lunes. 01.07.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 15 [Días de poniente]

No sabe cómo, pero el capitán ha entregado su confianza a Francisco, al que acompaña al piso. En realidad, el brigadilla no tiene ni idea de dónde está. Por este motivo necesita una coartada, un soplo que le sitúe con certeza ante la casa de las orgías. ¿Será la de la familia del capitán? Francisco alberga pocas dudas al respecto, pero tampoco el capitán Milá ha dicho cuál es la casa que él y sus hermanos heredaron de los padres. Francisco traza un rumbo fijo para dar la mayor sensación de normalidad posible. Solo hay dos lugares a los que Francisco puede ir casi con los ojos cerrados: uno es el Marsella -al que hace tiempo, quizá una semana, que no visita-, y el otro es el estanco de Isidro, uno de sus puntos de información habituales. 

 

-Por cierto, Arturo, no me ha dicho en qué numeró está el piso en el que vivieron con sus padres. 

 

-No se equivoque, es usted el que me va llevar al lugar ese tan terrible en el que dice que se celebran orgías con niños. Si tan convencido está de que se ha producido en nuestra casa, no sé qué hace preguntándome eso. Usted lléveme al lugar y yo le diré si se trata o no de nuestro piso.

 

Francisco utiliza uno de los recursos que le enseñaron al poco de ingresar en el servicio secreto de la Guardia Civil y saca de su chaqueta un papel que simula valioso. A continuación lo lee rápidamente para introducirlo en el bolsillo de su chaqueta de tal manera que el capitán Milá no tenga tiempo de ver, aunque sea de reojo, qué es lo que hay escrito en el dichoso papel. Francisco dice algo en bajito y deja la mirada perdida como si estuviera memorizando la dirección de la casa. A ver si el capitán se traga el engaño. Pero a donde llegan es al Bar Marsella, que con la excusa del tremendo calor húmedo que hace hoy en Barcelona, Francisco propone tomar unas cervezas. “Con este poniente no hay quien pueda”, un lamento que suena nuevamente a excusa pero que el propio Arturo acoge con más urgencia que resignación. 

 

Quedan unos metros para alcanzar la entrada del Marsella y el brigada Martorell se extraña porque no la recuerda tan limpia, quizá es porque está acostumbrado a venir de noche: ya no recuerda la última vez en que lo hizo de día, a la hora del aperitivo. De pronto, en su camino se cruza una cara conocida, la ha visto en algún lado, está convencido. Es un hombre que también se le queda mirando aunque baja la cabeza al ver que Francisco mantiene la mirada fija. ¿Quién es? Joder, a ese lo he visto yo en el estanco de Isidro, farfulla Francisco. Pocas sensaciones más desesperantes que la de reconocer una cara a la que no pones nombre. En el último momento, el hombre cambia de rumbo y pasa de largo ante el Marsella, se diría que le ha incomodado la presencia de Francisco. Es ahora, con más motivo, cuando Francisco va a por él. 

 

-¡Disculpe!-, aborda Francisco al huidizo caballero que no se da por aludido hasta que las interpelaciones del brigada las realiza casi en su mismo rostro. 

 

-Perdone que le moleste, pero es que sé que le conozco de algo, y no recuerdo su nombre. Creo recordar que le he visto alguna vez en el estanco de Isidro-, explica Francisco.

 

-Así es, mi nombre es Joan Pujaló, recuerdo aquel día perfectamente, y si la memoria no me falla usted se llama Martorell. 

 

El brigada asiente con la cabeza e invita a Joan a entrar al Marsella. “Venga, tómese algo con nosotros”, le dice mientras señala al capitán. “Arturo Milá, encantado”, se presenta y estrecha la mano de Pujaló, al que le cambia la expresión de la cara al escuchar el apellido; si lo llega a saber se inventa cualquier excusa para irse de allí. ¿Quién me mandaría a mí meterme donde no me llaman?, piensa Pujaló sobre su irrupción en el estanco de Isidro. Al menos no estoy en Els Quatre Gats, se consuela. Francisco entra el primero en el Marsella. Enseguida es saludado y recibido por uno de los camareros. “Bienvenido, Paco”. Martorell se acerca a la barra y le pide al camarero una mesa un tanto apartada, hay cosas importantes de las que hablar. Los deseos del brigada son concedidos en el Marsella, donde está como en casa, así que recibe la mesa solicitada en una esquina del local. Martorell, fiel a sus costumbres, toma asiento de cara a la puerta. Este detalle no pasa desapercibido para Arturo, que sin embargo prefiere hacerse el loco. Joan y Arturo se sientan enfrente del brigadilla. Francisco pide cerveza para todos, pero el capitán le interrumpe y pide vermú. Joan guarda silencio, así que cerveza también para él.

