lunes. 01.07.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 12 [Anarquismo en el muelle]

El año 1907 se despide dejando más de una decena de huelgas en la capital de Cataluña. La clase obrera va ganando cada vez más conciencia de sí misma al tiempo que crecen las masas proletarias por toda la ciudad. Casi todos los barrios son testigos del hacinamiento y la insalubridad que provoca el fenómeno de la industrialización, con su reclamo de mano de obra en las fábricas a las que se incorporan miles de hombres llegados del campo. Estos hombres arriban a cualquier barrio y viven como si siguieran inmersos en la rutina más rústica y salvaje. Las ventanas y balcones sirven para secar la ropa que se ha lavado -y a veces ni eso- a mano y los días de calor las gentes salen en oleadas a la calle ocupando aceras en las que instalan sillas. Así se pasan horas, reunidos en semicírculos en los que disfrutan de conversación y buena compañía, es la única forma de mantener el espíritu de comunidad en el que han crecido. El agro inunda el barrio de una ciudad a la que, sin embargo, se le va poniendo cara de moderna. Al menos es la cara que quiere mostrar el poder, la Barcelona oficial. Otra cosa son los barrios populares, donde solo hay hombres con callos en las manos y rostros arrugadísimos castigados por el sol. Es imposible disimular un pasado jornalero, diríase que los braceros del campo lo llevan inscrito en la mirada, en el alma. En ellos se han fijado los nuevos revolucionarios, son la carne de cañón predilecta para el anarcosindicalismo, un movimiento en auge que este mismo año ha fundado la confederación sindical Solidaridad Obrera en la capital catalana. Lo ha hecho sacando músculo desde el principio, de la mano de un periódico al que todos conocen como “La Soli”. Se trata del órgano oficial de propaganda, saben perfectamente la importancia de mantener a toda la clase obrera bajo un mismo techo. La Soli los llama a la lucha, a desobedecer a los patronos y a ir a la huelga tantas veces sea necesario. Ya se habla de lucha de clases, de abolición del Estado, de quema de iglesias.

 

En ese clima revuelto le gusta moverse a Francisco Martorell, que hace su trabajo bajo cualquier circunstancia o contratiempo. Durante su etapa como descargador en el puerto conoce a varios líderes sindicales, casi todos ellos pasados por el anarquismo. Varios amagos de huelga permiten al brigadilla acercarse a los cabecillas anarquistas que están detrás de cualquier maniobra, ya sea contra el patrono o la policía. Francisco se gana su confianza de la manera más sencilla: respaldando todas sus acciones. Un día, casi por inercia, es arrastrado por un tal Mauricio Cortés a la revolucionaria tarea de parar toda la actividad del puerto. Palos, piedras, cadenas y todo tipo de pinchos son empleados contra quien se resista. Hay que dar un escarmiento al esquirol. Mauricio, un bracero del campo llegado de un pueblo de Teruel, es un hombre recio y decidido a la acción. Aúna un profundo espíritu de lucha con cierto carisma al hablar, lo que no tarda en convertirle en líder absoluto de los descargadores. Mauricio está convencido de que doblegará al capital a través de este tipo de pequeñas batallas. Si los descargadores dejan de trabajar, la mercancía no se moverá de los barcos y los transportistas no podrán salir del puerto con ella. Para que salga el plan es imprescindible hacerse fuerte y reunir el máximo de trabajadores posibles. Mauricio agita un palo de forma vertical y pronuncia un encendido discurso. Las masas le contemplan con admiración, casi como al redentor que ha venido a romper las cadenas con las que llevan esclavizados tanto tiempo. Habla de siglos de opresión, de acabar con el patrono, el capital y el Estado. Cita a Bakunin: 

 

“Buscamos la abolición del Estado, la eliminación total del principio de autoridad y de tutela gubernamental, la cual, bajo el pretexto de hacer a los hombres morales y civilizarlos, los hace, por lo contrario, esclavos oprimidos y arruinados para siempre”. Por supuesto, también tiene hueco para arremeter contra la Iglesia, a la que señala como foco de todos los males y epicentro de la esclavitud del hombre que ha sido envenenado con la idea del sometimiento a Dios: “El cristianismo es la religión por excelencia, porque expone y manifiesta, en su plenitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistema religioso, que es el empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad”. 

