lunes. 01.07.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 13 [Llantos sin azúcar]

Teresita se ha despertado llorando en mitad de la noche. El ambiente está cargado en casa de los Guitart, donde el calor sofocante de agosto se concentra en los muros y tabiques del pequeño piso de la calle Ferlandina en el que la pequeña de cinco años vive junto a su hermano mayor Marcos y sus padres, Ana y Gerardo, amén de otra familia con dos hijos que ocupa la otra mitad de la casa, esto es, la segunda habitación, la única con ventana. Los Guitart, procedentes de Figueres, llegaron los últimos, de modo que no tuvieron opción de elegir, y eso a pesar del embarazo que traía Ana y de que Marcos era por entonces un bebé de dieciocho meses. No hay piedad cuando el de enfrente está igual o peor; así que la familia de Figueres puso al mal tiempo buena cara y recibió con una sonrisa el cuarto lúgubre y húmedo en invierno, que se transforma en caluroso y asfixiante en verano.  

 

Esta noche Teresita no ha logrado conciliar más de tres horas seguidas el sueño, no parece que haya tenido una pesadilla o padezca de pronto tuberculosis o cualquier otra enfermedad de las que abundan por el barrio chino. Lo de esta pequeña es más sencillo: otra noche más se ha ido a la cama sin apenas echarse algo a la boca, un trozo de pan duro es todo lo que la valerosa madre ha podido conseguir para dar de cenar a sus hijos. Ana sufre por ello, así que son muchas las tardes en las que acude al carrer del Arc del Teatre a tratar de meterse dentro de la ropa la comida -no siempre en el mejor estado- que allí se revende, pero el hambre lo justifica todo. Se venden sobras de los almuerzos y meriendas que se ofrecen en las casas más señoriales en las que trabajan de asistenta muchas de estas mujeres que viven en el barrio chino: la necesidad apremia y, a pesar del peligro de despido que corren por guardarse algún trozo de carne o fruta a escondidas de sus señores, el hambre de sus hijos es tal que el crimen sería no correr el riesgo. También llega algo de comida de lo que se tira en las cocinas de los restaurantes de la zona de la plaza de Cataluña. Pan, embutidos, sardinas en latas de conserva, huevos y a veces hasta gallinas vivas. Que ella y Gerardo se vayan la mayoría de días a la cama sin cenar es algo a lo que están acostumbrados. No van a lamentarse a estas alturas. Teresita llora, sus llantos han despertado a casi todos. Sus padres tratan de consolarla inútilmente contándole un cuento. Por suerte para Marcos, él duerme profundamente, diríase que feliz, ajeno a los golpes que da la vida en un barrio en el que el hambre no respeta ni a los niños.  

 

Dos pesetas al mes es lo que Gerardo recibe por trabajar en una fábrica de conservas. Sardinas, atún y calamares. Los dueños del negocio conocen las vicisitudes que atraviesan incluso los que tienen trabajo en esta Barcelona industrial, por eso los empleados son registrados a diario al salir y al entrar de la fábrica tal y como sucede en otros negocios, como la industria del tabaco. Así se combate el estraperlo, aunque al contrario que con los cigarros, en el caso de las latas de conserva casi todos los trabajadores se arriesgarían a sacarlas de allí para dar de comer a su familia. A veces los vecinos, ingenuamente, piden comida a Gerardo creyendo que el trabajar en la fábrica implica llevarse latas de conserva cuando quiera. También deben de pensarlo los gatos, que en más de una ocasión han perseguido a Gerardo al llegar al barrio debido al fortísimo olor a pescado que desprende y que, por mucho que se lave las manos, no hay día en que no pareciera que se lleva la fábrica entera a casa. 

 

Se podría decir que el de Gerardo es el único sueldo que entra en casa, Ana demasiado tiene con quedarse cuidando de los niños. Es verdad que a veces friega las escaleras de una vivienda cercana, pero no son más de dos céntimos de peseta lo que le pagan. Una miseria. La vida nunca les ha puesto las cosas fáciles a los Guitart, precisamente por ello sus ganas de vivir y de sobreponerse a la adversidad son admirables. Pese a todo, el Raval es una buena escuela de vida, nadie regala nada y lo poco que uno tiene se valora como oro macizo. Gerardo tiene una frase que susurra al oído de Ana en los días más difíciles: “El sufrimiento acerca a Dios”, aunque a veces el propio Gerardo duda de todo, hasta de su fe, en esta ciudad masificada y cada vez menos pudorosa en su inercia al vicio.     

 

Ana logra dormir de nuevo a Teresita, una niña especial, a la que dio el pecho hasta los veinte meses. A la pequeña le encanta salir de paseo con su madre, es una niña despierta y muy observadora. Cuando bajan a la calle, ella se queda embelesada con los músicos ambulantes apostados en el Raval, los traperos, y los niños de su edad que ya caminan solos sin la protección de sus padres. Quizá esto último es lo que más le sorprende. “Mamá, ¿por qué hay niños que van solos?” Y entonces Ana se hace la sorda y deja la pregunta correr. Pero hoy Teresita insiste con la cuestión, mamá no tiene más remedio que soltarle varias verdades a su hija. “Son niños que no tienen padres y se tienen que ganar la vida por sí solos, lo hacen para comer. Pero hay otros que son sus propios padres los que les ordenan que roben, y en muchos casos hay hombres malos, que no son sus padres, los que obligan a estos niños a robar y a hacer cosas malas”.  

