lunes. 01.07.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 16 [Princesa y mendiga]

El burdel reporta a Enriqueta cada vez mayores beneficios. El negocio marcha y cualquiera en su lugar irradiaría alegría, felicidad, qué menos que darse un capricho de vez en cuando. Pero a Enriqueta le cuesta sonreír. Por las mañanas sale de casa mal vestida, con ropa tan vieja y desgastada que se diría una de las mujeres que mendigan junto a restaurantes e iglesias porque no tienen apenas para dar de comer a su familia. Las más necesitadas, esto bien lo sabe, caen directamente en la prostitución. Quizá el vestir así es la única forma que Enriqueta tiene de no llamar la atención en el peligroso negocio del proxenetismo, prefiere ver a sus putas y parecer una más, nada de llevar joyas encima, ni caros anillos, colgantes de oro o abrigos que, sin duda, su posición de madame le permite comprar. La infeliz Enriqueta lleva meses viviendo de nuevo con Pujaló, al que ha confesado su anhelo de ser madre, sueño de momento tan estéril como obsesivamente buscado: nada puede reprocharle a Joan, que cada noche pone todo de su parte desde hace meses. Y en esta frustración Enriqueta hunde todo su ánimo y hace que los días le parezcan angustiosamente eternos, una losa pesada con la que carga desde antes incluso de salir de la cama cada mañana. Hace tiempo que a Joan ya nada le sorprende en torno a Enriqueta, pero el comportamiento bipolar de su mujer se acentúa con el paso del tiempo. Pujaló sabe que a su esposa le ha costado un mundo abrirse y contarle su secreto más profundo de ser madre, una obsesión que Enriqueta no logra sacudirse ni con el placer carnal -dentro o fuera de casa- al que tantas veces recurre.

 

Es verdad que también tiene sus cosas positivas: desde que Enriqueta persigue el embarazo nunca ha pasado tanto tiempo como ahora al lado de Joan, con el que incluso hasta come y cena en un mismo día, un hito que el pintor no recuerda casi desde el día que ella le dijo ‘sí quiero’ ante el altar. Esta fidelidad interesada y provocada por las circunstancias produce, sin embargo, daños colaterales en terceras personas. Una de ellas es Carles Samaranch, que aún espera ver cumplida la promesa de la puta, su puta, Enriqueta, de organizar una orgía en su casa. Fue lo que ella le susurró tras un coito la última vez que se vieron en el piso de la calle Poniente. Desde entonces Samaranch espera impaciente la invitación a la bacanal prometida -una más, pero no una cualquiera- por la mujer que logró seducirle de tal manera que hasta le confesó su nombre, una de las normas no escritas prohibidas para todos aquellos que participan en las orgías.

 

Hoy Enriqueta no va a casa a comer, prefiere hacerlo sola en su piso de la calle Poniente número 29. Tiene alguna dificultad para abrir la puerta del entresuelo primero del edificio, luego tropieza con algo: hay un montón de cartas en el suelo. No parece muy interesada en ellas, sobre todo cuando ve que en una el remitente es de Sant Feliu de Llobregat. “Será mi madre o mi tía”, piensa, y con cierto desdén le da una leve patada. Ese movimiento ha propiciado que quede al descubierto una carta que había debajo de ésta. Sin ni siquiera agacharse levemente es capaz de ver con nitidez el nombre del remitente: Samaranch. Ahora sí se agacha, coge el sobre y lo rasga con impaciencia. La carta dice así:


“Estimada Enriqueta, hace mucho que no sé de ti. No sólo me gustaría que me escribieras y saber por qué has desaparecido, sino volverte a ver. Te extraño más de lo que imaginas, y puesto a ser sincero he de reconocer que desde que estuve en tu casa no he vuelto a estar con ninguna otra mujer. No creas tampoco que he olvidado tu promesa de realizar un encuentro en tu casa. Si te has arrepentido por ello no te lo tendré en cuenta, más bien casi lo prefiero, mi único anhelo es verte, estar contigo a solas, estoy seguro de que podrás comprenderlo. Como también entendería que ya no quieras unirte a los encuentros organizados por nosotros, si tú me lo pides yo dejaré de asistir a los mismos. Me puedes escribir a la dirección que indico en el remite, es totalmente segura. Afectuosamente tuyo, Carles”.