 

-Bueno, Joan, me alegro de verle-, arranca Francisco. Joan presiente que hoy le va a tocar remover algunas cosas que desearía no haber conocido nunca. El brigada quiere dar la impresión de que esto no es un interrogatorio, sino tres hombres que conversan en un bar alrededor de unas copas. Francisco percibe que Pujaló está algo tenso, de modo que comienza con una pregunta suave como hacen los periodistas que buscan que su entrevistado baje la guardia desde el principio:

 

-Y bueno, Joan, ¿qué tal va la pintura? Se me olvidó su nombre, pero no que se dedicaba al arte-, dice Francisco entre risas.

 

-Ya sabe, luchando. Uno siempre trata de no perder la creatividad, por eso dibujo a diario. Otra cosa es que la suerte acompañe, que eso es más difícil. Ya sabe usted que el mundo del arte es, cómo decirlo, excesivamente endogámico. No se crea que me entusiasma la bohemia y todo lo que hay alrededor de la misma. Por fuera todo parece idílico, pero le aseguro que las cosas no siempre son lo que parecen. 

 

Joan lo ha dicho empleando un tono triste, diríase que en cierto modo amargo y resignado. Martorell cree que es el momento de atacar. 

 

-Por cierto, se acordará usted de que el día que nos conocimos en el estanco aparecieron hablando dos jóvenes. Según nos dijo, uno de ellos era el hijo de Rafael Domènech, famoso marchante de arte. Y que iba hablando de algo de una orgía en casa de un tal Milá.

 

-Sí, este chaval ha sido detenido. Se llama Luciano. Y dicen que por participar en una orgía en la que había menores y en la que apareció una mujer muerta; fue en la casa de Milá, de eso estoy seguro. Lo leí en los periódicos-, añade Joan de manera precipitada, tan poco natural que suena a justificación.

 

Francisco se frota las manos con la información que procesa de manera lenta, pero muestra un punto de indiferencia, como si en realidad todo esto no fuera más que una conversación de barra de bar, un chisme sin más fundamento que el de acompañar un agradable rato entre tragos. No es que el brigada no lea los periódicos ni esté al corriente de lo que pasa en la ciudad, lo que celebra es que Joan, como ocurrió el día que lo vio comprando tabaco, se moja con naturalidad en un tema tan espinoso. Quizás es que desde fuera no se percibe ni la importancia ni la dimensión real del asunto. Martorell, casi de forma instintiva, se acuerda del teniente Nieto y de su ultimátum, la mejor excusa para que el brigada se decida a pedir otra ronda, luego llega la tercera y hasta la cuarta. Sabe que el alcohol juega a su favor, o sea, en el terreno de la verdad. 

La ingesta de cerveza obliga a Pujaló a ir al cuarto de baño, momento que Arturo Milá, que apenas ha levantado la cabeza del vaso ni ha abierto la boca para otra cosa que no sea beber, le da a Francisco de su propia medicina:

 

-Venga, Francisco, a mí no me jodas. ¿Eres poli o qué?

 

A Francisco le sale una sonrisa mientras apura la cuarta cerveza. Suelta el vaso y posa su mirada en su interlocutor: ahora sólo ve a su capitán, al héroe de El Caney, al hombre que admira a pesar de los vaivenes de los últimos años. 

Le mira a los ojos, casi emocionado, y cree que sería un miserable si no le contase la verdad. El brigada jamás ha roto la regla número uno de los servicios secretos: no dar a conocer a nadie su pertenencia ni siquiera en momentos en los que su propia vida pueda estar en peligro. No está ni muchos menos en una situación parecida, pero el brigada lo confiesa todo: que es miembro de la Brigada secreta de información de la Guardia Civil, que se hace pasar por proxeneta en el barrio chino, que le ha encontrado porque pidió un informe detallado sobre él y que si lo pidió fue porque está investigando la muerte de varias prostitutas y, especialmente, lo de las orgías en el piso de un tal Milá, asunto del que Arturo ya está al corriente.