 

“¿Niños sin padres, mamá?” La pregunta de la pequeña Teresita encierra todo un descubrimiento infantil: aunque su mundo no sea perfecto, y para ella sí lo es, fuera, lejos de papá y mamá, hay otro mundo hostil al que no le gustaría enfrentarse. Todo esto lo ha comprendido hoy viendo a esos niños descalzos que piden en las esquinas, los que corretean buscando la suerte de una moneda o los más espabilados que esperan un descuido para meter la mano en cualquier bolsillo y sacar una cartera. Hay niños, y Ana lo sabe, que hacen cosas bastante peores que robar. Corre el rumor de que algunos han desaparecido en los últimos meses y, lo más inquietante, luego vuelven narrando historias de otros niños que viven en unas casas en las que les encierran y ya nunca regresan. 

Es probable que algunas de las chicas que, llegadas a la edad adulta, acaban ejerciendo la prostitución en uno de los burdeles que abundan entre el puerto y la plaza de Cataluña, fuesen recogidas de la calle cuando pequeñas. Es una hipótesis de lo más probable, pues es fácil que un niño diga ‘sí’ a casi todo cuando deambula por las calles en busca de comida. 

 

-¡Ah!, me haces daño-, se duele Teresita mientras se sacude la mano izquierda de la derecha de su madre. La niña se mira la mano, enrojecida, por la presión ejercida por mamá.

 

Ana la lleva bien agarrada, no vaya a llevarse un disgusto innecesario ahora que le ha dado por pensar en toda aquella historia. Pero casi le irrita más acordarse de lo relajada que va siempre cuando pasea con su hijo mayor, a quien siempre ha visto con más desparpajo y responsabilidad, circunstancia que no desaprovecha para recordársela a Teresita.

 

-Tu hermano siempre va a mi lado, por eso no hace falta ni que me agarre la mano, me puedo fiar de él. 

 

La madre cambia de lado y le da la mano enseguida. Mientras Teresita agacha levemente la cabeza, ve a su hermano Marcos, de lejos, jugando con más niños a la altura de la calle del Carmen. Algún día, piensa la menuda Teresita, ella también podrá ir por su cuenta sin la atenta vigilancia de su madre. Y sabe que para lograrlo, como todo lo que logra, es gracias a papá, a quien pocas veces puede sacarle un ‘no’. Porque papá, ay papá, no disimula lo más mínimo que Teresita es su debilidad. Es tan noble Gerardo que a veces hasta se lo cuenta a su confesor, el padre Martín Sarmiento, como si fuera el peor de los pecados.

 

Es Gerardo hombre de misa diaria y comunión. Y amigo de las cosas bien hechas, que a él nunca se le ocurre eso de comulgar de cualquier forma: siempre lo hace después de acudir a la confesión en el caso de que esté en pecado mortal. Al llegar a la ciudad, y a este barrio que el primer día le pareció dejado de la mano de Dios, Gerardo vio la luz cuando pasó por delante de la parroquia de San Agustín. Desde entonces no se pierde una misa del padre Martín Sarmiento, el párroco, del que gusta oír sus homilías tanto o más que los consejos que le da en la intimidad del confesionario. La verdad es que en el padre Sarmiento tiene Gerardo a la única persona a la que le cuenta todas sus miserias y debilidades, es su sostén fuera de Ana y los niños. Un día, entre desesperado y depresivo, Gerardo le dice al páter que no puede más, que lo deja todo -habla de su familia, claro- y se marcha a cualquier lugar que no sea Barcelona. Es una huida hacia adelante en toda regla y no es la primera vez que al padre Martín Sarmiento le vienen con ésas. Él escucha con atención, espera a que Gerardo acabe de desahogarse y no arranca hasta pasados unos segundos, de modo que deja que el silencio haga su trabajo. Entonces el páter ya sabe lo que tiene que decir, y comienza recitando un pasaje del nuevo testamento: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. Es San Mateo 11, 28. De nuevo, más silencio.

 

Ahora el que lo rompe es Gerardo:

 

-Hay días en que no puedo con nada, me faltan las fuerzas para sacar adelante cualquier tarea. Lo peor es que no tengo agallas de contárselo a mi mujer porque en el fondo también he pensado en dejarlo todo, y eso incluye a mi familia. Me frustro porque mi trabajo apenas me llega para mantenerlos, por eso se me ha pasado por la cabeza cualquier cosa. Desde dejarlos aquí y marcharme a cualquier parte para no ver cómo sufren, hasta dedicarme al estraperlo o la delincuencia. Usted sabe mejor que nadie que estamos en un barrio en el que la tentación aparece en cada esquina, y ya sé que eso no es excusa, pero la vida a veces se hace cuesta arriba. 

 

-Hijo, sin duda tiene que rezar más. La oración todo lo puede, incluso doblegar al diablo que siempre viene a buscarnos. Rece todo lo que pueda, especialmente en los días más negros, pídale a la virgen de Montserrat y no tema, ella es nuestra madre. Ah, y recuerde que su Hijo ya ha ganado porque nos ha salvado a todos. No se preocupe tanto y sea valiente. Por eso le digo que lo mejor es que, como decía San Jerónimo, trabaje en algo, para que el diablo le encuentre siempre ocupado. Usted ama a su familia y no va a cometer ninguna tontería, estoy seguro.

 

El padre Sarmiento otorga la absolución sacerdotal y Gerardo promete cumplir rápido la penitencia: tres Ave María y tres Padrenuestro en este momento, y en casa un rosario en familia todas las noches, previo a dormir. Antes de salir de la iglesia de San Agustín, Gerardo se santigua y se postra ante el altar mayor donde reposa el Santísimo. La próxima vez que tenga dudas, se promete, vendrá a la adoración al Santísimo Sacramento.


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 13 [Llantos sin azúcar]