 

La arenga es respondida con aplausos y vítores. Martorell ve cómo, irremediablemente, la euforia se va apoderando de todos. Él también participa de ella, es uno más entre la masa de infelices proletarios tan hambrientos de pan como, en muchos casos, sedientos de sangre. Mauricio Cortés ha llegado a ese punto con el que todo líder sueña: cualquier cosa que diga es jaleada acríticamente por la masa de entusiastas que le oyen, como a un mesías. Francisco Martorell no tardará en dar parte a sus superiores de las peroratas del furibundo anarquista:

 

“¿Vamos a seguir mirando cómo nos humillan? ¿Vamos a consentir que el capital siga creciendo a cambio de comprar nuestro silencio y nuestra libertad a cambio de un jornal miserable? ¿Vamos a aceptar que el Estado siga siendo ajeno a nuestro sufrimiento? ¡Hay que estar preparados para la lucha, vamos a la huelga y a lo que haga falta, camaradas!”

 

Es la manera con la que este líder echa un pulso a los de arriba. La huelga como único recurso para desafiar al poder y forzar el cierre patronal. La lógica anarquista sugiere aplastar al Estado y al empresario para evitar ser ellos mismos aplastados. No hay piedad con el enemigo de clase en el puerto de Barcelona esta mañana soleada de invierno. Todos parecen decididos a la lucha, ni un atisbo de oposición, ninguna réplica entre los anarquistas al discurso del líder, curiosamente nada que objetar entre quienes sienten repulsión a toda jerarquía. Ahora, al menos a simple vista, todos acatan con disciplina las consignas del jefe. La indignación ruidosa de la muchedumbre ha mutado, marmórea y homogénea, a un solo cuerpo, ya no hay más que un pelotón de hombres decididos a la lucha. La arenga recibida ha sido el último empujón que necesitaban para echarse al monte. Los jóvenes, siempre temperamentales, han sido los primeros en dar el paso adelante. Es ley de vida. Pero Martorell está sorprendido cuando ve que los mayores lo hacen con la misma fe: ellos sí saben a lo que se exponen al forzar una huelga violenta en la que, casi seguro, acabarán enfrentándose a la policía. Pero la desesperación espoleada por un discurso afilado es un arma imparable, por eso no se detienen a pensar en lo que pueden perder, sobre todo porque hace tiempo que ya han perdido el miedo. Estos hombres han visto detenciones, palizas y hasta algún accidente mortal. 

En el fondo toda esa entrega y determinación suscita en Francisco un gran respeto e incluso cierta admiración. 

 

“Hoy vamos a practicar la gimnasia revolucionaria”, vuelve Mauricio a dirigirse a gritos a los trabajadores.

 

Arriban los primeros barcos al puerto y Francisco Martorell recuerda lo que aprendió al poco de llegar a la Benemérita: los anarquistas son los más duros en combate. A ver cómo salgo de esta, piensa temeroso. La nave de vapor, casi en el muelle, echa abajo las defensas y desde tierra firme los trabajadores les lanzan varios cabos. El barco queda amarrado y se acercan los primeros hombres con ánimo de comunicarles los motivos que les han llevado a la huelga. De pronto, Mauricio ordena a sus hombres que procedan a descargar la mercancía: se trata de grandes cajas de tabaco. El buque viene de América. Hay un momento de indecisión, quizá solo un par de segundos, tras la orden emitida por Mauricio. ¿Se echará atrás el líder? ¿Por qué de pronto quiere descargar la mercancía cuando la orden era la de retener el barco? Antes de que el líder tenga que ordenarlo por segunda vez, un puñado de trabajadores entra en el barco y comienza a bajar las cajas. El resto contempla la escena con creciente desconfianza. ¿Será Mauricio en realidad un infiltrado de la policía? A Martorell también le ronda tal pensamiento por la cabeza. El murmullo es cada vez más intenso y Mauricio se ve en la obligación de salir al paso de las especulaciones. 

