lunes. 01.07.2024
Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 10 [Esterilidad]

Hay días en los que a Enriqueta Martí le envuelve una especie de melancolía de lo más traicionera. Es una voz interior que le susurra qué sería de su vida si se hubiese quedado con su madre y su tía en Sant Feliu de Llobregat. ¿Habría conocido la maternidad? ¿Sería más feliz que en Barcelona? No es mujer Enriqueta de escribir cartas y mucho menos de visitar a su familia, no lo ha hecho desde que llegó a la capital en busca de una nueva vida. Su espíritu solitario y misterioso, sin embargo, no ha neutralizado su instinto maternal, el anhelo que toda mujer tiene inscrito en lo más profundo de su ser. En ocasiones piensa lo feliz que sería su madre con tan solo leer una carta en la que le comunicara que ya es abuela, que el carácter difícil de su hija no ha sido obstáculo para encontrar un marido que la provea de hijos. Pensar en la felicidad de su madre si ésta de pronto se encontrase con un nieto es la forma con la que Enriqueta se engaña para no afrontar la realidad: nadie sería más feliz que ella misma si diera a luz un hijo. Y es justo cuando cae en la cuenta de que el problema se llama Joan Pujaló. O mejor dicho, la separación de su marido. ¿Qué será de él? Hace casi un año que no sabe nada del que aún es su esposo ante Dios y la sociedad, aunque no para la gente del barrio del Raval, que conoce incluso mejor que el propio pintor la vida atormentada de Enriqueta. Quizás es el momento del reencuentro, el momento de tragarse el orgullo -o más bien la vergüenza, que siempre es ella la que pega la espantada- y volver con él, total, ya ha sido perdonada otras veces. 

 

Los nudillos de Enriqueta se detienen a escasos centímetros de impactar en la puerta de la que durante años ha sido su hogar, y ella la reina absoluta de la casa, y eso que el piso es del pobre Pujaló. De pronto le asalta la última tentación, que es siempre la más terrible, de darse la vuelta y ahorrarse dar la cara ante aquel a quien ha humillado una y otra vez y que, a pesar de todo, siempre ha vuelto manso y obediente. Titubea, mira hacia abajo y pega los brazos al cuerpo como si así impidiera que pudiesen actuar de forma autónoma, como si sus extremidades se fuesen a lanzar con fruición hacia la puerta traicionando al resto de su ser. Quizá por eso sus dedos no paran de moverse, Enriqueta está inquieta, raro en ella, segura como es de sí misma. No entiende por qué no domina la situación si quien está al otro lado de la puerta no es más que Joan Pujaló, el pintor fracasado, el hombre sin carácter al que su mujer abandona cuando le viene en gana sin explicación alguna, el hombre cabizbajo al que nadie echa de menos si desaparece una temporada del barrio o deja de acudir a las tertulias de los cafés. Ha recordado todo esto y ahora sí se arranca.

 

Antes de que Enriqueta pudiera dar el tercer golpe, Joan abre la puerta y reacciona lo suficientemente rápido para fingir un rostro que no muestre sorpresa. Hacerlo sería reconocer otra derrota más. Y Joan está harto de perder, aunque sin Enriqueta y alejado de la vida bohemia y de pintar cuadros, hasta ha perdido el miedo: es la única ventaja de no tener casi nada.

 

-Hola, he venido a hablar-, se presenta ella.

-No hay nada de qué hablar.

-Déjame pasar y lo discutimos. Mírame, he cambiado, Joan, -le dice mientras se lleva la mano al corazón-. Tienes que perdonarme, por favor.

 

Esta última súplica conmueve a Joan, pero hay algo en él que le dice que todo es una nueva farsa. Por fuera aún mantiene un rictus seco y cortante. Esta inesperada visita le ha perturbado uno de los pocos placeres que le quedan a Pujaló en la vida: dibujar. La punta de algunos de los dedos de su mano derecha manchadas de carboncillo delatan el último refugio al que Joan se entrega más como terapia balsámica que como la ilusión del que todavía aspira a triunfar en el arte. Enriqueta, aún en el umbral de la puerta, sabe que en el momento en que ponga un pie dentro puede cantar victoria. Las palabras no han convencido a Joan, así que echa mano de un recurso que ha aprendido -como casi todo en su vida- en la calle: Enriqueta le arroja un fajo de billetes y ahora a Joan sí que le cambia la cara.

 

-¿De dónde has sacado todo esto?-, pregunta Pujaló entre la desconfianza y la perplejidad.

 

-Qué más da, esto es para nosotros, para que empecemos una nueva vida-, dice ella muy orgullosa, como si poner en duda su capacidad para hacer dinero fuera una ofensa terrible. A Joan se le dibuja una media sonrisa incrédula en el rostro, está en ese punto en el que no sabe si reír o dar cuatro gritos y mandarlo todo a hacer puñetas. 

 

-¿Una vida nueva, Enriqueta? Querrás decir una nueva hasta que te vuelvas a hartar y cojas la puerta sin avisar. Además no me has dicho cómo has conseguido tal cantidad de dinero. ¡No!, casi prefiero no saberlo, no me digas nada. 

 

Esa última frase esconde lo mucho que Joan ve a su mujer capaz de lo peor; hace tiempo que cree que lo mejor es vivir en la ignorancia. Ya ni siquiera pregunta por ella en el Raval como hacía en las primeras escapadas. 

 

-Lo que te digo es que tengo dinero suficiente para conseguir que tus cuadros sean expuestos en las principales salas de Barcelona. Con dinero todo es posible, yo puedo ganar el suficiente para que llevemos una vida desahogada y conozco a gente importante que nos puede ayudar a que triunfes en la pintura.