 

Enriqueta desconfía, la carta parece más la de un hombre enamorado que la de alguien asiduo a las orgías y al vicio, un tipo que no puede vivir sin las prostitutas. Si lo que dice es cierto, y ella mucho se teme que en el fondo es así, Carles Samaranch está perdidamente ¿enamorado?, ¿encaprichado? de Enriqueta. Quizá solo sea vicio, pero es la primera vez que Enriqueta recibe una carta de un cliente, aunque por el tono empleado más bien pareciera la de un admirador. “Le han faltado las flores”, se dice Enriqueta burlándose del hombre. Por un momento está tentada de responderle y escribirle a la dirección facilitada: es seguro que no se trata de su domicilio, ¿será capaz de tanto descaro un hombre casado? Enriqueta lo cree capaz de cualquier cosa, aunque seguro que este hombre no es tan tonto como para cartearse con una prostituta desde su propio domicilio. Ahora que lo piensa, esta dirección no corresponde a la de la casa de Samaranch en la que se celebró la última de las orgías a la que asistió Enriqueta. Aunque el anfitrión no lo supiese, ella sabe que es banquero y que aquella casa era suya: no se le pasó por alto el detalle de ir a mirar el buzón una vez acabada la velada. “Familia Sr. Carles Samaranch Semper”, se leía en un pequeño letrero del buzón. Otra cosa era en el interior del piso, donde no puede decirse que Samaranch no pusiera todo el empeño en ocultar todo cuanto pudiese revelar la existencia de una vida familiar y feliz en el mismo lugar que esa misma noche estaba entregado al vicio y la depravación.    

 

Cae la tarde otoñal y bellísima, los últimos rayos del sol se reflejan en las azoteas de los edificios de la calle Poniente, cuyo nombre tiene más sentido que nunca a esta hora vespertina. El día no acaba de morir y aún se ve en las calles sin necesidad de encender la luz eléctrica, con lo que hay es suficiente para contemplar la salida del portal del número 29 de una señora perfectamente vestida y, aunque clásica, diríase que hasta llama la atención por su fina elegancia, tan inusual en el Raval. La señora camina entre un montón de gentes que apenas usa otra ropa en toda la semana, hombres que llegan de la fábrica sucios y desprendiendo mal olor, niños famélicos en brazos de sus madres y numerosos perros callejeros portadores de pulgas. A ese escenario se enfrenta esta señora, que camina desafiante, oliendo a colonia y con un aire como de gustarse por cuanto destaca en contraste con la mugre que abunda en la calle Poniente. ¿A dónde irá esta mujer?, parece que se preguntan todos los que la contemplan entra la admiración y la envidia. Mayor es la sorpresa cuando la misteriosa señora entra en un vehículo, tan infrecuentes por la zona. Se trata de uno de los automóviles de plaza, ya conocidos como taxis, que poco a poco van sustituyendo a los coches de caballo por toda la ciudad. El vehículo pertenece a la Hispano-Suiza de Automóviles, un precioso coche negro que tiene la novedad de una bocina incorporada para alertar a los viandantes más despistados. Sin duda le ha cogido gusto al claxon el conductor del taxi, que no para de tocarlo en cuanto ve la carretera llena de gente. “meeeec, meeeec”, y todo el mundo se aparta del camino de este vehículo con cierta admiración. 

 

-¿Dónde me ha dicho que hay que llevarle, señora?-, pregunta el taxista.

 

-Al hospital de la Santa Cruz, por favor, es la perpendicular a la calle del Carme.

 

-Descuide, señora, sé perfectamente dónde se ubica. ¿Pero no le compensa ir a pie? Es que no está ni a 300 metros y me da apuro cobrarle la carrera.