 

-Lo he sospechado desde el principio, Martorell. Ya me puedes hablar de tú. 

Ah, y una cosa te garantizo: no tengo nada que ver con eso de las orgías. En cuanto salgamos de aquí te llevo, si quieres, al piso de mis padres. Si te puedo ayudar a detener a esos miserables, bienvenido sea.

 

No puede decirse que la confesión de Martorell -irremediablemente precipitada por la desesperación y las ganas de que Pujaló cuente todo lo que sabe, pero también en parte por las cuatro cervezas que el brigadilla se ha bebido con sed de beduino- haya sido acogida con sorpresa por Milá, que no muestra ningún miedo a estar ante un guardia civil más que ante un viejo camarada. El tiempo pasa y todos cambiamos, piensa el antiguo capitán. Francisco sonríe aliviado por ello, pero también porque no deja de ser irónico, después de todo, que la estrategia de beber haya obtenido el resultado contrario al previsto: nadie más que él se ha sincerado en esta esquina del bar Marsella. Ahora queda Pujaló.

 

-Qué bueno que ya estás de vuelta, Joan, -le recibe un animado Francisco, que tiene la sensación de haberse quitado un gran peso de encima-. Estaba pensando en que si es verdad todo lo que cuentan los periódicos es para matar a esos miserables. ¡Malditos pederastas! ¡Asesinos! ¡Gentuza así debería acabar 

en el garrote! El brigada parece fuera de sí por un instante, pero su cólera suscita una reacción más que empática en Joan, que asiente con la cabeza, casi emocionado, y se monta en el tren de la indignación. “¡Asquerosos!, ¡miserables!, si hay justicia los culpables tendrán que pagar por tanto sufrimiento ajeno!”.

 

-Joan, usted debe de saber algo, ¿no? ¿Qué se cuenta en los ambientes artísticos? Según me dijo, Rafael Domènech es hombre influyente, supongo que el asunto debe ser la comidilla entre los que se mueven en ese mundo.

 

-Domènech es el marchante de arte de un pintor reconocido que se llama Pablo Picasso. También lo es del escultor Antonio Gaudí. Se trata de una persona muy influyente en estos círculos, a cualquiera que se dedica al arte no le resulta ajeno este nombre. Yo abandoné este ambiente, y no porque no haya triunfado en la pintura, algo que reconozco, sino porque detesto todo cuanto tenga relación con el mismo. Ya le he dicho que no es oro todo lo que reluce. 

 

De pronto, Francisco busca al camarero al que dedica un gesto sutil que es interpretado sin lugar a la equivocación: la quinta ronda llega a la mesa. 

Joan continúa a lo suyo, pero se le quiebra la voz y se hace el silencio.

 

-Siga Joan-, le anima Francisco.

 

-Es que, verá, no es fácil lo que voy a decirle. Comenzaré por el final: sé dónde está el piso del que todos hablan, porque yo estuve allí. Pero no piensen mal, no tengo nada que ver con esas cosas horribles que se cuentan. El caso es que un día en Els Quatre Gats me ofrecieron asistir a una velada literaria, algo que entendí como una oportunidad para conocer a artistas y hacer contactos en el mundo de la pintura, esencial para quien quiera meter cabeza en la profesión. Pensé que la velada tendría lugar en el bar, pues me citaron en la misma puerta del local, pero desde allí fuimos a pie unas ocho o diez personas hasta un piso del paseo de Gracia. Lo que se suponía una tertulia, en realidad era orgía, todo muy tétrico. La casa estaba a oscuras y los participantes, que debían cubrirse el rostro con una máscara, tenían la opción de entrar a varias habitaciones en las que se suponía que había prostitutas. Y digo suponía porque justo antes de marcharme de allí escuché llantos de niños. Estoy completamente seguro de ello. Todavía tengo escalofríos y ganas de vomitar. Limpiarse del todo de esa basura no es fácil: estas miasmas del alma son aliadas de la imaginación y yo…



 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 15 [Días de poniente]