 

Enriqueta usa la primera persona del plural y eso descoloca a Pujaló, que vuelve a mostrar su lado más indignado:

 

-¿Nos puede ayudar? ¿Ahora hablas por los dos? ¿Ya somos un matrimonio de nuevo? Las cosas han cambiado, ahora no quiero saber nada de la vida bohemia ni del ambiente de los pintores de la ciudad, si triunfo en la pintura que sea por mi cuenta, pero no vuelvo a poner un pie en lugares como Els Quatre Gats, es todo una farsa. Ya he visto demasiado.

 

A Enriqueta le inquieta esta respuesta. ¿Qué le habrá pasado a su marido en el tiempo que ella ha estado fuera? Antes se moría de ganas por participar en las tertulias de los cafés de la bohemia de la ciudad, por conocer a gente importante, por mezclarse con los artistas del modernismo catalán y exponer algún día -¿por qué no?- en las galerías sólo aptas para los más grandes.  

 

-Te voy a ayudar, te lo prometo-, le dice ella mientras le empuja hacia dentro. Joan se deja querer y cede terreno. Al fin Enriqueta pone un pie en la casa. Este primer paso es casi la victoria definitiva. Aún queda un poco más. Enriqueta observa que el piso está como lo dejó al marcharse: los bocetos de Joan desperdigados por todos lados, las pinturas mal cerradas manchan las mesas y, lo peor, un fuerte olor a barniz y a trementina impregna todo el salón. Esto siempre irritó a Enriqueta, que nunca comprendió que Joan dibujara en el piso teniendo un estudio para hacerlo. Ella nunca lo sabrá, pero el comportamiento de su esposo tiene una explicación muy sencilla: después del primer abandono Joan dejó de fiarse de su mujer y a menudo se marchaba a dibujar a casa para estar más tiempo con ella. O sea, para vigilarla. Enriqueta hace algún comentario sobre el desorden general y con ello cree haber recuperado el mando que siempre tuvo. Pareciera que este reproche con regusto cotidiano le transportara a este mismo lugar un año atrás, y que nunca hubiera existido su enésimo abandono. Seguido al comentario, Enriqueta vuelve a sacar el tema del dinero:

 

-Esto solo es una parte de lo que tengo, ya te he dicho que puedo conseguir más y hacer que tus cuadros lleguen a ojos de gente influyente, así que en lugar de mirarme con recelo deberías agradecerme que pudiendo quedármelo yo todo, venga a compartirlo contigo.

 

A Joan no le cuadra el planteamiento, aquí debe de haber gato encerrado, solo que ahora no lo ve por ninguna parte. Lo peor es que ella ofrece dinero y él lo que necesita es afecto, comprensión, una compañera a la que le pueda contar cómo su vida cambió de forma radical una noche bohemia en un piso del paseo de Gracia. Desde entonces sus labios están cerrados y no hay noche en la que su mente no recuerde con espanto lo que sus ojos vieron y sus oídos escucharon en aquella casa de techos altos y habitaciones por doquier.

 

-El dinero no es lo que más me preocupa ahora mismo-, dice Joan muy pausado. 

 

Ahora mira a los ojos de Enriqueta, deja un momento de silencio, y le dice con franqueza: 

 

-¿Qué es lo que quieres de verdad, Enriqueta? Nadie da dinero a cambio de nada, y menos a quien se ha abandonado tantas veces. Acabemos con esto de una vez. 

 

Enriqueta no esperaba esa reacción, así que responde sin decir nada. Es el momento de utilizar las armas de mujer: se suelta el pelo y agarra de la mano a Joan mientras con la otra le acaricia la cara. Finalmente parece que Joan ha entregado la cuchara. Son muchos meses, un año, sin conocer a mujer alguna, ni siquiera a las de pago -sin duda, le darían menos dolores de cabeza que Enriqueta- a pesar de las tentaciones que florecen en cada esquina del barrio. Joan es hombre recto. Llega el primer beso y él casi lo agradece, había que acabar con tanta tensión de alguna manera. Joan se deja llevar y ella señala el dormitorio como el lugar en el que deben sellar las paces, o lo que sea que signifique lo que están condenados a hacer en la cama en la que el pintor ya no recuerda la última noche en que disfrutó. Enriqueta logra abrir la segunda puerta en contra de la primera voluntad de Joan en apenas unos minutos. Vencida esta resistencia la situación sonríe a Enriqueta de forma abrumadora. En el fragor del lecho ella es capaz de confesar su plan:

 

-Quiero un hijo.

 

De todo cuanto ella pudiera decir es lo último que Joan podría esperar. Su desconcierto es absoluto. Enriqueta busca al hijo de la misma forma que ha visto cómo funcionan las cosas en la calle: con dinero. Está convencida de que ha sido esto y no otra cosa lo que ha hecho ceder a Joan hasta desmoronarse como si fuera un castillo de naipes.

 

Joan toma aire, asfixiado entre el aluvión de noticias al que ha tenido que hacer frente en apenas unos minutos y el coito al que ha sido arrastrado y, finalmente, entregado al mismo con pasión y diríase que con ira. El fragor con el que se ha movido Enriqueta oculta, sin embargo, la verdadera razón de la amargura y la oscuridad de su alma. Hay algo que explica su bipolaridad, sus huidas, sus temporadas fuera de casa, en fin, el tipo de comportamiento de una persona inestable: Enriqueta sospecha desde hace algún tiempo que le resulta imposible quedarse embarazada, un anhelo que se ha vuelto obsesión. No le cuesta mucho trabajo llegar a la conclusión de que el problema lo tiene ella y no Joan, porque se ha acostado con decenas de hombres y, al contrario que muchas de sus ex compañeras y ahora empleadas prostitutas, jamás ha estado encinta. 


 

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 10 [Esterilidad]