandone el lugar con el rostro torcido. “Puede usted esperar abajo”, le recomienda el conserje.

 

Gaudí entra en el despacho y el anfitrión cierra la puerta: lo que allí ocurra se quedará para ambos.

 

-Gracias por recibirme, señor Godó. 

 

Antonio, brillante inteligencia, comienza con unas palabras que hagan sentir cómodo al editor del diario. 

 

-Ya sabe usted, señor Godó, que soy fiel lector de La Vanguardia. Su diario siempre me ha parecido una referencia para quienes defendemos que la modernidad y el progreso no están reñidos ni con el catalanismo ni con el regionalismo.

 

El editor escucha atento sus explicaciones y asiente levemente con la cabeza como en agradecimiento por sus palabras de cortesía. A un político es difícil engañarle, y Godó, curtido en mil salones y en tantas batallas dialécticas desde el escaño, sabe que tras el elogio siempre viene la reprimenda.   

 

-Resulta que esta mañana -comienza Gaudí- me ha sorprendido leer una noticia en su diario en la que se me relaciona con la masonería. Se dice que muchas de las esculturas y otros elementos del parque Güell, que estoy a punto de finalizar, tienen referencias masónicas. Vamos, que es una forma de decir que soy masón. Y no es que me importe en demasía lo que se escriba o no sobre mí, pero supongo que cuando un periódico afirma tal cosa es porque tendrá pruebas, ¿no? Me gustaría saber quién ha escrito esa información, ya que no aparece firmada, y que me diga, si es tan amable, a qué logia pertenezco.

 

-Aprecio su ironía, señor Gaudí, pero yo no puedo desvelar quién es el autor de la pieza. Ni siquiera yo me inmiscuyo en los contenidos del diario tanto como usted pueda imaginarse. Tampoco le voy a mentir y a decir que desconocía tal información, la he leído esta mañana y debo decir que con suma atención. Ahora le planteo yo una pregunta que aún no me ha quedado clara, espero no se enfade: ¿es usted masón, sí o no?

 

Antonio Gaudí se levanta y abandona el despacho con un escueto “un placer, señor Godó, gracias por recibirme”. El arquitecto siente su orgullo ofendido, pero sobre todas las cosas está confuso, pues ha podido despejar las dudas y no lo ha hecho. Prefiere marcharse sin más y dejar que los críticos de arte o cualquier periodista sigan haciendo valoraciones de todo tipo acerca de su obra. Para qué acallar rumores o habladurías cuando el ruido es algo que ni mucho menos incomoda al artista. Que hablen. Que digan, al fin y al cabo él ya es un artista consagrado. 

 

En el hall de entrada aguarda estoico e impaciente Rafael Domènech.

 

-¿Cómo ha ido?-, pregunta al arquitecto.

 

-El próximo día me compro el Solidaridad Obrera, que seguro que ahí no dicen cosas así-, comenta a mitad de camino entre el enfado y la pizca de provocación, terreno que a veces no incomoda a Gaudí.

 

Este episodio provoca que la tentación de la soberbia asalte al artista, que lleva años enfrascado simultáneamente en el proyecto más ambicioso de su carrera: el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia de Barcelona. Antonio Gaudí ya ha completado la cripta, el ábside y una parte de la llamada fachada del Nacimiento. Es, sin duda, la obra más majestuosa de cuantas ha realizado. 

¿Por qué no dar juego ahora y seguir agrandando la bola de las especulaciones? Aunque templo cristiano, no le resultaría complicado añadir a la Sagrada Familia elementos decorativos con significado un tanto ambiguos.

 

En el plano sentimental Gaudí siempre ha sido fiel al primer estado civil de todo hombre: soltero. No es un hombre afortunado en las relaciones amorosas con mujeres. Hubo un tiempo en el que se enamoró profundamente de Pepeta Moreu, una profesora de piano y de idiomas en la escuela de la Cooperativa Mataronense. Ha sido, quizá, su relación más estable. Lo que vino después fue algo más inconcreto y frustrante. Una fue Antonia Peláez, de fe protestante y que acabaría decantándose por los hábitos de monja. De este final inesperado nunca se recuperó el artista, al quien tampoco ayuda su carácter cerrado y el trato excesivamente tímido que dispensa a las mujeres. A decir verdad, a lo único que Gaudí se entrega en cuerpo y alma es al arte, su única y verdadera pasión. De tal manera que el resto de cosas de la vida no merecieran otra cosa que pasar a un segundo plano, en el que las mujeres no son más que distracciones para el elevado lugar, el de la posteridad, al que aspira el genio. Pero él lucha contra ese destino y quiere convencerse de que no es la vanidad lo que propicia su soledad y sus reiterados fracasos amorosos, sino que todo es cuestión de mala suerte.

 

-He de hablar urgentemente con Eusebio Güell-, promete Gaudí.

 

-No es necesario ahora-, responde Domènech.

 

La mención al hombre que financia el proyecto de Antonio pone de los nervios a Rafael, su marchante de arte de toda la vida, algo de lo que puede presumir. Otra cosa será de dinero, que ahí no hay competencia posible con el poderoso músculo financiero del esposo de la hija mayor del marqués de Comillas. Rafael se sabe a la sombra del empresario que ha logrado amasar una de las fortunas más grandes de España. Cualquier artista suspiraría por tenerlo de mecenas, un lujo tan solo al alcance de privilegiados como Antonio Gaudí. El talento llama al talento, es decir, el dinero llama al dinero.

 

-No puedo ocultarle lo que dicen que hago con su parque, sería desleal por mi parte. Aunque mi conciencia está tranquila tengo que reunirme con él y decírselo, el señor Güell es un hombre de fe, estoy seguro que le causará un serio disgusto que relacionen su parque con la masonería.


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 17 [Noticia bomba]