 

Este comentario no ha gustado a la elegante mujer, que resuelve el consejo de manera cortante:

 

-Usted conduzca.

 

-Disculpe, así lo haré.

 

El coche se detiene ante la puerta del viejo hospital, un precioso edificio gótico construido en el siglo XV. A la señora parece que le ha molestado el comentario del taxista, por lo que tras sacar el dinero del bolso y pagar por el servicio tan solo se limita a decir “quédese con el cambio”, sin tan siquiera dar las gracias o decir adiós. 

 

Como en venganza por tan grosero comportamiento, la señora sufre una fuerte indisposición antes de subir las escalinatas que dan acceso al hospital. Siente náuseas y fuertes mareos, agacha la cabeza y cuando está a punto de vomitar una enfermera acude en su auxilio, le agarra de la mano y se la lleva al servicio de urgencias. Al atravesar el vestíbulo del viejo hospital caminan a paso lento, casi arrastrándose por momentos, y un nuevo mareo hace que la señora caiga al suelo. La enfermera pide un médico a gritos y una camilla para trasladar a la mujer a una habitación. Minutos después la mujer abre los ojos y se despierta en una cama. A su alrededor tiene a la misma enfermera que le ha atendido abajo y a un hombre con bata blanca que le sonríe y se presenta como el doctor Santiago Vallés.

 

-No se preocupe, está usted bien, tan sólo ha sufrido un mareo sin consecuencias. Le voy a pedir, si ya se siente con fuerzas, que se levante, camine y se tumbe en aquella camilla.

 

La mujer se incorpora de la cama y pone el primer pie en el suelo sin que sus brazos se suelten del colchón. Es al apoyarse con la segunda pierna en tierra firme cuando se da cuenta de que el mareo persiste: a duras penas es capaz de guardar el equilibrio. El doctor Vallés coge la mano de la paciente y la acompaña, mal que bien, hacia la camilla. Ella, confiada, suelta la ayuda y da unos pasos hacia el objetivo. El médico le pide que se tumbe en la camilla, pero justo en ese momento la mujer vomita todo.  

 

Unos minutos después parece recuperarse, así que el doctor Santiago Vallés comienza, al fin, la exploración. 

 

-¿Siente náuseas y vomita de manera regular?

 

-Las últimas semanas he ido al baño más de la cuenta. Los mareos y vómitos son constantes. 

 

El doctor observa que las pupilas de la mujer están algo dilatadas, aunque no le da excesiva importancia. Comprueba el ritmo cardíaco, ninguna sorpresa. No tiene fiebre ni problemas estomacales. El doctor se detiene y adopta una pose pensativa:

 

-¿Cuál fue la última vez que tuvo una menstruación?

-Hace más de dos meses, yo diría que incluso 12 semanas.

 

El médico le pide que se quite la ropa. Ahora es la vagina la que se somete a exploración. El doctor sale de dudas en un minuto. “Está usted embarazada”, le anuncia.

 

El rostro de la mujer queda petrificado y su mirada perdida, ha escuchado perfectamente al doctor, pero no articula palabra. De momento no parece capaz de reaccionar de ninguna manera. El diagnóstico de Santiago Vallés -ya no olvidará este nombre- le ha dejado desconcertada. “Es imposible, es imposible”, repite. Por fin dice algo la mujer, que levanta la cabeza y pregunta al doctor:

 

-¿Está usted seguro? ¿No se habrá equivocado? Yo nunca me he quedado embarazada en mis 34 años, y no puedo decirle que no lo haya intentado. Tengo marido, ¿sabe?

 

El médico de urgencias asiente y está convencido -a pesar de la extraña reacción de la mujer- que ella ha recibido la noticia con sincera alegría.

 

-Por cierto, todavía no se lo he preguntado, ¿cómo se llama usted?

 

-Enriqueta Martí.

 

Al fin lo ha conseguido: Enriqueta está embarazada.



 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 16 [Princesa y mendiga]