 

“Vamos a retener la mercancía, la conservaremos en tierra firme bajo nuestro poder. Nada de secuestrar también el buque, pues los marineros a bordo nada nos han hecho. Ellos son también trabajadores. Incautamos el material y decidimos, si las cosas se ponen feas, arrojarlo al mar o repartirlo entre los presentes”.

 

Los descargadores unidos a la huelga quedan satisfechos con la explicación, no así la tripulación del barco. El capitán pide explicaciones, no entiende nada, y dice que ellos no tienen la culpa de la situación. Mauricio se acerca, clama por la unidad del proletariado y les invita a unirse a la huelga. Algunos marineros, quizá exhaustos por la travesía, o sencillamente hartos de jugarse la vida de sol a sol por una miseria, se unen a la jornada de lucha. Del barco salen hombres castigados por todos los vientos y todas las soledades, por la dureza de la vida en el mar: temporales, meses en alta mar alejados de sus mujeres, amagos de naufragio y mucho alcohol para ahogar las depresiones o celebrar cualquier cosa.

 

Una pareja de guardias urbanos llega a esta zona del muelle alertada por el alboroto. Preguntan qué sucede y en seguida lo comprenden sin mucho esfuerzo: la mercancía está requisada, los hombres que la custodian lo hacen con recelo y con gesto tan desafiante que, para tratar de reinstaurar el orden y recuperar el material, haría falta algo más que otra pareja de policías. El más joven de los guardias da un paso en falso y amaga con sacar el arma para convencer a los descargadores de que devuelvan la mercancía. Craso error. 

La turba se le echa encima en cuestión de segundos. Los golpes se suceden y su pareja trata de huir para dar aviso -o quizá sólo para ponerse a salvo- del estado de anarquía desatado en el muelle. Intento frustrado, porque es alcanzado antes de que pudiera salir de allí. 

 

Francisco Martorell observa con preocupación creciente la paliza a los policías; ahora se castiga con mayor dureza al segundo por lo que consideran la peor de las traiciones, apuñalar, dejar vendido, a un compañero. Inaceptable para quienes articulan el discurso de la solidaridad y la unidad frente al egoísmo burgués del poder. 

 

“Por cobardes, así de miserables sois, que nos pegáis cuando vais armados y sois mayoría, pero huis incluso dejando a un compañero en el suelo”, se oye decir a un descargador mientras otro se desahoga golpeando varios puñetazos contra el estómago del huidizo policía. El terror se desata en cuestión de segundos, la violencia es una fiebre contagiosa contraída por la masa de obreros al completo: los hay que siguen golpenado a los agentes, ya malheridos, mientras que otros se centran en destrozar parte de las instalaciones del puerto. Queman cajas, lanzan al mar los cabos con los que se amarran los barcos y montan una barricada a la entrada del muelle a la espera de que la guardia urbana o el propio ejército acuda a reprimirlos.

 

A Francisco le entra la tentación de intervenir, los trabajadores parecen desatados. Cuando la chispa de la ira prende, ya no hay nada que hacer para contener a la turba. Mauricio llega a tiempo y pide a sus muchachos que guarden esa energía para lo que está por venir. 

 

“Soltad a los policías”, ordena.

 

Y los dos guardias se marchan, agarrados uno del otro, magullados y golpeados. Son las dos primeras víctimas de la primera huelga de 1908. No serán las últimas.



 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 12 [Anarquismo en el muelle]